Выбрать главу

– Era un gruñón -sonrió Zoya.

– Sí. Y entonces me ordenaron entrar a conocer a tu padre. -Traté de que los recuerdos no me abrumaran-. De eso hace más de sesenta años. Casi no puedo creerlo.

– Ven -dijo Zoya echando a andar hacia la plaza, y la seguí con cautela.

Se había quedado muy callada, sin duda con la mente rebosante de recuerdos, más de los que yo tenía de ese lugar; al fin y al cabo, ella había crecido allí. Su infancia, y la de sus hermanos, había transcurrido en el interior de aquellos muros.

– El palacio estará cerrado a estas horas de la noche, Zoya. Mañana, quizá, si quieres entrar…

– No -se apresuró a contestar-. No, no quiero. No hace falta. Mira, Georgi, ¿te acuerdas?

Estábamos en el pequeño pórtico de la entrada, rodeados por los doce pilares de la columnata, donde aquel jinete que pasó cabalgando deprisa la había asustado y ella acabó entre mis brazos. El sitio donde nos besamos por primera vez.

– Ni siquiera nos habíamos dirigido la palabra -dije, riendo al recordarlo.

Zoya me abrazó de nuevo en aquella plaza donde habíamos estado tantos años atrás. Esta vez, cuando nos separamos, nos costó hablar. Yo me sentía cada vez más abrumado por la emoción y me pregunté si no habría sido mala idea haber vuelto allí. Volví la vista hacia la plaza y hurgué en el bolsillo en busca del pañuelo para enjugarme las comisuras de los ojos, decidido a no perder el control sobre mis emociones.

– Zoya… -dije volviéndome hacia ella, pero ya no estaba a mi lado.

Miré alrededor, inquieto, y tardé unos instantes en localizarla. Se había internado en el jardín que se extendía ante la puerta del palacio y estaba sentada junto a la fuente. La observé, recordando aquella vez en que también la había visto junto a la fuente, de perfil, y entonces ella volvió la cabeza y me sonrió.

Podría haber vuelto a ser una jovencita.

Regresamos al hotel lentamente por la ribera del Neva.

– ¡El puente del Palacio! -exclamó Zoya, señalando la enorme estructura que conectaba la ciudad, desde el Hermitage pasando por la isla de Vasilievski-. Lo terminaron.

Reí.

– Por fin. Todos aquellos años con una obra a medias… Primero no podían acabarla, no fuera a despertaros el ruido por las noches, y luego…

– La guerra.

– Sí, la guerra.

Nos detuvimos a verlo y sentimos una oleada de orgullo. Era una obra estupenda. Se había completado por fin. Ya había un enlace con la gente de la isla. Ya no estaban tan solos.

– Disculpen -dijo una voz a nuestra derecha, y al volvernos vimos a un anciano caballero, ataviado con un grueso abrigo y bufanda-. ¿Fuego?

– Lo siento -contesté, mirando el cigarrillo que sostenía ante mí-. Me temo que no fumo.

– Tenga -dijo Zoya, rebuscando en el bolso para sacar una caja de cerillas; ella tampoco fumaba, y me sorprendió que las llevara, pero lo cierto es que el contenido del bolso de mi esposa siempre había sido un misterio para mí.

– Gracias -respondió el hombre cogiendo la caja.

Advertí que su acompañante -supuse que era su esposa- miraba a Zoya. Las dos eran más o menos de la misma edad, y en ambos casos la edad no había minado su belleza. De hecho, lo único que estropeaba las elegantes facciones de la mujer era una cicatriz que le recorría la mejilla izquierda desde el ojo hasta más allá del pómulo. El hombre, apuesto y de espeso cabello blanco, encendió el cigarrillo, sonrió y nos dio las gracias.

– Que disfruten de la tarde -dijo.

– Gracias -contesté-. Igualmente.

Él cogió de la mano a su esposa, que miraba a Zoya con expresión serena. Ninguno de los cuatro habló durante unos instantes, y finalmente la mujer inclinó la cabeza.

– ¿Puede darme su bendición? -preguntó.

– ¿Mi bendición? -repitió Zoya, y la voz se le quebró.

– Por favor, alteza.

– Tiene mi bendición -contestó mi esposa-. Y, por poco que valga, confío en que le traiga la paz.

