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– No lo sé, esta noche no la he visto.

Supuse que hablaban de mí, que los soldados me andaban buscando, pero no me moví y al cabo de unos segundos la habitación volvió a quedar en silencio.

Finalmente me incorporé. La ventana era alta, de modo que para cualquiera que estuviese dentro yo sólo sería visible de la boca para arriba. Observé la estancia que tantas veces había visto. Siempre estaba vacía, pero ahora había dos sillas junto a la pared. Mi padre estaba sentado en una de ellas, con Alexis en las rodillas. Mi hermano estaba medio dormido en sus brazos. Mi madre estaba junto a ellos; parecía inquieta y sus dedos toqueteaban el largo collar de perlas que llevaba al cuello. Olga, Tatiana y María estaban de pie detrás de ellos y me sentí culpable por no estar allí también. Poco después, quizá captando la intensidad de mi mirada, María se giró hacia la ventana, me vio y pronunció mi nombre:

– Anastasia.

Mis padres se volvieron y mi mirada se cruzó con la de ellos unos instantes. Mi madre pareció asombrada, como si no pudiera creer que yo estuviese fuera, pero mi padre me dirigió una mirada de feroz intensidad, llena de decisión y fuerza. Levantó la mano, Georgi, con la palma abierta, indicándome que me quedara exactamente donde estaba. Lo consideré una orden, la orden de un zar. Abrí la boca para decir algo, pero antes de que pudiese articular palabra, la puerta se abrió de par en par y mi familia se giró rápidamente hacia los guardias.

Los soldados formaron una hilera, y nadie habló durante unos segundos. Entonces el cabecilla sacó un papel del bolsillo. Dijo que lo lamentaba, pero que nuestra familia no podía salvarse, y antes de que yo entendiera el significado de esas palabras, sacó un revólver y le disparó a mi padre en la cabeza. Le disparó al zar, Georgi. Mi madre se santiguó, mis hermanas chillaron y se abrazaron, pero no tuvieron tiempo de hablar o sentir pánico, pues en ese momento cada soldado apuntó su arma y los acribillaron a todos. Les dispararon como a animales. Los mataron. Vi cómo caían. Vi cómo sangraban y cómo morían.

Y entonces me di la vuelta.

Y eché a correr.

No recuerdo otra cosa que el deseo de llegar a los árboles, de dejar atrás la casa, y me concentré en el bosque, donde sabía que estabas esperándome. Y al correr tropecé con algo y caí. Caí y aterricé en tus brazos.

Te encontré. Me estabas esperando.

Y el resto… el resto, Georgi, ya lo sabes.

Tardamos casi dos días en llegar, agotados, a Minsk. En la estación examinamos los horarios y la lista de destinos, temiendo pasar más tiempo en un vagón de tren, pero sabedores de que no teníamos alternativa. No podíamos quedarnos en Rusia. Jamás estaríamos a salvo allí.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Anastasia mientras mirábamos la lista de ciudades con las que podíamos enlazar.

Roma, Madrid, Viena, Ginebra. Copenhague, quizá, donde su abuelo era rey.

– A donde tú quieras, Anastasia. Donde te sientas a salvo.

Señaló una ciudad y yo asentí con la cabeza, pues me gustó su romanticismo.

– A París, entonces -anuncié.

– Georgi… -Me cogió del brazo, inquieta-. Una cosa más.

– Sí.

– Mi nombre. No debes volver a llamarme así. No podemos arriesgarnos a que nos descubran. A ti no te estarán buscando, nadie sabía de nuestra relación excepto María, y ella… -Titubeó, pero recuperó la compostura y continuó-: A partir de hoy ya no puedes llamarme Anastasia.

– Por supuesto. Pero ¿cómo he de llamarte, entonces? No se me ocurre ningún nombre mejor que el tuyo.

Ella agachó la cabeza y reflexionó unos instantes. Cuando alzó la vista, fue como si se hubiera convertido en una persona distinta, una joven que se embarcaba en una nueva vida para la que no tenía expectativas.

