Выбрать главу

Pero al final me cansé de ser Pasha y quise volver a ser Georgi. Más o menos cuando cumplí catorce años, los cambios en mi aspecto, de niño a joven, fueron por fin visibles de forma repentina e inesperada, y contribuí a ellos con el ejercicio y la actividad. Al cabo de unos meses había crecido de forma considerable y pasaba del metro ochenta. La pesadez que padecía durante la infancia abandonó mis huesos cuando empecé a correr varios kilómetros todos los días alrededor del pueblo y a despertar temprano para nadar durante una hora en las gélidas aguas del río Kashinka, que corría allí cerca. Mi cuerpo se tonificó, los músculos de mi vientre se tornaron más definidos. Mis rizos comenzaron a alisarse y el cabello se me oscureció un poco, del tono brillante del sol al color de la arena mojada. En 1915, cuando tenía dieciséis años, podía plantarme junto a Kolek y no sentirme avergonzado ante la comparación. Seguía siendo el más bajo de los dos, sí, pero la diferencia entre ambos había disminuido.

Y había chicas a las que yo gustaba, lo sabía. No tantas como las que suspiraban por mi amigo, eso es cierto, pero aun así no me faltaba popularidad.

Y todo ese tiempo, Asya negaba con la cabeza y me decía que no debería aspirar a ser como Kolek, pues éste nunca se convertiría en el gran hombre que la gente esperaba, y que tarde o temprano el joven príncipe no traería el honor a Kashin, sino la vergüenza.

Fue Borís Alexándrovich quien nos comunicó la noticia que iba a cambiar mi vida.

Kolek y yo estábamos al borde de un campo cerca de la cabaña de mi familia, desnudos de cintura para arriba en una gélida mañana de primavera, riendo mientras cortábamos leña, haciendo lo posible por impresionar a las chicas que pasaban. Teníamos dieciséis años y éramos fuertes y guapos, y si bien algunas no nos hacían caso, otras nos dirigían sonrisas burlonas y nos observaban al levantar el hacha antes de dejarla caer en el centro de los troncos para partirlos en dos, despidiendo una lluvia de astillas como fuegos artificiales. Un par de ellas fueron lo bastante coquetas para hacer la clase de comentario que animaba a Kolek, pero yo aún no tenía la seguridad suficiente para implicarme en semejantes bromas y me sentí cohibido.

Mi padre salió de nuestra izba y se quedó mirándonos unos instantes con una leve mueca de desagrado, sacudiendo la cabeza.

– Malditos idiotas -espetó, irritado por nuestra juventud y condición física-. Vais a pillar una neumonía. ¿O acaso creéis que los jóvenes no pueden morir?

– Yo estoy hecho un fortachón, Danil Vládiavich -respondió Kolek, guiñándole un ojo y levantando una vez más los musculosos brazos para que todos vieran bien sus bíceps. El hacha brilló en el aire, el limpio acero reflejó la luz un instante, y ante mis ojos bailaron puntitos negros y dorados; cuando parpadeé, pareció que un halo de magnificencia se hubiese materializado de pronto en torno a mi amigo-. ¿No lo ves?

– Es posible que tú sí, Kolek Boriávich -dijo mi padre mirándome con ceño, como si deseara que su hijo hubiese sido Kolek y no yo-. Pero Georgi sigue demasiado tu ejemplo y carece de tu fuerza. ¿Te ocuparás de él cuando esté temblando en la cama, sudando como un caballo y llamando a gritos a su madre?

Kolek me miró sonriendo, encantado con aquel insulto, pero yo no dije nada y continué con mi trabajo. Unos niños pasaron corriendo y soltaron risitas al vernos, divertidos por nuestra falta de decoro, pero entonces repararon en mi padre, con su cabeza deforme y su reputación de irascible, y sus sonrisas se desvanecieron mientras se alejaban a toda prisa.

– ¿Vas a quedarte ahí plantado mirándonos toda la mañana o tienes algo que hacer? -le espeté al fin, al ver que no mostraba indicios de dejarnos proseguir con la tarea y la charla.

