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– ¿Qué monstruos? -quiso saber Danil, sacudiendo la cabeza, confuso-. ¿A quién te refieres?

– A un Romanov -anunció Borís, observándonos en busca de una reacción-. Nada menos que el gran duque Nicolás Nikoláievich -añadió, y para ser un hombre que tenía en tan poca estima a la familia imperial, pronunció el regio nombre como si cada sílaba fuese una preciada joya que debía manejarse con cuidado y consideración, no fuera su gloria a quebrarse y perderse.

– Nicolás el Alto -apostilló Kolek en voz baja.

– El mismísimo.

– ¿Por qué «el Alto»? -pregunté frunciendo el entrecejo.

– Para distinguirlo de su primo -contestó Borís Alexándrovich-. Nicolás el Bajo. El zar Nicolás II. El torturador del pueblo ruso.

Se me pusieron los ojos como platos de la sorpresa.

– ¿El primo del zar va a pasar por Kashin? -No me habría asombrado más si mi padre me hubiese estrechado entre sus brazos para alabar a su hijo y heredero.

– No te muestres tan impresionado, Pasha -dijo Borís Alexándrovich, insultándome por no compartir su rabia-. ¿No sabes acaso quién es esa gente? Además, ¿qué han hecho por nosotros aparte de…?

– Borís, por favor -interrumpió mi padre con un profundo suspiro-. Hoy no. Seguro que tus ideas políticas pueden esperar a otro momento. Éste es un gran honor para nuestro pueblo.

– ¿Un honor? -repitió riendo-. ¡Un honor, dices! Esos Romanov son los causantes de nuestra pobreza, ¿y te parece un privilegio que uno de ellos decida usar nuestras calles para que su caballo beba y cague? ¡Un honor! Danil Vládiavich, te deshonras con semejante palabra. ¡Mira! ¡Mira a tu alrededor!

Nos giramos en la dirección que señalaba: la mayoría de los lugareños corría hacia sus cabañas. Sin duda habían oído la noticia del ilustre visitante e iban a prepararse como mejor pudieran. Se lavarían la cara y las manos, claro, pues no podían presentarse ante un príncipe de sangre real con churretes de barro en las mejillas. Y atarían unas cuantas flores para tejer una corona que arrojar a los pies del caballo del gran duque.

– El abuelo de ese hombre fue uno de los peores zares que ha habido nunca -criticó Borís, con el rostro cada vez más rojo de ira-. De no haber sido por Nicolás I, los rusos ni siquiera habrían oído hablar del concepto de autocracia. Fue él quien insistió en que cada hombre, mujer y niño del país creyera en su ilimitada autoridad sobre todas las cuestiones. Se consideraba nuestro salvador, pero ¿acaso te sientes salvado, Danil Vládiavich? ¿Y tú, Georgi Danílovich? ¿O más bien sentís frío y hambre y deseos de ser libres?

– Ve adentro y arréglate -ordenó mi padre señalándome con el dedo, sin escuchar a su amigo-. No me deshonrarás apareciendo casi desnudo ante un hombre tan insigne.

– Sí, padre -repuse, inclinándome rápidamente ante su propia autocracia, y entré corriendo en busca de un blusón limpio.

Cuando hurgaba en el montón de prendas raídas que constituía todo mi guardarropa, oí más voces airadas en el exterior, seguidas por la de mi amigo Kolek, diciéndole a su padre que ellos también deberían ir a casa a prepararse, que gritar en la calle no le servía de nada a nadie, ya fuera partidario del régimen o radical.

– Si fuera más joven… -le oí decir a Borís Alexándrovich cuando se alejaba-. Óyeme bien, hijo mío; si fuese más…

– Yo soy más joven -respondió Kolek, y en ese momento no di importancia a sus palabras, ninguna en absoluto. Sólo después las recordé y me maldije por mi estupidez.

Poco después, los primeros guardias aparecieron en el horizonte y se dirigieron hacia Kashin. Aunque los mujiks corrientes como nosotros sólo conocían los nombres de los zares y sus hijos, el gran duque Nicolás Nikoláievich, primo hermano del zar, era famoso en toda Rusia por sus hazañas militares. Desde luego, que no era un hombre querido. Los hombres como él nunca lo son. Pero era objeto de reverencia y tenía una temible reputación. Se rumoreaba que durante la revolución de 1905 había blandido un revólver ante el zar y amenazado con volarse la tapa de los sesos si su primo no permitía la creación de una Constitución rusa, y muchos lo admiraban por ello. Pero semejante valentía no les importaba a los más proclives a las ideas radicales; veían tan sólo un título, un opresor y una persona merecedora de desprecio.

