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En los días que siguieron, pensé con frecuencia en el virus que había afectado a mi cabeza y mi estómago aquel día. Era insólito que lo hubiera padecido, y sin embargo, de haber gozado de mi buena salud de siempre, me habría quedado en la biblioteca del Museo Británico todo el día y habría sido viudo al volver a casa.

Considerando la vida que había llevado, la gente que había conocido y los sitios que había visto, no era habitual que alguien me intimidara simplemente por ocupar una posición de autoridad, pero el doctor Hooper, que se ocupó de Zoya mientras estuvo en el hospital, me impresionó un poco, y yo temía parecer tonto en su compañía. Era un caballero mayor, ataviado con un caro traje de tweed, con una pulcra barba a lo Romanov, penetrantes ojos azules y un cuerpo atlético poco corriente en un hombre de su edad y condición. Sospeché que tenía aterrorizados a los médicos y enfermeras a su cargo y que no toleraba de buen grado a los idiotas. Me irritó que no considerara conveniente hablar conmigo durante las semanas que mi esposa pasó en el hospital recobrándose de sus heridas; siempre que me lo encontraba en el pasillo e intentaba hablar con él, se disculpaba aduciendo que estaba muy ocupado y me remitía a uno de sus residentes, ninguno de los cuales parecía más informado que yo sobre el estado de Zoya. Sin embargo, el día anterior a que la mandaran a casa, llamé a su secretaria y solicité una cita con el doctor antes de que firmara el alta. Así pues, tres semanas después de haber descubierto a Zoya sangrando y moribunda en nuestra cama, me encontré sentado en la amplia y cómoda consulta de la planta superior del ala psiquiátrica, mirando cómo aquel médico entrado en años examinaba con cautela el historial de mi mujer.

– Las heridas físicas de la señora Yáchmenev están curadas -anunció por fin, dejando el expediente y mirándome-. Los cortes que ella misma se produjo no fueron lo bastante profundos para dañar las arterias. En ese aspecto tuvo suerte. La mayoría de la gente no sabe hacerlo correctamente.

– Había una cantidad espantosa de sangre -repuse, reacio a revivir la experiencia pero sintiendo que era necesario que él conociese toda la historia-. Pensé que… cuando la encontré, quiero decir… bueno, estaba muy pálida y…

– Señor Yáchmenev. -Levantó una mano para hacerme callar-. Ha estado usted aquí dos o tres veces al día desde que su mujer ingresó, ¿no es así? Estoy impresionado por su dedicación. Le sorprendería saber qué pocos maridos se molestan en visitar a sus esposas, no importa cuál sea el motivo de su ingreso. Durante ese tiempo habrá advertido una mejora en el estado de su mujer. En realidad ya no hay que inquietarse por sus problemas físicos. Es posible que le queden unas leves cicatrices en los brazos, pero se irán borrando con el tiempo hasta volverse apenas visibles.

– Gracias -respondí, y se me escapó un suspiro de alivio-. Debo admitir que, cuando la encontré, temí lo peor.

– Por supuesto, conoce usted mi especialidad, y a mí me interesan más las cicatrices mentales que las físicas. Como sabe, todo intento de suicidio debe ser evaluado en profundidad antes de permitir al perpetrador que vuelva a casa. -«El perpetrador»-. Por su bien, entre otras cosas. He hablado mucho con su esposa estas semanas tratando de llegar a la causa fundamental de su comportamiento, y he de ser franco con usted, señor Yáchmenev: su mujer me preocupa.

– ¿Quiere decir que podría intentarlo de nuevo?

– No, no lo creo probable. La mayoría de los supervivientes de intentos de suicidio quedan demasiado avergonzados e impresionados por sus actos para probar una segunda vez. La mayor parte, comprenda usted, ni siquiera pretendía hacerlo realmente. Se trata, como dicen, de una llamada de socorro.