– Llámame Zoya -contestó en voz baja-. Significa «vida».

1981

Son casi las once de la noche cuando suena el teléfono. Estoy sentado en una butaca ante nuestra pequeña chimenea de gas, con una novela sin abrir en las manos y los ojos cerrados, pero no estoy dormido. El teléfono está cerca, mas no descuelgo de inmediato, permitiéndome un instante final de optimismo antes de contestar y enfrentarme a la noticia. Suena seis, siete, ocho veces. Por fin alargo una mano y levanto el auricular.

– ¿Sí?

– ¿Señor Yáchmenev?

– Al habla.

– Buenas noches, señor Yáchmenev -dice una voz de mujer en el otro extremo de la línea-. Siento llamarlo tan tarde.

– No se preocupe, doctora Crawford -contesto, pues la he reconocido de inmediato; al fin y al cabo, ¿quién si no va a llamar a estas horas?

– Me temo que no tengo buenas noticias, señor Yáchmenev. A Zoya no le queda mucho.

– Según usted, aún podían ser semanas -replico, pues es lo que me dijo ese mismo día, poco antes de marcharme del hospital para pasar la noche en casa-. Ha dicho que no había motivo inminente de preocupación. -No estoy enfadado con la doctora, sólo confuso. Cuando un médico te dice algo, escuchas y lo crees. Y te vas a casa.

– Ya lo sé -admite con tono un poco contrito-. Y es lo que pensaba en ese momento. Por desgracia, su mujer ha empeorado esta noche. Señor Yáchmenev, es su decisión, por supuesto, pero creo que sería mejor que viniera.

– No tardaré en llegar -replico, y cuelgo.

Por suerte, aún no me he puesto el pijama, así que sólo tardo unos instantes en coger la cartera, las llaves y el abrigo para dirigirme hacia la puerta. Se me ocurre una cosa y titubeo, preguntándome si puede esperar, pero decido que no; vuelvo a la salita y telefoneo a mi yerno Ralph para informarle.

– Michael está aquí -me dice, y me alegro, porque no tengo otra forma de contactar con mi nieto-. Nos vemos dentro de un rato.

Una vez en la calle, me cuesta unos minutos localizar un taxi, pero por fin se acerca uno; levanto la mano y el vehículo se detiene junto al bordillo. Abro la puerta de atrás, y antes de cerrarla ya le he dado el nombre del hospital al taxista, que empieza a arrancar. Siento la brisa en el rostro y cierro la puerta con firmeza.

A esas horas de la noche las calles están menos tranquilas de lo que esperaba. Grupos de jóvenes emergen de los bares blandiendo dedos ante los demás, decididos a hacerse oír. Más allá, una pareja se pelea y una joven trata de detenerlos interponiéndose entre los golpes; sólo los veo unos instantes al pasar, pero sus caras de odio resultan inquietantes.

El taxi gira de pronto a la izquierda, luego a la derecha, y antes de que me dé cuenta estamos pasando ante el Museo Británico. Miro los dos leones que flanquean la entrada, y me veo allí titubeando antes de entrar a ver al señor Trevors la mañana que me entrevistó, la misma mañana que Zoya empezó a trabajar como operaria en la fábrica de costura Newsom. Fue hace mucho tiempo, yo era muy joven y la vida era difícil; habría dado lo que fuera por estar ahí de nuevo y comprender lo afortunado que era. Por tener juventud y a mi esposa, nuestro amor y nuestra vida por delante.

Cierro los ojos y trago saliva. No voy a llorar. Ya habrá tiempo para las lágrimas esta noche. Pero todavía no.

– ¿Le va bien aquí, señor? -pregunta el taxista deteniéndose en la entrada de visitantes, y le digo que sí, que va bien, y le tiendo el primer billete que encuentro; es demasiado, ya lo sé, pero no me importa.