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Era inconcebible, pero también la explicación más probable. El mero hecho de pensarlo me deprimió terriblemente. Las horas pasaron, el sol se puso, salí de la taberna y vagué por las calles otra vez, alejándome una hora en una dirección para que me costara una hora más regresar. No sentí cansancio, pues esa noche estaba completamente alerta. Llegaron las nueve y pasaron; luego las diez, las once. Se acercaba la medianoche. Ya no pude esperar más.

Me encaminé hacia allí.

Si la casa no parecía especialmente opresiva durante el día, por la noche adquiría un aspecto distinto, con las inquietantes sombras moteadas que proyectaba la luna sobre paredes y verjas. Los guardias, que se habían turnado para recorrer el sendero con aparente despreocupación, brillaban ahora por su ausencia. El portón estaba cerrado y había un camión en el centro del sendero, con la carga, si llevaba alguna, oculta por una lona. Titubeé en la extensión de hierba de enfrente, mirando con nerviosismo mientras me preguntaba qué estaría pasando dentro de la casa. Al cabo de unos minutos, temiendo que los soldados volvieran y me encontraran allí plantado, me dirigí al grupo de árboles donde le había dicho a María que esperaría, y confié en que Anastasia no tardara en salir en mi busca.

No había pasado mucho rato cuando se encendieron las luces del salón de la planta baja, y lo que pareció la dotación entera de soldados entró en la estancia. No llevaban uniforme de bolcheviques, sino la vestimenta sencilla de los campesinos locales, con el fusil al hombro, como siempre. En lugar de dividirse como yo esperaba -unos a dormir, otros a trabajar y otros a vigilar-, se sentaron en torno a la mesa y centraron la atención en un soldado algo mayor que parecía al mando y que les habló; todos escucharon en silencio.

Instantes después, oí crujir la gravilla del sendero. Me agazapé aún más en la espesura e intenté ver quién había salido. Pero estaba muy oscuro y el camión me tapaba la visión, así que no logré distinguir a nadie, sólo a los soldados del salón. Contuve el aliento, y sí, ahí estaba otra vez: unos pies caminaban con cautela sobre las piedrecillas, haciéndolas crujir.

Alguien había salido de la casa.

Agucé la mirada pensando que era Anastasia, pero me resistí a llamarla incluso en susurros, pues si estaba equivocado delataría mi presencia. Sólo me quedaba esperar. El corazón me palpitaba y, pese al frío de la noche, el sudor me perlaba la frente. Algo andaba mal. Me pregunté si debía arriesgarme y cruzar el camino, pero antes de que pudiera decidirme, todos los guardias se levantaron a la vez y extendieron el brazo derecho hacia el centro de la habitación, poniendo una mano sobre otra antes de separarse y formar una fila en silencio. Dos hombres, el que había hablado y otro, abandonaron el salón; a través de la puerta principal entreabierta los vi subir por la escalera que se alzaba en el centro de la casa.

Eché otro vistazo al sendero tratando de distinguir a la persona que había salido, pero ahora todo estaba en silencio. Quizá sólo había sido el terrier de la zarina, me dije, u otro animal. A lo mejor sólo lo había imaginado. No importaba; si antes había alguien allí, ahora ya no estaba.

En una ventana del piso superior se encendió una luz. Oí voces allí arriba, un murmullo, y entonces se reflejó una sombra en la cortina, la de un grupo de personas apiñadas como una sola, que se fueron separando para dirigirse, una por una, hacia la puerta.

Me moví rápidamente hacia la izquierda para ver la escalera a través de los árboles. Un instante después apareció la gran duquesa Olga, seguida por un grupito que no conseguí distinguir, pero sin duda eran sus hermanos: María, Tatiana, Anastasia y Alexis. Los vi sólo brevemente mientras bajaban, antes de desaparecer por un lado de la planta baja. Supuse que los separaban de sus padres para llevarlos a otro sitio. Al fin y al cabo, eran jóvenes y no habían cometido crimen alguno. A lo mejor les estaban permitiendo marcharse.

Pero no; el vestíbulo permaneció desierto sólo un minuto, hasta que aparecieron el zar y la zarina y empezaron a bajar la escalera, despacio, apoyándose uno en el otro, aparentemente sin fuerzas, escoltados por dos soldados que los guiaron en la misma dirección que habían tomado sus hijos.

