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– No te vayas, Georgi -pidió, volviéndose de nuevo hacia mí-. Por favor. Hay algo que necesito que hagas por mí.

– Lo que sea, señor.

Sonrió.

– Nunca deberías decir eso hasta saber qué se te pide.

– No lo haría, señor -repuse-. Pero usted es el zar. De modo que lo repito: lo que sea, señor.

Se quedó mirándome, se mordió el labio unos instantes de una forma que me recordó a la menor de sus hijas, y sonrió.

– Necesito que dejes a Alexis. Necesito que dejes de ser su protector, durante un tiempo al menos. Necesito que vengas conmigo.

Me pregunté si habría imaginado que alguien llamaba, pero entonces los golpes se repitieron con más urgencia; bajé de un salto de la cama y me dirigí a la puerta para abrir con cautela, de modo que el resquicio no alertara a nadie en el pasillo. Sin decir una palabra, ella empujó la puerta y pasó ante mí, y antes de que me diera cuenta estaba plantada en el centro de mi habitación.

– ¡Anastasia! -exclamé en voz baja, mirando fuera un instante para asegurarme de que no la habían seguido-. ¿Qué haces aquí? ¿Qué hora es?

– Es tarde -contestó con ansiedad-. Pero tenía que venir. Cierra la puerta, Georgi. Nadie puede saber que estoy aquí.

Cerré de inmediato y cogí la vela del alféizar de la ventana. Cuando la mecha prendió, me volví y vi que Anastasia llevaba camisón y bata, un atuendo que bien podría cubrirle todo el cuerpo pero que aun así tenía una clara carga sensual, al sugerir la proximidad de la hora de acostarse y la intimidad. Ella también me miraba con fijeza, y entonces reparé en que yo iba vestido de forma aún más impropia, con sólo unos calzones amplios. Me ruboricé -confié en que no se notara a la luz de la vela- y me puse los pantalones y la camisa mientras Anastasia se daba la vuelta para dejarme un poco de intimidad.

– Ya estoy decente -anuncié cuando me hube vestido.

Ella se volvió hacia mí, pero pareció haber perdido el hilo de sus pensamientos, como me había pasado a mí. No había nada que desease más que volver a quitarme la ropa, quitarle a ella el camisón, y cubrir su cuerpo con el mío en la calidez de las sábanas.

– Georgi… -empezó, al borde de las lágrimas.

– Anastasia, ¿qué tienes? ¿Qué ocurre?

– Tú estabas ahí hoy. Lo has visto. ¿Qué va a pasar? ¿Lo sabes? Corren muchos rumores espantosos.

Le cogí la mano y nos sentamos juntos en el borde de la cama. Después de que la zarina se hubiese llevado a sus hijos del salón, yo había buscado a Anastasia para contarle mi conversación con su padre, pero ella se había pasado la tarde bajo la tutela de monsieur Gilliard y yo no había encontrado una buena excusa para verla al terminar las clases.

– Olga dice que todo va a acabarse -continuó con desesperación-. Tatiana está casi histérica de preocupación. María no ha sido la misma desde que se fue Serguéi Stasyovich. Y en cuanto a mi madre… -Soltó una risita indignada-. La odian, ¿verdad, Georgi? Todo el mundo la odia. El pueblo, el gobierno, Trepov, la Duma. Hasta mi padre parece…

– No lo digas -la interrumpí-. Nunca digas eso. Tu padre la adora.

– Pero no hacen más que discutir. Papá acaba de llegar de Stavka, y ya has visto lo que ha pasado. Y volverá a irse pronto. ¿Terminará alguna vez esta guerra, Georgi? ¿Y por qué se ha vuelto el pueblo contra nosotros de esta manera?

