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– Hasta la tarde, Zoya -dije al entrar en el dormitorio para darle un beso de despedida. Me sorprendió encontrarla sentada en la cama, mirando la pared desnuda frente a ella. Fruncí el entrecejo-. ¿Zoya? ¿Qué demonios te pasa? ¿Seguro que te encuentras bien?

– Estoy bien, Georgi. -Se puso en pie y abrió el armario para sacar su uniforme.

– Pero estabas ahí sentada. ¿Te preocupa alguna cosa?

Se volvió para mirarme, y vi que arrugaba un poco la frente pensando cómo decirme algo. Abrió un poco la boca e inspiró, pero luego dudó, negó con la cabeza y apartó la vista.

– Sólo estoy cansada, nada más -repuso al fin encogiéndose de hombros-. Ha sido una semana muy larga.

– Pero si sólo es miércoles -le recordé con una sonrisa.

– Un mes muy largo, entonces.

– Estamos a seis.

– Georgi… -suspiró irritada, con frustración.

– De acuerdo, de acuerdo. Quizá deberías descansar un poco. ¿Esto no tendrá que ver con…? -Entonces vacilé yo; era un tema difícil y poco apropiado para empezar la jornada-. ¿No estarás preocupada por…?

– ¿Por qué? -preguntó a la defensiva.

– Sé que te llevaste una decepción el domingo. El domingo por la tarde, cuando…

– No se trata de eso -zanjó; me pareció que se ruborizaba un poco, pero entonces se volvió para alisar el uniforme en su percha-. Francamente, Georgi, no todo tiene que ver con eso. De todos modos, sabía que no sucedería este mes. Lo intuía.

– Parecías creer que sí.

– Pues me equivocaba. Si vamos a recibir esa bendición… ocurrirá en el momento apropiado. No puedo seguir pendiente de eso. Es demasiado para mí, Georgi, ¿es que no lo entiendes?

Asentí con la cabeza. No quería discutir, e incluso el esfuerzo de mantener esa conversación agudizaba tanto mi dolor de cabeza que creí que estaba a punto de vomitar.

– ¿Qué hora es? -preguntó un instante después.

– Las siete y cuarto -respondí consultando el reloj-. Vas a llegar tarde si no te das prisa. Los dos llegaremos tarde.

Zoya asintió y me dio un beso, sonriendo un poco.

– Entonces será mejor que espabile. Nos vemos esta tarde. Espero que se te pase pronto la jaqueca.

Nos despedimos, y yo me dirigí a la puerta principal, pero antes de que llegase a abrirla, la oí cruzar rápidamente la cocina; me agarró de la manga y se arrojó en mis brazos cuando me volví.

– Perdóname -dijo, y su voz sonó amortiguada contra mi pecho.

– ¿Que te perdone? -pregunté, apartándola un poco y sonriendo confuso-. ¿Por qué?

– No lo sé -contestó, lo que me confundió aún más-. Pero te quiero, Georgi. Lo sabes, ¿verdad?

Me quedé mirándola y reí.

– Por supuesto que lo sé. Lo noto todos los días. Y tú sabes que yo también te quiero, ¿verdad?

– Lo he sabido siempre. A veces no sé qué he hecho para merecer tanto cariño.

En cualquier otra ocasión me habría encantado sentarme con ella para enumerar sus virtudes, las docenas de formas en que la amaba, los centenares de motivos que tenía para hacerlo, pero el latido sordo de mi frente no dejaba de empeorar, así que me incliné para besarla en ambas mejillas y le dije que necesitaba un poco de aire fresco o me desplomaría de dolor.

Me observó ascender los peldaños hacia la calle, pero cuando me volví para despedirme con la mano, la puerta ya se cerraba detrás de mí. Me quedé contemplando el cristal esmerilado, a través del cual vislumbré a mi esposa apoyada contra la puerta, con la cabeza gacha. Estuvo así cinco segundos, quizá diez, y luego se alejó.

Contrariamente a lo que esperaba, aún me sentía peor cuando llegué a la biblioteca, pero me esforcé en olvidar el dolor y ocuparme de mis obligaciones. Sin embargo, hacia las once el dolor se me había extendido al estómago, los brazos y las piernas, y supuse que había contraído algún tipo de virus que no se curaría con una larga jornada de actividad. No era un día muy ajetreado, pues no había adquisiciones que catalogar y la sala de lectura estaba inusualmente tranquila, de modo que llamé a la puerta del señor Trevors y le expliqué mi estado. Mi cara pálida y sudorosa, junto con el hecho de que no hubiese estado un solo día de baja por enfermedad en los cinco años que llevaba empleado allí, hizo que me mandara a casa sin objeciones.

