Decidimos marcharnos de allí repentinamente. Estaba tan pálido como un muerto y apenas respiraba. ¿Cómo conseguiríamos regresar a la calle Childebert? Nos encontrábamos en territorio desconocido. Allá hacia donde avanzásemos, presas del pánico, nos dábamos de bruces con el infierno, con borrascas de cenizas, truenos de explosiones, avalanchas de ladrillos. El barro y los desechos pegajosos borboteaban debajo de nuestros pies, mientras intentábamos desesperadamente encontrar una salida. «¡Apártense, por todos los diablos!», berreó una voz furiosa, mientras toda una fachada se derrumbaba a poca distancia de nosotros, con un ruido ensordecedor que se mezclaba con el alarido muy agudo de los cristales rotos.
Tardamos horas en llegar a casa. Aquella noche, usted permaneció mucho tiempo en silencio. Apenas probó la cena y le temblaban las manos. Fui consciente de que llevarlo a ver la destrucción había sido un tremendo error. Yo me esforzaba para reconfortarle, le repetía las mismas palabras que usted había dicho cuando nombraron al prefecto: «Nunca tocarán la iglesia, ni las casas de su alrededor, no corremos ningún riesgo, la casa no corre ningún peligro».
Usted no me escuchaba, tenía los ojos vidriosos, muy abiertos, y yo sabía que seguía viendo cómo se derrumbaban las fachadas, las brigadas de obreros encarnizándose con los edificios, las llamas voraces en el abismo. Creo que en ese instante los síntomas de su enfermedad se manifestaron. Antes yo no me había percatado, pero entonces se hicieron evidentes. Su mente había caído presa de la confusión. Estaba agitado, distraído, parecía perdido. A partir de ese momento, se negó a salir de casa, ni siquiera a dar un breve paseo por los jardines. Se quedaba parado en el salón, con la espalda derecha, frente a la puerta. Pasaba las horas allí sentado, sin prestar atención a mi presencia, ni a la de Germaine, o a la de cualquiera que le dirigiese la palabra. Murmuraba que era el hombre de la casa. Sí, eso era exactamente, el hombre de la casa. Nadie tocaría su casa. Nadie.
Después de su muerte, continuaron las destrucciones bajo la despiadada dirección del prefecto y de su equipo sediento de sangre, pero en otras zonas de la ciudad. En lo que a mí respecta, ya solo pensaba en aprender a sobrevivir sin usted.
No obstante, hace dos años, mucho antes de que llegara la carta, ocurrió un incidente. Entonces supe, sí, lo supe.
Aquello se produjo cuando salía de la tienda de la señora Godfin con la infusión de manzanilla. Me fijé en un caballero que estaba de pie, en la esquina de la calle, delante de la fuente. Se dedicaba a colocar meticulosamente una máquina fotográfica, con un respetuoso ayudante dando vueltas a su alrededor. Recuerdo que era temprano y la calle aún estaba en calma. El hombre era de baja estatura, fornido, con el pelo y el bigote canosos. Antes yo no había visto muchos de esos aparatos, solo en la tienda del fotógrafo, en la calle Taranne, donde nos hicimos nuestros retratos.
Al acercarme, aminoré el paso y lo observé manos a la obra. El asunto parecía complicado. Al principio, no entendí qué fotografiaba, no había nadie salvo yo. El chisme enfocaba hacia la calle Ciseaux. Mientras el hombre se afanaba, pregunté con discreción al joven ayudante qué hacían.
– El señor Marville es el fotógrafo personal del prefecto -afirmó el joven, casi hinchando el pecho de orgullo.
– Entiendo… -respondí-. ¿Y a quién pretende fotografiar ahora el señor Marville?
El ayudante me miró de arriba abajo como si acabara de decir una auténtica estupidez. Tenía cara de palurdo y una mala dentadura para su edad.
– Bueno, señora, no hace fotografías de personas. Fotografía las calles.
Y bombeó una vez más el pecho antes de soltar:
– Siguiendo las órdenes del prefecto y con mi ayuda, el señor Marville fotografía las calles de París que deben destruirse para las renovaciones.