Dudé si responder. Amaba perdidamente a Anastasia, pero se me ocurrían muchas razones por las que la familia imperial se hallaba en esa situación. Por supuesto, el zar había cometido muchos errores en su forma de conducir la agresión contra alemanes y turcos, pero eso no era nada comparado con cómo se trataba a los súbditos que él aseguraba amar. Los miembros de la casa real y sus sirvientes íbamos de palacio en palacio, subíamos a bordo de lujosos trenes, embarcábamos en suntuosos yates; disfrutábamos de la mejor comida, llevábamos los atuendos más exuberantes. Jugábamos, interpretábamos música y cotilleábamos sobre quién se casaría con quién, qué príncipe era el más apuesto, qué muchacha presentada en sociedad, la más coqueta. Las damas se adornaban con joyas que lucían una sola vez y luego desechaban; los hombres engalanaban sus impotentes espadas con brillantes y rubíes, comían caviar y se emborrachaban todas las noches con el mejor vodka y el mejor champán. Entretanto, fuera de los palacios el pueblo necesitaba desesperadamente comida, pan, trabajo, cualquier cosa con que sentirse más humanos. Tiritaban en el frío de nuestro invierno ruso y calculaban los miembros de sus familias que no sobrevivirían hasta la primavera. Enviaban a sus hijos a morir en los campos de batalla, mientras una mujer a la que consideraban más alemana que rusa controlaba sus vidas. Observaban cómo su emperatriz tenía tratos de fulana con un campesino al que despreciaban. Intentaban expresar su ira mediante manifestaciones, disturbios y panfletos, y eran masacrados a cada intento. ¿Con cuánta frecuencia se habían llenado los hospitales con heridos y moribundos después de que el zar y sus hombres pretendieran garantizar la preeminencia de la autocracia? ¿Cuántos viajes habían hecho al cementerio? Ésas eran las cosas que deseaba contarle a Anastasia, las explicaciones que quería darle, pero cómo hacerlo cuando ella no conocía otra vida que la palaciega en que había nacido… Ella, que estaba destinada a casarse algún día con un príncipe y pasarse la vida como objeto de veneración. Además, quién era yo para darle semejantes explicaciones cuando me había pasado cerca de dos años entre los privilegiados, disfrutando de sus lujos, deleitándome en la fantasía de que era uno de ellos y no un simple criado, un guardia prescindible al que podían enviar a cualquier rincón de Rusia por capricho de un autócrata.

– Las cosas se resolverán por sí mismas -susurré, repitiendo las palabras de su padre mientras la estrechaba entre mis brazos sin creer en lo que decía-. Hay un ciclo de desilusión y…

– Oh, Georgi, no lo entiendes -exclamó, apartándose-. Mi padre ha ordenado que toda la familia vayamos a Zárskoie Selo. Dice que él se quedará en Stavka durante el resto de la guerra, que luchará en el frente si es necesario.

– Tu padre es un hombre honorable.

– Pero los rumores, Georgi… ¿sabes a qué me refiero?

Titubeé. Sabía exactamente a qué se refería, pero no quería ser el primero en pronunciar las palabras que reverberaban en cada pared tachonada de oro del palacio y en cada sucia calle de San Petersburgo. La frase que todo ministro, todo miembro de la Duma y todo mujik de Rusia parecían estar deseando oír.

– Dicen… -continuó, tragando saliva- dicen que mi padre… lo que quieren es que él… Georgi, dicen que tendrá que renunciar al trono.

– Eso nunca pasará -contesté de forma maquinal, y ella me miró entornando los ojos, temblorosa.

– Ni siquiera pareces sorprendido. Entonces, ¿tú también lo habías oído?

– Lo he oído. Pero no creo… no puedo imaginar que llegue a ocurrir. Por Dios, Anastasia, ha habido un Romanov en el trono de Rusia durante trescientos años. Nadie puede quitárselo. Es inconcebible.

– Pero ¿y si te equivocas? ¿Y si mi padre deja de ser el zar? ¿Qué será entonces de nosotros?

– ¿Nosotros? -repetí, preguntándome a quién se refería. ¿A ella y a mí? ¿A sus hermanos? ¿A la familia Romanov?-. No puede ocurrirte nada malo -afirmé con una sonrisa tranquilizadora-. Eres una gran duquesa de linaje imperial. ¿Qué demonios crees que…?

– El exilio -susurró, y la palabra sonó como una maldición en sus labios-. Se habla de que nos mandarán al exilio, a todos. A la familia entera. Nos echarán de Rusia como a un grupo de inmigrantes indeseables. Nos enviarán a… quién sabe dónde.

– La cosa no llegará a ese punto. El pueblo de Rusia no lo permitirá. Hay ira, sí, pero también amor. Y respeto. También aquí en esta habitación. Pase lo que pase, tesoro mío, estaré contigo. Te protegeré. Nunca sufrirás ningún daño mientras yo esté cerca.