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– Anastasia -musité, apartándola unos centímetros de mi cuerpo para verla mejor; ella había pasado los últimos minutos aferrada a mí, como si tratara de horadarme el pecho para llegar al corazón y encontrar allí su escondrijo-. Anastasia, amor mío, ¿qué ha ocurrido? He oído disparos. ¿Quién ha sido? ¿Los bolcheviques? ¿El zar? ¡Háblame! ¿Hay alguien herido?

No dijo una palabra; se quedó mirándome como si yo no fuera un hombre, sino una figura de una pesadilla que se disolvería en una miríada de fragmentos en cualquier instante. Parecía no reconocerme, ella, que me había hablado de amor, que me había prometido su devoción eterna. Le cogí las manos y a punto estuve de soltárselas. Si hubiese ido camino de la tumba no las habría tenido más frías. En ese instante perdió la compostura y empezó a temblar espasmódicamente; un sonido gutural de respiración torturada le brotó de la garganta, anticipando un grito inminente.

– Anastasia -repetí, cada vez más alarmado-. Soy yo, tu Georgi. Cuéntame qué ha pasado. ¿Quién estaba disparando? ¿Dónde está tu padre? ¿Y tu familia? ¿Qué les ha ocurrido? -Pero no hubo respuesta-. ¡Anastasia!

Empecé a experimentar el horror que sigue al reconocimiento de una matanza. De niño, había presenciado el sufrimiento y la muerte de gente de Kashin, con el cuerpo devastado por el hambre o la enfermedad. Al unirme a la Guardia Imperial había visto cómo conducían hombres a la muerte, unos impasibles, otros aterrados, pero jamás había visto tanto espanto contenido como el que reflejaba el cuerpo tembloroso de mi amada. Era obvio que había presenciado algo tan terrible que aún no podía asimilarlo, pero en mi juventud e inocencia no supe cuál era la mejor forma de ayudarla.

Las voces procedentes de la casa se tornaron más audibles, y yo atraje a Anastasia hacia el abrigo de la espesura. Aunque estaba seguro de que allí no podían vernos, me preocupó que ella recobrara de pronto el juicio y nos delatara; deseé haber llevado un arma encima, por si acaso.

Tres bolcheviques salieron por las altas puertas rojas de la casa y encendieron cigarrillos, hablando en voz baja. Vi el brillo de las cerillas al encenderse una y otra vez y me pregunté si ellos también estaban nerviosos o era que la brisa apagaba los fósforos. Estaba demasiado lejos para oír su conversación, pero al cabo de unos instantes uno de ellos, el más alto, soltó un grito de angustia y oí las siguientes palabras quebrando la paz de la noche:

– Pero si se descubre que ella ha…

Nada más. Siete simples palabras sobre las que he reflexionado muchas veces en el transcurso de mi vida.

Agucé la vista, tratando de descifrar el semblante de aquellos hombres, si era alegre, exaltado, nervioso, arrepentido, conmocionado, homicida, pero me resultó difícil saberlo. Miré a Anastasia, que me aferraba tan fuerte que me hacía daño. Ella alzó la vista en ese mismo instante, y su expresión de absoluto terror me hizo pensar que lo ocurrido en aquella maldita casa la había trastornado gravemente. Abrió la boca para inspirar hondo y yo, temiendo que empezara a gritar y revelara nuestra presencia, se la tapé con la mano, como había hecho con su hermana dos noches antes. La mantuve así, con todas las fibras de mi ser rebelándose ante semejante ofensa, hasta que por fin sentí que su cuerpo se desmadejaba contra el mío y apartaba la mirada, como si su voluntad de seguir luchando se hubiese agotado.

– Perdóname, tesoro mío -le susurré al oído-. Perdona mi brutalidad. Por favor, no tengas miedo. Los soldados están ahí fuera, pero yo velaré por ti. Debes seguir en silencio, amor mío. Si nos descubren, vendrán por nosotros. Nos quedaremos aquí hasta que vuelvan dentro.

La luna salió por detrás de una nube y bañó el rostro de Anastasia con su pálido resplandor. Parecía casi serena y tranquila, como siempre la imaginaba en mis fantasías cuando surgía ante mí en la quietud de la noche. Cuántas veces había soñado que me daba la vuelta en la cama para encontrármela ahí, que me incorporaba para observarla, la única belleza que había conocido en mis diecinueve años de vida. Cuántas veces había despertado empapado en sudor, avergonzado, con su imagen desvaneciéndose de mis sueños. Pero esa serenidad suya estaba tan reñida con nuestra precaria situación que me asustó. Era como si hubiera perdido la razón. En cualquier momento podía ponerse a gritar o reír, o echar a correr entre los árboles, rasgándose la ropa, si yo cometía la imprudencia de soltarla.

