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– Quizá incluso piense que está perturbada.

– No lo creerá, ¿verdad?

– No, no pienso que ninguna de las dos cosas explique por entero lo que le ocurre a Zoya. Esos términos son demasiado simplistas, demasiado superficiales. Yo creo que sus problemas se hallan en lo más hondo. En su historia. En las cosas que ha presenciado. En los recuerdos que ha reprimido.

Entonces lo miré fijamente y noté que palidecía un poco, no muy seguro de adonde quería llegar. No me imaginé ni un instante que Zoya le hubiese confiado los detalles de nuestro pasado, de su pasado, incluso aunque confiara en él. No era propio de ella. Y no pude evitar preguntarme si el doctor sabía que algo se le escapaba y pensaba que yo podría revelárselo si me guiaba por ese camino. Por supuesto, no me conocía; no entendía que yo jamás traicionaría a mi esposa.

– ¿A qué recuerdos se refiere? -pregunté por fin.

– Creo que los dos conocemos la respuesta, señor Yáchmenev, ¿no le parece?

Tragué saliva y apreté los dientes. No iba a admitir si era cierto o no.

– Lo que quiero saber -anuncié con determinación- es si debo continuar preocupándome por ella, vigilándola el día entero. Quiero saber si puede volver a ocurrir algo similar. Debo ir a trabajar todos los días, no puedo estar con ella constantemente.

– Resulta difícil decirlo, pero considero que no hay mucho motivo de preocupación. Voy a someterla a más sesiones, por supuesto, como paciente externa. Creo que puedo ayudarla a aceptar las cosas que la hacen sufrir. Su esposa tiene la falsa impresión de que la gente que intima con ella está en peligro; lo sabe, ¿verdad?

– Me lo ha mencionado, pero sólo por encima. Es algo que guarda celosamente en su interior.

– Me ha hablado de esos abortos que tuvo, por ejemplo. Y de ese amigo suyo, monsieur Raymer.

Asentí con la cabeza y bajé la vista un momento, inmerso en el recuerdo. Leo.

– Hay que conseguir que comprenda que no es responsable de ninguna de esas cosas -concluyó el doctor poniéndose en pie, con lo que indicó que nuestra entrevista había llegado a su fin-. Eso depende de mí, por supuesto, durante las sesiones como paciente externa. Y depende de usted, en su vida juntos.

Cuando entré en la sala, Zoya ya estaba vestida y esperándome, sentada en el borde de la cama, arreglada y formal con el sencillo vestido de algodón y el abrigo que le había llevado el día anterior. Alzó la vista y sonrió al verme ir hacia ella, y yo sonreí también y la estreché en mis brazos, contento de que los vendajes que cubrían las heridas casi curadas de sus brazos quedaran ocultos por las mangas del abrigo.

– Georgi -susurró, y se echó a llorar al advertir una expresión confusa en mi rostro-. Lo siento muchísimo, no pretendía hacerte daño.

– Tranquila, no pasa nada. -Fue una respuesta curiosa por mi parte, pues desde luego que pasaba algo-. Al menos ya puedes irte de aquí. Todo irá bien, te lo prometo.

Asintió con la cabeza y me cogió del brazo cuando salíamos de la sala.

– ¿Vamos a casa? -quiso saber.

A casa. Otra extraña expresión. ¿Dónde estaba, al fin y al cabo? No allí, en Londres. Y tampoco en París. Nuestra casa estaba a muchos kilómetros de distancia, en un sitio al que jamás podríamos regresar. No iba a mentirle contestando que sí.

– Volvemos a nuestro pequeño piso -respondí en voz baja-. Cerraremos la puerta y estaremos juntos, como siempre hemos debido estar. Sólo nosotros dos. Georgi Zoya.

La firma del zar

Que acabara como acabó, en un vagón de tren en Pskov, todavía me asombra.

