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– En un compartimento de tren -contesté yo-. El día que los dos abandonamos Rusia para siempre íbamos sentados uno frente al otro; no había nadie más y empezamos a charlar. Hemos estado juntos desde entonces.

– Qué romántico -suspiró Sophie-. Pero decidme una cosa: si celebráis dos días de Navidad, sin duda recibiréis dos regalos. ¿Tengo razón? Ya sé que le regalaste un perfume el primer día de Navidad, Georgi. ¿Qué me dices, Zoya? ¿Hoy te ha regalado algo más?

Zoya me miró y sonrió, y yo asentí con la cabeza, contento de que fuera a contárselo. Ella rió un poco y los miró con una sonrisa de oreja a oreja.

– Sí, por supuesto que me ha hecho un regalo. ¿No os habéis dado cuenta?

Dicho lo cual, alargó la mano izquierda para enseñarles mi obsequio. No me sorprendió que no lo hubiesen advertido. Debía de ser el anillo de compromiso más pequeño de la historia, pero era cuanto podía permitirme. Y lo importante era que Zoya lo llevaba puesto.

Nos casamos en el otoño de 1919, casi quince meses después de haber huido de Rusia, en una ceremonia tan austera que habría parecido patética si la intensidad de nuestro amor no hubiese compensado su escasez.

Educados en la observancia de una doctrina estricta y férrea, deseábamos que la bendición de la Iglesia santificara nuestra unión. Sin embargo, no había iglesias ortodoxas rusas en París, de modo que sugerí casarnos en una católica francesa, pero Zoya se negó de plano y casi pareció enfadarse ante mi propuesta. Yo nunca había sido especialmente creyente, aunque no cuestionaba la fe que me habían inculcado, pero Zoya tenía otros sentimientos: veía el rechazo a nuestro credo como un paso definitivo que la alejaba de nuestra patria, y no estaba dispuesta a darlo.

– Pero ¿dónde, entonces? -pregunté-. No pensarás que deberíamos volver a Rusia para la ceremonia, ¿verdad? Ya sólo el peligro sería…

– Por supuesto que no -replicó, aunque yo sabía que una parte de ella ansiaba regresar a nuestro país. Tenía una conexión con la tierra y su gente de la que yo me había desprendido con rapidez; era una parte indeleble de su carácter-. Pero no me consideraría verdaderamente casada sin las debidas ceremonias. Piensa en mis padres, en cómo se sentirían si rechazara nuestras tradiciones.

Ante eso no había discusión posible, de modo que me puse a buscar un sacerdote ortodoxo ruso. La comunidad rusa era pequeña y estaba diseminada, y nunca habíamos intentado integrarnos en ella. De hecho, la única ocasión en que una pareja rusa entró en la librería donde yo trabajaba, sus voces -la musicalidad del acento cuando hablaban entre ellos en nuestra lengua natal- me evocaron imágenes y recuerdos que me aturdieron de nostalgia y pesar, y me vi obligado a excusarme y salir al callejón detrás de la tienda, fingiendo una repentina indisposición y dejando a mi jefe, monsieur Ferré, presa de la irritación por tener que atender él mismo a la pareja. Yo sabía que la mayor parte de mis compatriotas refugiados vivían y trabajaban en el barrio de Neuilly, en el distrito dix-septième, y lo evitábamos deliberadamente, pues no deseábamos entrar en un ámbito que podía suponer un peligro potencial.

Fui sutil en mi labor de investigación, y por fin me presentaron a un anciano llamado Rajletski, que vivía en una pequeña casa de vecinos en Les Halles y que estuvo de acuerdo en oficiar la ceremonia. Me contó que se había ordenado sacerdote en Moscú durante la década de 1870 y que era un verdadero creyente, pero que se había peleado con su diócesis tras la revolución de 1905 y se había trasladado a Francia. Súbdito leal del zar, se opuso enérgicamente al sacerdote revolucionario, el padre Gapón, e intentó disuadirlo de organizar la marcha sobre el Palacio de Invierno aquel año.

– Gapón era combativo -me contó-. Un anarquista que se describía como defensor de los trabajadores. Faltó a las convenciones de la Iglesia casándose dos veces y desafiando al zar, y aun así lo convirtieron en héroe.

– Antes de volverse contra él y ahorcarlo -repuse, como un muchacho ingenuo que tratara con condescendencia a un anciano.