Hay luz, ya es de día, y la sala de estar me parece fría y poco acogedora cuando abro la puerta y entro. Me detengo un momento, echo un vistazo a la mesa, la cocina, las butacas, el dormitorio, a ese reducido lugar en que hemos compartido nuestra vida, y titubeo. No estoy seguro de poder ir más allá.

– No hace falta que vuelvas aquí -dice Michael, titubeando a su vez en el umbral-. Quizá sea buena idea que hoy te vengas con papá y conmigo, ¿no crees?

– Lo haré -contesto-. Más tarde. Esta noche, quizá. Ahora no, si no te importa. Creo que me gustaría quedarme aquí. Al fin y al cabo, es mi casa. Si no entro ahora, nunca entraré.

Él asiente y cierra la puerta. Vamos hasta el centro de la habitación, nos quitamos el abrigo y los dejamos sobre una silla.

– ¿Un té? -me ofrece, llenando ya la tetera, y yo sonrío y asiento con la cabeza. Qué inglés es mi nieto.

Él se apoya contra el fregadero mientras espera que hierva el agua y yo me siento en mi butaca, sonriendo. Michael lleva una camiseta con una leyenda graciosa en la pechera; eso me gusta: ni siquiera se le ha pasado por la cabeza vestirse con mayor sobriedad.

– Gracias, por cierto -le digo.

– ¿Por qué?

– Porque fueses anoche al hospital. Tú y tu padre. No estoy seguro de que hubiera superado la noche sin vosotros.

Se encoge de hombros y me pregunto si va a echarse a llorar otra vez; lo hizo tres o cuatro veces en el transcurso de la noche. Una, cuando le dije que su abuela había fallecido. Otra, cuando entró a verla. Otra más, cuando lo estreché entre mis brazos.

– Pues claro que fui -dice, y su tono es nervioso y cargado de emoción-. ¿Cómo no iba a ir?

– Gracias de todos modos. Eres un buen chico.

Michael se enjuga los ojos; luego pone bolsitas de té en dos tazas, las llena con agua hirviendo y aprieta las bolsitas con una cuchara en lugar de preparar la infusión en una tetera. Si su abuela estuviese aquí, lo desollaría vivo.

– No tienes que pensarlo ahora mismo -dice, sentándose frente a mí y dejando las tazas en la mesa-. Pero ya sabes que puedes venir a casa, ¿verdad? A vivir con nosotros, quiero decir. A papá le parecería bien.

– Ya lo sé -contesto con una sonrisa-. Y os lo agradezco a los dos. Pero creo que no. Todavía estoy sano, ¿no crees? Puedo apañármelas. Pero vendrás a visitarme, ¿verdad? -añado con nerviosismo, no muy seguro de por qué lo pregunto si ya sé la respuesta.

– Por supuesto que sí -asegura abriendo mucho los ojos-. Dios santo, todos los días si puedo.

– Michael, si vienes todos los días no te abriré la puerta. Una vez por semana estará bien. Tienes tu propia vida.

– Dos veces por semana, entonces.

– Vale -respondo, aunque no pretendo llegar a ningún trato.

– Y ya sabes que se estrena mi obra, ¿no? Dentro de dos semanas. Vendrás la noche del estreno, ¿verdad?

– Lo intentaré -contesto, pues no sé muy bien si realmente podré asistir sin Zoya a mi lado. Sin Anastasia. Veo la decepción en su rostro y sonrío para tranquilizarlo-. Haré todo lo posible, Michael. Te lo prometo.

– Gracias.

Charlamos un rato más y luego le digo que debería irse a casa, que debe de estar cansado porque lleva levantado toda la noche.

– ¿Seguro? -replica poniéndose en pie, desperezándose y bostezando-. Me refiero a que puedo dormir aquí si lo prefieres.

– No, no. Ya es hora de que te vayas a casa. Los dos necesitamos dormir un poco. Y creo que me gustará estar un rato a solas, si no te molesta.

– Vale -acepta, y se pone el abrigo-. Te llamaré más tarde. Hay que… -Vacila, pero decide continuar-: Ya sabes, hay que cumplimentar ciertos trámites.

– Sí, lo sé -contesto, acompañándolo a la puerta-. Pero podemos hablar de eso más tarde. Nos vemos esta noche.