Cuando pienso en nuestro dormitorio, me viene a la memoria el dolor agudo del parto. Se dice que las mujeres lo olvidan con el tiempo, pero eso es falso, yo nunca olvidaré el día que nació Violette. Mi madre no me había preparado para las cosas de la vida antes de la boda. Por otra parte, ¿de qué me había hablado? Por más que lo intente, no puedo recordar ni una sola conversación interesante. Su propia madre me había susurrado algunas palabras antes de que guardara cama para dar a luz a nuestro primer hijo. Me había dicho que fuera valiente, lo que me dejó helada. El médico era un señor muy tranquilo, parco en palabras. La comadrona que me visitaba siempre tenía prisa, porque otra señora del barrio necesitaba sus servicios. Yo había llevado bien el embarazo, casi sin náuseas ni otras molestias. Tenía veintidós años y rebosaba salud.
El calor fue agobiante aquel mes de julio de 1830. Hacía semanas que no llovía. Empezaron los dolores y las punzadas en la espalda eran cada vez más fuertes. De pronto, pensé si lo que me aguardaba no sería completamente abominable. Al principio, no me atreví a quejarme. Estaba tumbada en la cama y mamá Odette me daba palmaditas en la mano. La comadrona llegó tarde. Había quedado atrapada en una revuelta y se presentó sin aliento, con el sombrero del revés. No teníamos ni idea de lo que ocurría fuera. En voz baja, la informó de que la población empezaba a manifestarse, que las cosas adquirían mal cariz. Creyó que yo no podía oírla; se equivocaba.
Mientras las horas se desgranaban y yo iba comprendiendo, con una ansiedad que iba en aumento, lo que mamá Odette había querido decir cuando me deseó que fuera «valiente», se hizo incuestionable que nuestro hijo había elegido venir al mundo en medio de una violenta revolución. Desde nuestra callejuela, podíamos oír el rumor creciente del levantamiento. Empezó con alaridos y gritos y el martilleo de los cascos de los caballos.
Los vecinos aterrorizados le anunciaron que la familia real había emprendido la huida.
Yo oía todo aquello de lejos. Me pusieron un paño mojado en la frente, aunque eso no apaciguó el dolor ni atenuó el calor. De vez en cuando, tenía vómitos, se me retorcían las entrañas, pero solo devolvía bilis. Deshecha en lágrimas, confesé a mamá Odette que no podría llegar hasta el final de esa prueba. Ella se esforzó por calmarme; sin embargo, me daba cuenta de que estaba preocupada, iba continuamente a la ventana, desde donde observaba la calle. Bajó a charlar con los vecinos. A nadie parecíamos preocuparle ni mi bebé ni yo. Las revueltas eran la primera inquietud. ¿Qué pasaría si todos se fueran de casa, incluida la comadrona, y me dejasen allí abandonada, impotente? ¿Todas las mujeres habían vivido ese horror o era solo yo? ¿Mi madre habría sentido lo mismo, y mamá Odette cuando le dio a luz a usted? Unas preguntas impensables que no me atrevía a formular y que ahora puedo escribir porque sé que nadie leerá estas líneas.
Recuerdo que me eché a llorar y no podía parar, el terror me perforaba el estómago. Retorciéndome en la cama, bañada en sudor, podía oír los gritos que entraban por la ventana abierta: «¡Abajo los Borbones!». El rugido sordo de los cañones nos sobresaltó y la comadrona no dejaba de santiguarse muy nerviosa. El petardeo seco de los mosquetones nos llegaba desde poca distancia y yo rezaba para que llegase el bebé y terminara la insurrección. Lo último que me preocupaba era la suerte del rey, y qué sería de nuestra ciudad. ¡Qué egoísta fui!, solo pensaba en mí, ni siquiera en el bebé, únicamente en mí y en mi monumental sufrimiento.
Aquello duró horas, la noche se convirtió en día mientras tizones ardientes seguían azotándome el cuerpo. Usted había desaparecido discretamente y debía de estar abajo, en el salón, con mamá Odette. Al principio, hice todo lo posible para contener los gritos, pero pronto las oleadas insoportables de dolor me invadieron de nuevo, cada vez más violentas. No pude sino ceder a los aullidos, aunque intentaba ahogarlos con la palma de la mano o con la almohada. Me dominó el delirio de mi tortura y empecé a chillar a pleno pulmón, me traían sin cuidado la ventana abierta y su presencia en la planta baja. Nunca había gritado tan fuerte. Tenía la garganta desgarrada. No me quedaban lágrimas. Pensaba que moriría. Incluso, a veces, en el colmo de lo insoportable, llegaba a desear la muerte.