Siguió un silencio absoluto. Los soldados que quedaban en el salón se levantaron y salieron lentamente -el último apagó la luz-, y entonces también siguieron a sus camaradas y desaparecieron de la vista.

En ese momento me sentí muy solo. El mundo semejaba un sitio perfectamente silencioso y apacible, salvo por el leve susurro de las hojas en lo alto, movidas por la brisa. Había cierta belleza en aquel lugar, la sensación de que todo iba bien en nuestro país y de que todo iría bien para siempre; cerré los ojos y permití que mi mente recapitulara. La casa Ipátiev estaba sumida en la oscuridad. La familia se había desvanecido. Los soldados se habían esfumado. No se veía ni oía a quienquiera que hubiese recorrido el sendero de gravilla. Y yo estaba solo, asustado, perdido, enamorado. Una abrumadora oleada de cansancio me invadió con la fuerza de un huracán; me dije que podía tumbarme ahí mismo en la hierba, cerrar los ojos, dormir y confiar en que llegara la eternidad. Sería muy fácil rendirse ahora, poner mi alma en manos de Dios, permitir que el hambre y la privación me alcanzaran y me llevaran a un sitio lleno de paz, donde podría plantarme ante Kolek Boríavich y decirle que lo sentía.

Donde podría arrodillarme ante mis hermanas y decirles que lo sentía.

Donde podría esperar a que mi amada viniese a mí y decirle que lo sentía.

Anastasia.

Durante un instante más, el mundo permaneció en perfecto silencio.

Y entonces resonaron los disparos.

Primero fue uno, repentino, inesperado. Me estremecí. Abrí los ojos. Me incorporé y me quedé paralizado. Instantes después hubo una segunda detonación, que me dejó sin aliento. Luego sonaron tiros y más tiros, como si los bolcheviques estuviesen vaciando todas sus armas. El ruido fue tremendo. No pude moverme. Restallaron destellos, una y otra vez, cientos, a la izquierda de la escalera y al son de las armas. Diversas posibilidades acudieron a mi mente en tropel. Fue tan inesperado que no pude hacer más que quedarme donde estaba, preguntándome si el mundo entero habría llegado a su fin.

Tardé quince o veinte segundos en poder respirar de nuevo, y entonces traté de ponerme en pie. Tenía que verlo, tenía que ir allí, tenía que ayudarlos, fuera lo que fuese lo que había pasado. Me levanté por fin, pero antes de que pudiese dar un paso hubo un gran revuelo en los árboles y alguien se arrojó sobre mí y me derribó al suelo, donde quedé despatarrado, preguntándome qué ocurría. ¿Me habían disparado? ¿Era ése el momento de mi muerte?

Pero esa confusión sólo duró un instante, y retrocedí arrastrándome, escudriñando la oscuridad para ver quién estaba a mi lado. Vi quién era y solté un grito ahogado.

– ¡Georgi! -exclamó.

1918

Fue un instante que jamás había concebido en mi imaginación. Yo, Georgi Danílovich Yachmenev, hijo de un siervo, un don nadie, agazapado en un bosquecillo en la penumbra de una gélida noche en Ekaterimburgo, estrechando entre mis brazos a la mujer que amaba, la gran duquesa Anastasia Nikoláevna Romanova, hija menor de su majestad imperial el zar Nicolás II y la zarina Alejandra Fédorovna Romanova. ¿Cómo había llegado a eso? ¿Qué extraordinario destino me había llevado de las cabañas de troncos de Kashin al abrazo de una ungida por Dios? Tragué saliva con nerviosismo, y mi estómago llevó a cabo sus propias revoluciones mientras trataba de comprender qué había sucedido.

En la distancia, las luces de la casa Ipátiev se encendían y apagaban, y en su interior se oían los contradictorios sonidos de gritos airados y risas histéricas. Entornando los ojos, vi al cabecilla bolchevique ante una de las ventanas de arriba; la abrió, se asomó y estiró el cuello de forma casi obscena para observar el panorama de derecha a izquierda, antes de estremecerse de frío, volver a cerrarla y desaparecer de la vista.