Capítulo 15
Vaucresson, 28 de abril de 1857
Mi querida hermana:
Ya estamos instalados en nuestra nueva casa, en Vaucresson. Pienso que solo necesitaríais una o dos horas para venir avernos, si Armand y tú asilo decidierais, cosa que espero. Sin embargo, sé muy bien que esa visita depende de las fuerzas de tu marido. La última vez que lo vi, su salud se había debilitado mucho. Te escribo estas letras para decirte qué injusta me parece vuestra situación. Estos últimos años, Armand y tú siempre me habéis parecido una pareja profundamente feliz. En mi opinión, esa suerte es rara. Sin duda, recuerdas nuestra infancia miserable y el cariño superficial que nos concedía nuestra madre (bendita sea su alma). También yo he fundado una familia con Édith, pero creo que no comparto con mi esposa algo tan profundo y fuerte como lo que te une a tu marido. Sí, la vida ha sido cruel con vosotros, sigo sin poder decidirme a escribir el nombre de mi sobrino. No obstante, pese a los golpes de la suerte, Armand y tú siempre habéis sabido recuperaros, y eso lo admiro sin reservas.
Rose, creo que nuestra casa te gustaría. Se levanta en un alto y dispone de un gran jardín frondoso que los niños adoran. La casa es espaciosa y soleada, y muy alegre. Está alejada de los ruidos y la polvareda de la ciudad, lejos de las obras del prefecto. A veces, pienso que Armand sería más feliz en un lugar como este que en la oscura calle Childebert. El suave perfume de la hierba, los árboles alrededor, el canto de los pájaros… Sin embargo, sé cuánto amáis vuestro barrio. Qué curioso, ¿no te parece? Durante toda mi infancia, que pasé contigo en la plaza Gozlin, soñé que algún día me marcharía de allí. Édith y yo vivimos mucho tiempo en la calle Poupée, cuando ya estaba condenada, y yo sabía que no acabaría mis días en la ciudad. El día que recibimos la carta de la prefectura, la que nos informaba de la próxima destrucción de nuestra casa, comprendí que se nos ofrecía el cambio que siempre había esperado.
Rose, piensas que la calle Childebert no corre ningún peligro, porque se encuentra muy cerca de la iglesia de Saint-Germain. Sé lo que significa la casa familiar para Armand. Perder esa casa sería un desastre absoluto. Sin embargo, ¿no te parece poco razonable concederle tanta importancia? ¿No crees que sería más sensato abandonar la ciudad? Yo podría ayudaros a encontrar un lugar encantador aquí, cerca de nosotros, en Vaucresson. Aún no tienes cincuenta años, estás a tiempo de pasar página y volver a empezar, y sabes que Édith y yo os ayudaríamos. Violette está bien casada, sus hijos se crían rodeados de felicidad en Tours, ya no necesita a sus padres. En París nada os retiene.
Rose, te lo suplico, reflexiona, piensa en la salud de tu esposo y en tu bienestar.
Tu hermano, que te quiere,
Émile
Capítulo 16
Qué dulce alivio estar segura de que ningún alma viva pondrá los ojos encima de lo que he garabateado en mi cuchitril. Me siento liberada y el fardo de mis confesiones me parece un poco menos insoportable. Armand, ¿está conmigo? ¿Puede oírme? Me gusta pensar que está a mi lado. Habría querido disponer de un aparato fotográfico, como el del señor Marville, y grabar en la película todas las habitaciones de la casa para inmortalizarla.
Habría empezado por nuestro dormitorio. El corazón de la casa. Cuando los mozos de la mudanza vinieron a cargar los muebles para enviarlos a casa de Violette, pasé un buen rato en el dormitorio. Estaba allí, en el lugar que ocupaba nuestra cama, frente a la ventana, y pensé: «Aquí nació usted y aquí murió. Aquí di a luz a nuestros hijos».
Nunca olvidaré el papel de color amarillo canario, las cortinas de color burdeos, el riel con la cabeza en punta de flecha; la chimenea de mármol, el espejo ovalado con su marco dorado, el gracioso escritorio con los cajones llenos de cartas, sellos y el portaplumas. Recuerdo la mesita con marquetería de palisandro donde usted dejaba las gafas y los guantes, y yo apilaba los libros que compraba en la tienda del señor Zamaretti, la gran cama de caoba con ornamentos de bronce, y sus zapatillas de fieltro gris en el lado izquierdo, donde dormía. No, jamás olvidaré cómo brillaba el sol hasta en las mañanas de invierno y deslizaba sus triunfantes dedos de oro por las paredes, haciendo que el amarillo del papel se convirtiera en fuego incandescente.