No celebramos la llegada de 1917 con las mismas festividades y la misma alegría con que habíamos recibido años anteriores. Entre el personal de la casa del zar reinaba tal confusión que hasta consideré marcharme de San Petersburgo y regresar a Kashin, o quizá dirigirme hacia el oeste en busca de una nueva vida; sólo el hecho de que Anastasia jamás habría abandonado a su familia -y que nunca me habrían permitido llevarla conmigo- me impidió hacerlo. Pero a todos los que formábamos parte del séquito imperial nos envolvía la tensión. El final estaba a la vista, la única cuestión era cuándo llegaría.

El zar pasó gran parte de 1916 con el ejército, y en su ausencia, la zarina había quedado al mando de los asuntos políticos. Mientras que él mantenía su posición en Stavka, ella dominaba al gobierno con una fortaleza y una determinación tan impresionantes como equivocadas. Pues evidentemente no hablaba con su propia voz, sino con las palabras del stáretz. La influencia de éste había calado en todas partes. Pero ahora había muerto, el zar se hallaba lejos y la zarina estaba sola.

La noticia de la muerte del padre Grigori llegó al Palacio de Invierno un par de días después de aquella terrible noche de diciembre en que su cuerpo, envenenado y lleno de balas, fue arrojado al río Neva. La emperatriz quedó consternada, por supuesto, y se mostró implacable al insistir en que los asesinos pagaran por el crimen, pero al advertir la vulnerabilidad de su posición empezó a interiorizar su dolor. Yo a veces la observaba cuando se sentaba en su salón privado, mirando por la ventana con rostro inexpresivo mientras una de sus damas de compañía parloteaba sin cesar sobre algún cotilleo insignificante que circulaba en palacio, y advertía en sus ojos la determinación de continuar, de gobernar, y la admiraba por ello. Al fin y al cabo, quizá no fuera sólo un títere de Rasputín.

Sin embargo, cuando el zar regresó para una breve visita por Navidad, ella insistió en que Félix Yusúpov fuera llevado ante la justicia, pero como era miembro de la extensa familia imperial, su marido dijo que no podía hacer nada.

– ¡Estás más sometido a esos parásitos y sanguijuelas que a Dios, Nico! -exclamó Alejandra a las pocas horas de su regreso.

Fue una tarde en que todos quedamos impresionados por el mal aspecto del emperador. Era como si hubiese envejecido diez años, quizá quince, desde la última vez que lo habíamos visto, en agosto. Daba la impresión de que, si tenía que enfrentarse a un solo drama más, sería demasiado para él y acabaría con su vida.

– El padre Grigori no era Dios -replicó, masajeándose las sienes y paseando la vista por la habitación en busca de apoyo.

Sus cuatro hijas fingían que aquella discusión no se estaba produciendo; los miembros del séquito habían retrocedido hacia las sombras de la estancia, como yo. Alexis observaba desde su asiento en el rincón; estaba casi tan pálido como su padre, y me pregunté si se habría hecho daño y no se lo había contado a nadie. A veces se podía saber cuándo había empezado la hemorragia interna: la mirada de pánico desesperado en su rostro, el deseo de permanecer perfectamente inmóvil para contener el trauma que se aproximaba, eran síntomas familiares para los que lo conocíamos bien.

– ¡Era el representante de Dios! -exclamó la zarina.

– ¿De veras? -replicó el zar dirigiéndole una mirada colérica, esforzándose por mantener la compostura-. Y yo que pensaba que el representante de Dios en Rusia era yo. Pensaba que el ungido era yo, no un campesino de Pokróvskoie.

– ¡Oh, Nico! -se lamentó Alejandra frustrada, dejándose caer en una silla y ocultando el rostro entre las manos unos segundos, antes de ponerse en pie, acercarse de nuevo hacia él y hablarle como si fuera su madre, la emperatriz viuda María Fédorovna, y no su esposa-: No puedes permitir que los asesinos queden impunes.

– No quiero hacerlo. ¿Crees que eso es lo que quiero de Rusia? ¿De mi propia familia?

– Apenas son tu familia -espetó ella.

– Si los castigo, será como decir que apruebo la influencia del padre Grigori.

– ¡Él salvó a nuestro hijo! -exclamó-. ¿Cuántas veces…?

– Él no hizo tal cosa, Sunny. Por todos los santos, desde luego te tenía bajo su influencia.