Sin embargo, la idea de que el gran duque se acercaba bastó para provocarme un escalofrío de emoción y temor. No recordaba una expectación como aquélla en Kashin. Mientras los jinetes se aproximaban, casi todos los del pueblo barrieron la calle ante su izba, despejando el camino a los caballos del ilustre visitante.

– ¿Quién crees que lo acompañará? -me preguntó Asya mientras esperábamos ante el umbral, una familia reunida para saludar y proferir vítores. Se había aplicado incluso más colorete del habitual y llevaba el vestido recogido hasta las rodillas, mostrando las piernas-. ¿Algunos jóvenes príncipes de San Petersburgo, quizá?

– El gran duque no tiene hijos para ti -respondí con una sonrisa-. Tendrás que ampliar tu búsqueda.

– Pero a lo mejor él sí se fija en mí -replicó encogiéndose de hombros.

– ¡Asya! -exclamé, horrorizado y divertido a la vez-. Es un viejo. Tendrá cerca de sesenta años, por lo menos. Y está casado. No puedes pensar que…

– Sólo estoy bromeando, Georgi -respondió riendo, y me propinó una juguetona palmada en el hombro, aunque no quedé convencido de que hablase en broma-. Aun así, seguro que hay algún joven soldado disponible en su séquito. Si alguno se interesara en mí… ¡Oh, no pongas esa cara de escandalizado! Ya te he dicho que no pienso pasarme la vida en este mísero lugar. Al fin y al cabo, tengo dieciocho años. Ya va siendo hora de que encuentre marido, antes de que me vuelva demasiado vieja y fea para casarme.

– ¿Y qué pasa con Ilya Goriavich?

Me refería al joven con quien Asya pasaba gran parte del tiempo. Como mi amigo Kolek, el pobre Ilya estaba locamente enamorado de mi hermana, quien le brindaba cierto afecto a cambio, seguramente para que creyera que, con el tiempo, llegaría a entregarse a él. Ilya me daba lástima por su estupidez. Yo sabía que no era más que un juguete para mi hermana, una marioneta cuyos hilos controlaba Asya para mitigar el aburrimiento. Algún día dejaría de lado a su muñeco, eso estaba claro. Aparecería un juguete mejor; un juguete de San Petersburgo, quizá.

– Ilya Goriavich es un muchacho dulce -contestó sin demasiado interés, encogiéndose de hombros-. Pero me parece que, a sus veintiún años, ya es todo lo que va a ser en la vida. Y no estoy segura de que sea suficiente.

Advertí que iba a hacer algún comentario innecesariamente desdeñoso sobre aquel zoquete de buen corazón, pero los soldados se acercaban más y más, y entonces distinguimos a los oficiales de vanguardia, encumbrados en sus monturas, desfilando lentamente, resplandecientes con sus guerreras negras de doble botonadura, pantalones grises y pesados gabanes oscuros. Me fijé en los shapkas de piel que llevaban en la cabeza, intrigado por la profunda V de la parte frontal, justo encima de los ojos, y fantaseé sobre lo maravilloso que sería formar parte de sus filas. No se inmutaban por los ruidosos vítores de los campesinos que los flanqueaban, bendiciendo al zar a voz en cuello y arrojando coronas de flores ante los cascos de los caballos. Al fin y al cabo, no esperaban menos de nosotros.

A Kashin llegaban pocas noticias de la guerra, pero de vez en cuando aparecía un mercader de paso con información sobre los éxitos o fracasos militares. A veces llegaba un panfleto a casa de un vecino, enviado por un pariente con buenas intenciones, y todos podíamos leerlo por turnos para seguir el avance de las tropas en nuestra imaginación. Varios jóvenes del pueblo se habían marchado ya con destino al ejército: algunos habían muerto, otros estaban desaparecidos, mientras que otros seguían en activo. Se esperaba que, al cumplir diecisiete años, a los chicos como Kolek y yo nos reclutaran para alguna unidad militar, llamados a traer la gloria a nuestro pueblo.