De modo que la sostuve con fuerza contra mí y, como era joven, imprudente y lujurioso, no pude evitar excitarme al sentir su cuerpo pegado al mío. «Ahora podría poseerla», pensé, y me odié por mi lascivia. Nos encontrábamos en una encrucijada terrible, en la que ser descubiertos podía significar la muerte, y sin embargo mis pulsiones instintivas surgían abyectamente. Me sentí asqueado de mí mismo. Aun así, no la solté.

Escudriñé entre los árboles, esperando que los soldados se fueran.

Y seguí sin soltarla.

Lo único que sabía con certeza era que teníamos que huir de allí. Lo que pretendía ser una cita romántica de dos jóvenes amantes se había convertido en algo muy distinto, y aunque mi alarma era menos visible que la de Anastasia, no era menos real. Yo había imaginado que ella llegaría a mis brazos sonriente y radiante; la misma chica cálida, atolondrada y afectuosa de quien me había enamorado en un lugar privilegiado, una chica a la que el tiempo transcurrido en Ekaterimbugo apenas habría apagado un poco. En su lugar, tenía entre mis brazos a una muda conmocionada, y cómo música de fondo el restallido de los disparos. Algo terrible había ocurrido en la casa Ipátiev, era obvio, pero Anastasia había conseguido librarse. Supuse que, si nos descubrían, no sobreviviríamos para ver la mañana.

Aunque la noche era oscura y fría, el instinto me dijo que debíamos emprender el camino hacia el este sin demora y, con suerte, buscar refugio en algún granero o carbonera. Ayudé a Anastasia, que parecía reacia a soltarme, a ponerse en pie, y le levanté la barbilla para que me mirara a los ojos. Intenté que se concentrara en mi mirada, transmitiéndole confianza, y sólo hablé cuando tuve la certeza de que me escuchaba.

– Anastasia -dije en voz baja pero resuelta-, no sé qué ha pasado esta noche y éste no es momento para explicaciones. Sea lo que sea, es irreparable. Pero tienes que decirme una cosa. Sólo una, amor mío. ¿Podrás hacerlo? -pregunté, pero ella siguió mirándome sin muestras de haberme entendido; confié en que una parte de su cerebro aún permaneciera receptiva y proseguí-: Tienes que decirme algo. Quiero llevarte lejos de aquí, que abandonemos este sitio ahora mismo, no mandarte de nuevo con tu familia. Anastasia, ¿es eso lo que debo hacer? ¿Hago bien si te llevo lejos de aquí?

En ese momento reinó tanta quietud entre nosotros que no me atreví a respirar. Yo la agarraba de los antebrazos, tan fuerte que en cualquier otra circunstancia ella habría chillado de dolor, pero no lo hizo. Examiné su rostro, ansioso por hallar algún indicio de respuesta, y entonces, con alivio, advertí que asentía casi imperceptiblemente con la cabeza y la volvía un poco hacia el este, como queriendo indicar que sí, que ésa era la dirección que debíamos tomar. Eso me dio la esperanza de que la verdadera Anastasia seguía estando tras aquel extraño semblante, aunque el esfuerzo de ese minúsculo gesto fue excesivo para ella y se derrumbó de nuevo contra mi pecho. Yo ya había tomado la decisión.

– Partimos ahora. Antes de que salga el sol. Debes encontrar fuerzas para caminar conmigo.

A lo largo de mi vida he pensado a menudo en ese momento, y me imagino inclinándome para levantarla del suelo y llevarla en brazos para intentar salvarla, aunque no lo consiguiera. Ése habría sido quizá el gesto heroico, el detalle que habría retratado adecuadamente tan dramático instante. Pero la vida no es poesía. Si bien Anastasia era una muchacha joven y ligera de peso, la dureza del clima, el frío pertinaz mordía cada parte expuesta de nuestro cuerpo de un modo que me recordaba al odioso cachorro de la emperatriz. Parecía que la sangre hubiese dejado de fluir para convertirse en hielo. Teníamos que caminar, movernos de forma constante aunque sólo fuera para que nuestra circulación sanguínea no se detuviera.