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– Camarada -le dije.

Él levantó la vista, protegiéndose los ojos del sol, y me miró de arriba abajo con desdén apenas disimulado.

– ¿Quién eres? ¿Qué quieres, chico?

– Unos cuantos rublos, si los tienes. Llevo días sin comer. Agradeceré mucho lo que puedas darme.

– Vete a pedir a otro sitio -espetó, haciendo ademán de que me fuera-. ¿Qué te has creído que es esto?

– Por favor, camarada. Voy a morirme de hambre.

– Mira… -Se puso en pie para enjugarse la frente con la mano, dejándose una mancha alargada de aceite sobre los ojos-. Ya te he dicho que…

– Puedo hacer eso por ti, si quieres -propuse-. Sé cambiar un neumático.

Titubeó y bajó la vista unos instantes, considerando el ofrecimiento. Supuse que llevaba bastante rato intentando en vano realizar la tarea. Junto al coche había un gato y una llave inglesa, pero aún no había quitado los tornillos de la rueda.

– ¿Sabes hacerlo?

– Por el precio de una comida.

– Hazlo bien y te daré para un plato de borsch. Pero date prisa. Quizá necesitemos este coche más tarde.

– Sí, señor -dije, viendo cómo se alejaba.

Me agaché y examiné lo poco que había hecho hasta el momento: meter el gato bajo el bastidor para levantar el coche. Perdida la costumbre de estímulos mentales como aquél, no tardé en enfrascarme en la labor. De hecho, tan absorto estaba que ni siquiera oí las pisadas que se acercaban. Y entonces, cuando alguien pronunció mi nombre con asombro, la sorpresa me hizo dar un respingo y el gato resbaló y me arañó los nudillos de la mano. Solté un improperio, pero al alzar la vista mi rabia se disipó de inmediato.

– Alexis.

– Georgi -respondió, y miró hacia la casa para comprobar que nadie nos observaba-. ¿Has venido a verme?

– Sí, amigo mío. -Entonces me emocioné súbitamente. No me había percatado de cuánto me importaba aquel chico-. Es increíble que esté aquí, ¿verdad?

– Llevas barba.

– Pero no es gran cosa -respondí, frotándome la escasa barba-. Desde luego no es tan impresionante como la de tu padre.

– Te veo distinto.

– Mayor, quizá.

– Más flaco -puntualizó-. Y más pálido. No tienes buen aspecto.

Reí sacudiendo la cabeza.

– Gracias, Alexis. Siempre puedo confiar en ti para que me hagas sentir mejor.

Me observó unos instantes como intentando descifrar qué quería decir, pero luego una gran sonrisa le iluminó el rostro al comprender que sólo le tomaba el pelo.

– Lo siento -dijo.

– ¿Cómo te encuentras? Ayer vi a tu hermana, ¿lo sabías?

– ¿A cuál?

– A María.

Soltó un bufido y sacudió la cabeza.

– Odio a mis hermanas.

– Alexis, no digas eso, por favor.

– Pero es verdad. Nunca me dejan en paz.

– Aun así, te quieren muchísimo.

– ¿Puedo ayudarte a cambiar el neumático? -preguntó, observando la tarea a medias.

– Puedes mirar. ¿Por qué no te sientas ahí?

– ¿No puedo ayudarte?

– Puedes asumir el mando -propuse-. Puedes ser mi supervisor.

Asintió con la cabeza y se sentó en una roca que tenía detrás, para charlar conmigo mientras trabajaba. No parecía especialmente sorprendido de verme allí; ni siquiera me preguntó al respecto. Parecía tomarlo con naturalidad.

– Te has hecho sangre, Georgi -comentó señalando mi mano.

Bajé la vista y, en efecto, tenía un hilo de sangre coagulándose sobre los nudillos, donde me había rasguñado el gato.

– Ha sido culpa tuya -sonreí-. Me has sobresaltado.

– Y has dicho una palabrota.

– Así es -admití.

– Has dicho…

– Alexis -le advertí frunciendo el entrecejo.

Cogí la llave inglesa y continué trabajando; ansiaba hablar con él, pero preferí no hacerle preguntas demasiado deprisa, no fuera a volver corriendo al interior para anunciar a los demás mi presencia.