– ¿Y cree usted que fue ése el caso? -pregunté esperanzado.

– De haber querido hacerlo, habría cogido una pistola y se habría pegado un tiro -contestó, como si fuera la cosa más obvia del mundo-. Con eso no hay vuelta atrás. La gente que sobrevive quiere sobrevivir. Su esposa tiene eso a su favor.

Yo no estaba tan convencido de que fuera así; al fin y al cabo, Zoya creía que yo no iba a volver a casa antes de seis horas por lo menos. No habría sobrevivido tanto tiempo sin desangrarse, sin importar qué venas se hubiese cortado. Además, ¿dónde habría encontrado una pistola? A lo mejor el doctor Hooper nos juzgaba a todos según su propio arsenal de armas. Tenía todo el aspecto de ser un hombre que se pasaba los fines de semana rifle en mano, matando toda clase de fauna en compañía de miembros secundarios de la realeza.

– Y en el caso de su mujer -continuó-, creo que la impresión producida por el intento, unida a sus sentimientos hacia usted, pueden prevenir que se repita.

– ¿Sus sentimientos hacia mí? -pregunté enarcando una ceja-. Pero no estaba pensando en mí cuando lo hizo, ¿verdad?

Esas palabras eran indignas de mí, pero mi estado anímico -como el de Zoya- había pasado de positivo a espantosamente depresivo en esas últimas semanas. Había noches en que permanecía despierto, pensando tan sólo en lo cerca que había estado Zoya de la muerte y en cómo habría sobrevivido yo sin ella. Había días que me reprochaba no haber reconocido su sufrimiento y acudido en su ayuda. En otras ocasiones me golpeaba la frente con los puños, frustrado y furioso porque Zoya me tuviese en tan poca estima como para causarme tanto sufrimiento.

– No debe pensar que esto tiene que ver con usted -dijo por fin el doctor, como si me hubiese leído el pensamiento; salió de detrás del escritorio y se sentó en una butaca a mi lado-. No tiene nada que ver con usted, sino con ella, con su mente. Su depresión, su infelicidad.

Sacudí la cabeza, incapaz de asimilarlo.

– Doctor Hooper -dije, cauteloso-, debe saber que mi matrimonio con Zoya es muy feliz. Rara vez discutimos, y nos queremos muchísimo.

– Y llevan juntos ya…

– Nos conocimos cuando éramos adolescentes. Nos casamos hace cinco años. Han sido tiempos felices.

Asintió con la cabeza y juntó las manos para formar un campanario que señalaba al cielo; soltó un profundo suspiro mientras sopesaba lo que yo acababa de decir.

– No tienen hijos, claro.

– No. Como sabe, hemos sufrido una serie de abortos.

– Sí, su esposa me ha hablado de eso. Han sido tres, ¿no es así?

Titubeé un instante al acordarme de los tres bebés perdidos, pero finalmente asentí.

– Sí. -Tosí para aclararme la garganta-. Sí, ha ocurrido tres veces.

Se inclinó hacia mí y me miró a los ojos.

– Señor Yáchmenev, hay algunas cosas que no puedo comentar libremente con usted, cosas que Zoya me ha contado como confidencias entre médico y paciente, ¿me comprende?

– Sí, por supuesto -repuse, frustrado porque no me dijera con exactitud qué le pasaba a mi mujer cuando era yo, por encima de todos los demás, quien quería ayudarla-. Pero soy su marido, doctor. Hay cosas…

– Sí, sí -se apresuró a decir, quitándole importancia, y se reclinó en el asiento. Tuve la sensación de que me examinaba con cautela, que me psicoanalizaba incluso, como decidiendo cuánto permitirme saber y cuánto revelar-. Si le dijera que su esposa es una mujer muy infeliz, señor Yáchmenev, sin duda me comprendería.

– Diría que eso es obvio -repuse en voz baja y airada-, teniendo en cuenta lo que hizo.