Era insólito que le hablase así. Solía dirigirme a él con cierto respeto, no por temor sino porque no deseaba enzarzarme en discusiones. Sin embargo, en esa ocasión mis desafiantes palabras iban más destinadas a impresionar a Kolek con mi fortaleza que a ofender a mi padre con mi insolencia.

– Si no te callas, Pasha, te arrancaré esa hacha de las manos y te partiré en dos -replicó él, dando un paso hacia mí y empleando el diminutivo con que sabía que me ponía en mi sitio.

Me negué a ceder sólo un instante y al cabo retrocedí un poco y agaché la cabeza. Mi padre ejercía cierto poder sobre mí, un poder que yo no acababa de entender pero con el que conseguía intimidarme y devolverme a la obediencia infantil con una sola palabra.

– Mi hijo es un cobarde, Kolek Boriávich -afirmó entonces, encantado con su triunfo-. Eso pasa cuando uno se cría en una familia de mujeres. Se vuelve una de ellas.

– Pero a mí también me han criado en una familia así -protestó Kolek, clavando el hacha en la leña-. ¿Me crees también un cobarde, Danil Vládiavich?

Mi padre abrió la boca para contestar, pero en ese momento Borís Alexándrovich dobló la esquina y se dirigió a nosotros resueltamente, con el rostro arrebolado y furioso, con el aliento transformándose en vaho en el frío matinal. Se detuvo al vernos a los tres juntos, sacudió la cabeza y levantó los brazos al cielo lleno de indignación, con tanto dramatismo que tuve que morderme el labio para no echarme a reír y ofenderlo.

– ¡Es una vergüenza! -bramó, con tal agresividad que por un momento nadie dijo nada; nos quedamos mirándolo, deseosos de conocer el origen de su disgusto-. Una absoluta vergüenza. ¡Que haya vivido para ser testigo de un momento así! Supongo que te has enterado de la noticia, ¿no, Danil Vládiavich?

– ¿Qué noticia? ¿Qué ha ocurrido?

– Si fuera más joven… -Blandió un dedo en el aire como un maestro reprendiendo a unos colegiales perezosos-. Óyeme bien: si fuera más joven y estuviese en posesión de todas mis facultades…

– Borís -lo interrumpió Danil; parecía casi divertido ante la furia de su amigo-. Diría que esta mañana estás dispuesto a matar a alguien.

– ¡No hagas bromas al respecto, amigo mío!

– ¿Bromas? ¿Qué bromas? Ni siquiera sé qué te provoca tanta ira.

– Padre -dijo Kolek, y fue hacia él con tanta preocupación en el rostro que pensé que iba a abrazarlo.

Ese claro afecto entre padre e hijo era una continua fuente de fascinación para mí. Como yo nunca había experimentado semejante calidez, me producía curiosidad observarla en los demás.

– Un mercader que conozco -explicó por fin Borís, atascándose por la ansiedad y la ira-, un hombre virtuoso, un hombre que nunca miente o engaña, ha estado esta mañana en el pueblo y…

– ¡Yo lo he visto! -exclamé alegremente. Era bastante raro ver un forastero en Kashin, pero un desconocido había pasado ante nuestra cabaña vestido con un abrigo del más fino pelo de cabra sólo una hora antes; yo me fijé en él y le di los buenos días, pero él ni me contestó-. Ha pasado por aquí no hace ni una hora y…

– Cierra el pico, chico -me espetó mi padre, irritado por que tuviese algo que decir-. Deja hablar a tus mayores.

– Conozco a ese hombre desde hace años -continuó Borís, sin prestarnos atención-, y sería difícil encontrar a alguien más sincero. Anoche cruzó Kalyazin, y por lo visto uno de los monstruos se dirige hacia aquí de camino a San Petersburgo. Y esta tarde ¡va a pasar por Kashin! ¡Por nuestro pueblo! -añadió escupiendo casi las palabras, tan insultado se sentía-. Y, por supuesto, exigirá que salgamos todos de nuestras cabañas y le hagamos reverencias, adorándolo, como hicieron los judíos cuando Jesús entró en Jerusalén en un asno. Una semana después lo crucificaron.