– Sí -admitió-. Pero ¿cuántas personas inocentes murieron por su culpa el Domingo Sangriento? ¿Mil? ¿Dos mil? ¿Cuatro mil? -preguntó, apenado y furioso a partes iguales-. Yo no podía quedarme después de eso. Él habría ordenado que me mataran por mi desobediencia. Siempre me ha asombrado, Georgi Danílovich, que aquellos a quienes más repugna un gobierno autócrata o dictatorial sean los primeros en eliminar a sus enemigos una vez que acceden al poder.

– El padre Gapón nunca consiguió ningún poder -puntualicé.

– Pero Lenin sí -repuso sonriendo-. No es más que otro zar, ¿no crees?

No le comenté sus opiniones políticas a Zoya, aunque habría estado de acuerdo con ellas, porque me pareció mal relacionar esos recuerdos con el día de nuestra boda. Tan sólo le hablé del padre Rajletski como un exiliado más, obligado a abandonar su patria por el avance de las fuerzas del kaiser. Me había costado mucho encontrarlo; no quería problemas que pospusieran nuestro enlace más de lo necesario.

La ceremonia se celebró en el piso de Sophie y Leo, un cálido atardecer de sábado en octubre. Nuestros amigos habían tenido la generosidad de ofrecer su casa para el servicio y actuaron de testigos. El padre Rajletski pasó una hora a solas en el apartamento esa misma tarde, consagrando la salita de estar, un procedimiento según él «muy poco ortodoxo pero extremadamente agradable», una ocurrencia que me divirtió.

Me entristeció no poder ofrecerle a mi novia una boda más elaborada, pero fue cuanto pudimos hacer sin traspasar el límite de la pobreza. Nuestros empleos no nos proporcionaban mucho dinero, sólo el suficiente para pagar el alquiler y comer. Zoya se aseguraba de que ambos ahorrásemos unos cuantos francos cada semana por si surgía una emergencia que nos obligara a huir de París, pero aun así podíamos permitirnos muy pocos lujos. Zoya y Sophie se ocuparon de hacer el vestido de novia en la tienda de confección después de cada jornada; Leo y yo nos pusimos nuestros mejores pantalones y camisas. El día señalado pensé que ofrecíamos una imagen deliciosa, pese a los limitados medios.

El padre Rajletski no conoció a Zoya hasta el momento de la ceremonia. Ella entró en la sala de mi brazo, con el rostro cubierto por un sencillo velo que enmascaraba su belleza y su encanto. El padre nos sonrió feliz, como si fuésemos sus hijos o sus sobrinos favoritos, y captamos su alegría al volver a oficiar una nueva boda. Sophie y Leo nos flanqueaban, contentos de formar parte de aquella experiencia singular. Creo que les pareció terriblemente moderno y poco convencional casarse de esa manera y en ese sitio. Romántico también, quizá.

Zoya y yo intercambiamos unos sencillos anillos; luego le tomé la mano izquierda con mi derecha, y con la mano libre cada uno cogió una vela encendida para sostenerlas en alto mientras el sacerdote recitaba los ensalmos sobre nuestras cabezas. A una señal, Leo y Sophie cogieron las pequeñas y sencillas coronas que Zoya había elaborado con una combinación de lámina de metal y fieltro y nos las pusieron al mismo tiempo.

– Los siervos de Dios Georgi Danílovich Yáchmenev y Zoya Fédorovna Danichenko -entonó el sacerdote con las manos a unos centímetros de nuestras cabezas- son coronados en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Sentí una gran felicidad cuando dijo esas palabras y apreté la mano de Zoya; apenas creía que nuestras vidas fueran a unirse por fin.

Después se leyó el Evangelio y bebimos de la copa común, prometiendo compartirlo todo desde ese momento, así las alegrías como las penas, así los triunfos como las cargas. Cuando completamos las promesas, el padre Rajletski nos hizo rodear la mesa sobre la que estaban el Evangelio y la Cruz, que simbolizaban la palabra de Dios y nuestra redención. Describimos juntos el círculo por primera vez como pareja casada y luego volvimos a situarnos ante el sacerdote, que recitó la bendición final. Imploró que yo fuera exaltado como Abraham, bendecido como Isaac y prolífico como Jacob, y que viviera en paz y trabajara con justicia. Luego rogó que Zoya fuera exaltada como Sara, feliz como Rebeca y prolífica como Raquel, y que se regocijara en su esposo y guardara los límites de la ley, porque así le complacía a Dios.