Al salir de la biblioteca, no me vi con ánimos de volver andando a Holborn y cogí un autobús. Pero los bamboleos y traqueteos al recorrer Theobald's Road sólo consiguieron que me encontrara peor, y temí vomitar ante mis pies o verme obligado a saltar en marcha del autobús para evitarme semejante vergüenza. Pero como al final del trayecto se hallaba lo único que me interesaba en ese momento, mi cama, me concentré en eso y traté de sobrellevar el sufrimiento que amenazaba con doblegarme.

Por fin, a las once y media descendí con cautela los peldaños hacia nuestro piso y abrí la puerta con un gran suspiro de alivio. Me resultó extraño estar solo en casa, pues Zoya siempre estaba allí cuando llegaba, pero me serví un vaso de agua y me senté a la mesa, sin pensar en nada particular mientras tomaba cautelosos sorbos, confiando en que eso me asentara el estómago.

Saqué el Times de mi maletín y eché un vistazo a los titulares; un artículo sobre el levantamiento en Georgia atrajo mi atención. Los mencheviques luchaban contra los bolcheviques para obtener la independencia, pero parecían abocados al fracaso. Yo estaba al corriente de los numerosos alzamientos e insurgencias que se producían por las distintas partes del imperio y del número de estados que pugnaban por su soberanía. Solía leer el Times durante la merienda en la biblioteca y prestaba especial interés a cualquier noticia relacionada con mi, patria, pero llevaba varias semanas fijándome en ésa a causa del líder menchevique, el coronel Cholokashvili, el cual había formado parte de una delegación enviada a Zárskoie Selo en 1917 para informar al zar del avance del ejército ruso en el frente. Aun siendo más joven que los demás representantes en el palacio, tuve la suerte de conversar brevemente con él cuando se marchaba, y me dijo que proteger la vida del emperador y su heredero era tan importante como salvaguardar nuestras fronteras durante la guerra. Sus palabras tuvieron una particular trascendencia para mí en aquel tiempo, pues me preocupaba estar faltando a mis verdaderos deberes al servir a la familia imperial cuando decenas de miles de jóvenes de mi edad estaban muriendo en los Cárpatos o los campos de batalla de los lagos de Masuria.

Cuando acabé el artículo, descubrí que tanto el dolor de cabeza como el de estómago habían remitido un poco, pero decidí pasar igualmente el día en la cama; con un poco de suerte me levantaría totalmente restablecido.

Abrí la puerta del dormitorio y me quedé de piedra.

Zoya estaba tendida en la cama con los brazos en cruz; de unas profundas heridas en sus muñecas manaba sangre, que formaba sendos charcos de un rojo oscuro en la colcha. Me quedé paralizado del horror, experimentando la más curiosa sensación de incomprensión e impotencia. Era como si mi cerebro no pudiera asimilar del todo la escena, y fuera por tanto incapaz de transmitir instrucciones a mi cuerpo sobre cómo reaccionar. Finalmente, con un gran rugido visceral brotado de lo más hondo de mi vientre, corrí hacia la cama y levanté a Zoya en brazos, con lágrimas por el rostro mientras gritaba su nombre una y otra vez en un desesperado intento por reanimarla.

Al cabo de unos segundos le temblaron levemente los párpados; sus pupilas se clavaron en las mías un instante, y luego apartó la vista con un suspiro de agotamiento. Zoya no agradecía mi presencia; no quería que la salvara. Corrí hacia el armario, cogí un par de bufandas de un estante y volví a la cama; localicé los puntos donde había entrado el cuchillo y vendé las heridas bien prietas para cortar el flujo de sangre. De la boca de Zoya surgió entonces un grito profundo con el que me rogaba que la dejara en paz, pero yo no podía hacerlo, me negué a hacerlo, y tras amarrarle bien los brazos, salí corriendo a la calle y me precipité hacia el final de nuestra hilera de casas, donde por suerte un médico tenía su consulta. Debí de parecer un lunático al entrar corriendo, con los ojos desorbitados y la camisa, los brazos y la cara cubiertos de la sangre de Zoya; una mujer de mediana edad sentada en la recepción soltó un grito terrible, tomándome quizá por un asesino chiflado. Pero tuve la presencia de ánimo suficiente para explicarle a la enfermera qué había ocurrido y pedirle ayuda, exigírsela, antes de que fuera demasiado tarde.