No hice caso del atentado, ni del corso que lo perpetró, Orsini (murió guillotinado), ni del móvil. Usted se iba y era lo único que me importaba.
Murió apaciblemente, sin sufrir, en la cama de caoba. Parecía aliviado por deshacerse de este mundo y de lo que iba unido a él, que no comprendía. Durante los últimos años, lo vi hundirse en la enfermedad que merodeaba por los recovecos de su mente, de la que los médicos hablaban con prudencia. No se podía ver ni valorar. No creo que siquiera tuviera nombre. Ningún remedio habría podido curarlo.
Hacia el final, ya no soportaba la luz del día. A partir del mediodía, pedía a Germaine que cerrara los postigos del salón. A veces me sorprendía usted dando un respingo en el sillón y, con el oído alerta, al acecho, decía: «¿Ha oído, Rose?». Yo no había oído nada, ni una voz, ni un ladrido, ni el crujido de una puerta, pero había aprendido a responder que sí, que yo también lo había oído. Y cuando agitado, con las manos crispadas, empezaba a repetir sin cesar que venía la emperatriz a tomar el té, que Germaine tenía que preparar fruta fresca, igualmente aprendí a asentir con la cabeza y a murmurar con tono apaciguante que, por supuesto, todo estaría preparado. Todas las mañanas le gustaba leer detenidamente el periódico. Lo espulgaba hasta la propaganda. Siempre que aparecía el nombre del prefecto, lanzaba una sarta de insultos, algunos de ellos particularmente groseros.
El Armand al que echo de menos no es la persona mayor y perdida en la que se convirtió a los cincuenta y ocho años, cuando vino la muerte a llevarlo. El Armand con el que ardo en deseos de encontrarme es el joven de la sonrisa dulce, vigoroso, que usaba pantalón. Estuvimos casados treinta años, mi amor. Quiero restablecer los primeros días de pasión, sus manos en mi cuerpo, el placer secreto que me daba. Nadie leerá estas líneas jamás, así que puedo tranquilamente decirle cuánto me satisfacía, qué ardiente esposo era. En esa habitación de la primera planta, nos amamos como deberían hacerlo un hombre y una mujer. Luego, cuando la enfermedad empezó a roerlo, sus caricias amantes se hicieron más escasas y, con el tiempo, desaparecieron lentamente. Yo pensaba que ya no despertaba su deseo. ¿Habría otra mujer? Se disiparon mis temores pero nació una nueva angustia cuando comprendí que ya no sentía deseo, ni por otra mujer ni por mí. Estaba enfermo y el deseo se había marchitado para siempre.
Hacia el final, vivimos el espantoso día en el que me recibió Germaine, deshecha en lágrimas, en la calle, cuando volvía del mercado con Mariette. Usted se había ido. La chica encontró el salón vacío, además habían desaparecido el bastón y el sombrero. ¿Cómo había podido ocurrir? Detestaba salir de casa. Jamás lo hacía. Buscamos por todo el barrio. Entramos en cada uno de los establecimientos, desde el hotel de la señora Paccard hasta la tienda de la señora Godfin, pero nadie lo había visto esa mañana, ni el señor Horace, que pasaba mucho rato en el umbral de la puerta, ni el personal de la imprenta cuando hizo un descanso. No había ni rastro de usted. Fui corriendo a la comisaría, que estaba cerca de Saint-Thomas-d'Aquin, y expuse la situación. Mi esposo, un señor mayor un poco turbado, había desaparecido tres horas antes. Yo odiaba describir el mal que lo aquejaba, decirles que había perdido la cabeza, que, en ocasiones, podía mostrarse temible cuando su confusión tomaba las riendas. Les confesé que a menudo olvidaba su nombre. ¿Cómo podría regresar a casa si tampoco recordaba la dirección? El comisario era un buen hombre. Me pidió que lo describiera con detalle. Envió una patrulla a buscarlo y me dijo que no me preocupara; lo que hice, pese a todo.
A la tarde estalló una tormenta terrible. La lluvia martilleaba el tejado con una fuerza espantosa y los truenos rugían hasta hacer temblar los cimientos. Pensaba en usted, enloquecida. ¿Qué estaría haciendo en ese momento?, ¿habría encontrado refugio en alguna parte?, ¿lo habría cobijado alguien? ¿O algún abyecto desconocido, aprovechándose de su confusión, habría cometido una fechoría odiosa?