– Y tu familia… -me aventuré por fin-. ¿Están todos en la casa?

– Están arriba. Mi padre está escribiendo cartas. Olga está leyendo alguna estúpida novela. Mi madre les está dando clases a mis otras hermanas.

– ¿Y tú? ¿Por qué no estás tú también en clase?

– Yo soy el zarévich -contestó encogiéndose de hombros-. He elegido no participar.

Le sonreí y asentí, compadeciéndolo. Ni siquiera comprendía que ya no era zarévich, que era simplemente Alexis Nikoláievich Romanov, un niño con tan poco dinero o tan poca influencia como yo.

– Me alegra que estéis todos bien. Echo de menos nuestros tiempos en el Palacio de Invierno.

– Yo echo de menos el Standart-repuso, pues el barco imperial siempre había sido su residencia real favorita-. Y también mis juguetes y mis libros. Aquí tenemos muy pocos.

– Pero ¿has estado bien desde que llegaste a Ekaterimburgo? ¿No has sufrido ningún contratiempo?

– No. Mi madre no me deja salir mucho. El doctor Féderov está aquí también, por si acaso, pero he estado bien, gracias.

– Me alegra oírlo.

– ¿Y a ti, Georgi Danílovich, qué tal te ha ido? ¿Sabes que ya tengo trece años?

– Sí, lo sé. Conmemoré tu cumpleaños el pasado agosto.

– ¿De qué manera?

– Encendí una vela por ti. -Me acordé del día que había caminado casi ocho horas para encontrar una iglesia donde conmemorar el nacimiento del zarévich-. Encendí una vela y recé por que estuvieras sano y salvo, y rogué que Dios te protegiera de todo mal.

– Gracias -contestó con una sonrisa-. El mes que viene cumpliré catorce. ¿Harás lo mismo entonces?

– Sí, por supuesto. Lo haré el doce de agosto de cada año mientras viva.

Alexis asintió con la cabeza y miró el patio. Pareció sumirse en sus pensamientos y no dije nada para no molestarlo; me limité a seguir con mi tarea.

– ¿Podrás quedarte aquí, Georgi? -preguntó por fin.

Lo miré y negué con la cabeza.

– No lo creo. Uno de los soldados me ha dicho que me daría unos rublos si cambiaba este neumático.

– ¿Y qué harás con ellos?

– Comer.

– ¿Vendrás después? No tenemos a nadie que nos proteja, ya sabes.

– Ahora os protegen los soldados. Para eso están aquí, ¿no?

– Eso nos dicen, sí. -Frunció el entrecejo, pensativo-. Pero no les creo. Me parece que no les gustamos. Desde luego, a mí ellos no me gustan. Les oigo decir cosas terribles. De mi madre, de mis hermanas. No nos muestran respeto. Olvidan cuál es su sitio.

– Pero debes escucharlos, Alexis -dije, preocupado por su seguridad-. Si te portas bien con ellos, te tratarán bien.

– Ahora todo el mundo me llama Alexis.

– Acepta mis disculpas, señor -repuse inclinando la cabeza-. Alteza.

Se encogió de hombros como si en realidad no tuviera importancia, pero advertí que estaba muy confuso con su nueva condición.

– Tú también tienes hermanas, ¿verdad, Georgi?

– Sí. Tenía tres. Pero no sé qué ha sido de ellas. No las he visto desde que me marché de Kashin.

– Así pues, entre los dos tenemos siete hermanas y ningún hermano.

– Exacto.

– Es raro, ¿verdad?

– Un poco.

– Siempre quise tener un hermano -musitó mirando el suelo. Recogió unos guijarros del sendero y se los pasó de una mano a otra.

– Nunca me lo habías contado -me sorprendí.

– Bueno, pues es verdad. Siempre pensé que estaría bien tener un hermano mayor. Alguien que cuidara de mí.

– Entonces el zarévich habría sido él, no tú.

– Sí, lo sé. Habría sido maravilloso.

Fruncí el entrecejo, asombrado de que dijera eso.

– ¿Y tú, Georgi, nunca quisiste un hermano?

– Pues no. Nunca lo pensé. Tuve un amigo una vez, Kolek Boríavich… crecimos juntos. Era como un hermano para mí.