Sin embargo, cuando la potente campana mayor de Notre-Dame tocó a rebato con vigor, en una letanía infernal, que me atravesó el cerebro agotado como un martillo pilón, el bebé nació al fin, en el momento álgido de la revuelta, mientras los insurrectos asaltaban el ayuntamiento. Mamá Odette se enteró de que la bandera tricolor del pueblo ondeaba en los tejados y que la bandera blanca y oro de los Borbones había desaparecido.
Usted había oído decir que había numerosas víctimas entre la población civil.
Una niña. Estaba demasiado cansada para sentirme decepcionada. Me la pusieron sobre el pecho y mientras la contemplaba, una criatura arrugada que hacía muecas, inexplicablemente, no sentí ningún arrebato de amor, ningún orgullo. La niña me rechazó con sus puños minúsculos al tiempo que maullaba un quejido. Y treinta y ocho años más tarde, nada ha cambiado. No entiendo qué ocurrió. No puedo explicarlo. Es un misterio para mí. ¿Por qué se quiere a un hijo y a otro no? ¿Por qué un niño rechaza a su madre? ¿De quién es la culpa? ¿Por qué sucede desde el mismo instante del nacimiento? ¿Por qué no se puede hacer nada?
Su hija se ha convertido en una mujer dura, toda huesos y angulosa, no tiene ni una onza de su dulzura o de mi amabilidad. ¿Cómo se puede llevar dentro a niños de la propia carne, de la propia sangre y que a uno le parezcan extraños? Supongo que se parece a usted, tiene sus ojos, su pelo negro y su nariz. No es guapa, pero habría podido serlo si hubiera sonreído más. Ni siquiera posee la petulancia de mi madre ni su coqueta vanidad que, de vez en cuando, resultaba divertida. ¿Qué puede ver en ella mi yerno, el elegante y correcto Laurent? Una perfecta ama de casa, imagino. Creo que cocina bien. Gobierna el hogar de su marido, médico rural, con mano de hierro. Y sus hijos…, Clémence y Léon…, apenas los conozco… Hace años que no veo sus dulces caritas.
A día de hoy es lo único que lamento. Como abuela, me habría gustado tejer lazos con mi descendencia. Es demasiado tarde. Quizá el hecho de haber sido una niña frustrada me convirtió en una madre incompetente. Tal vez la falta de amor entre Violette y yo sea por mi culpa. Quizá hubiera que censurarme. Lo veo acariciándome el brazo con esa expresión, con el aspecto de decirme: «Vamos, vamos». No obstante, fíjese, Armand, quería muchísimo más a nuestro niño. ¿Sabe?, podría decirse que fue algo que me salió de dentro. Hoy, en el invierno de mis días, puedo considerar el pasado y afirmarlo casi sin dolor, aunque no sin remordimientos.
Querido, cuánto lo echo de menos. Miro su última fotografía, la de su lecho de muerte. Le pusieron su elegante traje negro, el de las grandes ocasiones. Le peinaron el pelo, con muy pocas canas, hacia atrás y también el bigote. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho. ¿Cuántas veces he mirado ese retrato desde que me dejó? Creo que miles.
Capítulo 17
Queridísimo, acabo de vivir el peor de los horrores. Me tiemblan las manos tanto que apenas puedo escribir. Mientras observaba cada detalle de su cara, un estruendo ha sacudido la puerta de entrada. Alguien intentaba entrar. He dado un salto, con el corazón en la garganta, y he tirado la taza de té. Me he quedado paralizada. ¿Podrán oírme? ¿Se darán cuenta de que aún queda alguien en la casa? Me he agachado cerca de la pared y me he acercado a la puerta lentamente. Se oían voces fuera y unos pies arrastrando en el umbral. El pestillo aún se movía. He puesto el oído en la puerta con la respiración entrecortada. Unas voces masculinas resonaban altas y claras en la mañana glacial.