Llovía a cántaros, yo estaba de pie junto a la ventana, mientras Germaine y Mariette lloraban a mi espalda. No pude más. Salí, pronto el paraguas no sirvió para nada y me empapé hasta los huesos. A duras penas llegué a los jardines inundados de agua, que se extendía delante de mí como un mar de barro amarillo. Me esforcé por adivinar adonde podría haber ido. ¿A la tumba de su madre y de su hijo? ¿A alguna iglesia? ¿A un café? Se hacía de noche y ni rastro de usted. Regresé a casa titubeante, afligida. Germaine me había preparado un baño muy caliente. Los minutos desfilaban lentamente. Ya habían pasado más de doce horas desde que se había ido. El comisario se presentó con cara seria. Había enviado a sus hombres a todos los hospitales del vecindario, para comprobar si había ingresado en alguno. Sin resultado. Antes de irse me conminó a mantener la esperanza. Nos sentamos a la mesa, frente a la puerta, en silencio. La noche avanzaba. No pudimos comer ni beber. A Mariette le jugaron una mala pasada los nervios y la envié a acostarse; apenas se tenía en pie.
En plena noche, llamaron a la puerta. Germaine corrió a abrir. Se presentó un desconocido, un joven elegante, vestido con chaqueta y pantalón de caza. Y usted estaba a su lado, macilento pero sonriente, sujeto del brazo del padre Levasque. El desconocido nos explicó que había ido de caza al bosque de Fontainebleau con unos amigos, al atardecer, y que se encontró con aquel desconocido que parecía perdido. Al principio, no pudo decir su identidad, pero, más tarde, empezó a hablar de la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, de tal forma que el joven cazador lo llevó allí en su calesa. El padre Levasque añadió que se habían presentado en la iglesia y que, claro está, había reconocido a Armand Bazelet inmediatamente. Tenía usted una expresión de sorpresa, amable. Yo estaba impresionada. El bosque se encontraba a kilómetros de distancia. Había ido una vez de niña, y el viaje duró toda la mañana. ¿Cómo diantre habría llegado hasta allí? ¿Quién lo había llevado y cómo?
Di las gracias efusivamente al joven y al padre Levasque, y a usted lo hice entrar despacito. Comprendí que era inútil preguntarle, no tendría ninguna respuesta que dar. Lo sentamos y examinamos minuciosamente. Tenía la ropa manchada, llena de barro y polvo. Había briznas de hierba y espinas en sus zapatos. Me fijé en unas manchas oscuras en el chaleco, pero me preocupaba más el corte profundo que le atravesaba la cara y los arañazos en las manos. Germaine me sugirió que avisáramos al doctor Nonant, aunque fuera muy tarde. Consentí. Se puso el abrigo y salió en busca del médico en plena noche. Cuando llegó, al fin, usted dormía como un niño, con su mano sobre la mía, respirando apaciblemente. Yo lloraba en silencio de alivio y de miedo, apretándole los dedos, y pensaba en los acontecimientos del día. Nunca sabríamos qué había ocurrido, cómo y por qué lo habían encontrado a horas de la ciudad, vagando por el bosque, con la frente ensangrentada. Usted jamás nos lo diría.
El doctor me había preparado para su muerte, pero cuando sobrevino el golpe fue tremendo. Después de cincuenta años, tenía la sensación de que se me había acabado la vida. Estaba sola. Pasaba las noches tumbada en nuestra cama, sin dormir, escuchando el silencio. Ya no podía oír su respiración, ni el roce de las sábanas cuando se movía. Sin usted, nuestra cama era como una tumba húmeda y fría. Me parecía que hasta la propia casa se preguntaba dónde estaba. Allí seguía todo: su sillón, cruelmente vacío, sus tarjetas, los papeles, los libros, su pluma y la tinta, pero usted no. Su sitio en la mesa del comedor gritaba su ausencia. Allí estaba la caracola rosa que compró en la tienda de antigüedades de la calle Ciseaux. Cuando se acercaba la oreja, se podía oír el mar. ¿Qué se puede hacer cuando un ser querido nos deja para siempre, y uno se encuentra solo con las cosas banales de su vida diaria? ¿Cómo plantarles cara? Su peine y la brocha me hacían llorar, igual que sus sombreros, el ajedrez, su reloj de bolsillo de plata.