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Cuando sueño con Baptiste, lo veo echando la siesta, arriba, en la habitación de los niños. Me fascinaban sus párpados de nácar, el aleteo de sus pestañas, la dulce redondez de sus mofletes, los labios entreabiertos, la respiración lenta, apacible. Pasaba horas contemplando a ese niño, mientras Violette jugaba abajo con sus amigas, vigiladas por la niñera.

Cuando era bebé, no me gustaba que la niñera lo tocara. Sabía que no era adecuado pasar tanto tiempo con él, pero no podía evitarlo. A mí me correspondía darle de comer y mimarlo. Era el centro de mi vida y usted observaba todo eso con benevolencia. No creo que sintiera celos. Así había sido mamá Odette con usted. No le sorprendía. Yo lo llevaba a todas partes que podía. Si tenía que elegir un sombrero o un chal, él estaba conmigo. Todos los tenderos conocían a nuestro hijo y los vendedores del mercado lo llamaban por su nombre. Nunca alardeó de su popularidad, ni se aprovechó de ella.

Cuando sueño con él, lo cual ocurre desde hace veinte años, me despierto con lágrimas en los ojos. Y mi corazón no es sino dolor. Resultaba más fácil cuando usted estaba conmigo, porque por la noche podía estirar la mano y sentir su hombro apaciguante.

Hoy ya nadie está conmigo, únicamente el silencio, frío y mortal. Lloro en soledad. Eso es algo que sé hacer muy bien.

Capítulo 24

Bussy-le-Repos, 6 de julio de 1847

Mamaíta:

Los echo mucho de menos, a usted, a Violette y a papá. Pero estoy pasando unos días maravillosos con Adéle y su familia, en Bussy. Así que no se preocupe. Echo en falta la casa. Aquí se está muy bien. Hace mucho calor. Ayer nos bañamos en un estanque. No es muy profundo y me subí a los hombros del hermano mayor de Adéle, que estaba lleno de barro. La madre de Adéle hace escalopes. Como tanto que a veces me duele la tripa. Por las noches, cuando me acuesto, es cuando más la echo en falta. La madre de Adéle me da un beso, pero no es tan guapa como usted, no tiene la piel tan suave, ni el perfume de mamá. Se lo ruego, escríbame otra carta porque las cartas tardan mucho tiempo en llegar. El padre de Adéle no es divertido como papá. Pero sí que es simpático. Fuma en pipa y me echa el humo a la cara. Tiene un perro blanco muy grande; al principio me daba miedo, porque me saltaba encima, pero es que es así como saluda. Se llama Prince. Podríamos tener nosotros también un perro. También hay una gata que se llama Mélusine, pero cuando la acaricio me bufa. Me esfuerzo por escribir esta carta lo mejor posible. El hermano de Adéle me corrige las faltas; es un chico estupendo, quiero ser como él cuando sea mayor, tiene diez años más que yo. Anoche Adéle montó un espectáculo, había una araña en su cama, una araña horrible y gorda; mamá, por favor, mire mi cama y vigile para que no haya arañas. La echo de menos y la quiero; dígales a papá y a mi hermana que los quiero.

Su hijo,

Baptiste Bazelet

Capítulo 25

He sentido una mano helada en mi pecho y he lanzado un alarido en el silencio. Por supuesto, no había nadie. ¿Quién me encontraría aquí, escondida en la bodega? Necesito un poco de tiempo para que se me calme el corazón, para respirar normalmente. Aún oigo crujir los peldaños y sigo viendo la ancha mano llena de pecas deslizarse por el pasamanos, todavía siento la espera justo antes de que atraviese la puerta. ¿Me liberaré en algún momento? ¿Me abandonará el terror algún día? En esta pesadilla, la casa ya no me protege. Ha entrado alguien, la casa ya no es segura.

Envuelta en varias capas de chales gruesos de lana, me armo con una vela y subo hasta el último piso, a la habitación de los niños. Hace mucho tiempo que no he ido allí, ni siquiera cuando la casa estaba aún habitada. Es una habitación larga, de techo bajo, con vigas, y cuando estoy en el umbral aún puedo verla llena de juguetes. Veo a nuestro hijo, sus rizos dorados y su preciosa carita. Pasaba horas con Baptiste en esa habitación, jugando con él, cantándole canciones, todo lo que no había hecho con mi hija, simplemente porque ella nunca me dejaba hacerlo.

Recorro con la mirada la habitación vacía y recuerdo los días felices con mi hijito. Usted había decidido hacer obras en casa, reparar las goteras del tejado, alguna fisura, los desperfectos en general. Se inspeccionaron todos los rincones y recovecos. Llegó una brigada de obreros fuertes, que se ocupó de pintar las paredes, restaurar la carpintería y pulir los suelos. Era un grupo alegre y servicial, y acabamos conociéndolos muy bien. Estaban Alphonse, el maestro de obras, que tenía una barba negra y una voz fuerte, y Ernest, su ayudante pelirrojo. Todas las semanas se presentaba un equipo diferente, al que se contrataba por sus habilidades específicas. Los lunes, usted analizaba los progresos que se habían realizado y discutía varias cuestiones con el maestro de obras. Eso le ocupó gran parte de su tiempo, y demostró seriedad en todo el asunto. Estaba empeñado en que la casa quedara lo más hermosa posible. Su padre y su abuelo no se habían preocupado mucho de la casa, y usted se hizo responsable de renovarla.

Incluso durante las obras, invitábamos a amigos a cenar. Recuerdo que me suponía mucho trabajo: organizar los menús, los asientos en la mesa, qué habitación preparar para recibirlos. Me tomaba esas tareas muy en serio. Escribía cada menú en un cuaderno previsto para ello, con el objetivo de no servir nunca dos veces el mismo plato a mis invitados. Qué orgullosa me sentía de nuestra casa, qué confortable y bonita estaba aquellas veladas de invierno, cuando el fuego crepitaba en la chimenea bajo la suave luz de los quinqués. Sí, fueron días felices.

Durante aquella bendita década, Violette se convirtió en una joven silenciosa y concentrada en sí misma. Aprendía deprisa, era seria, pero teníamos tan poco en común… Como madre e hija, no compartíamos nada. Creo que hablaba más con usted, pero tampoco se le parecía. Apenas mostraba interés por Baptiste. Se llevaban nueve años de diferencia. Ella era como la luna, fría y de plata, mientras que él era un sol de oro triunfante, un astro radiante.

Baptiste era un niño con un don. Había nacido rápidamente y sin dolor, lo que me dejó estupefacta, pues me había preparado para el suplicio que padecí con Violette. Ese niño espléndido llegó lleno de salud, sonrosado y enérgico, con los ojos muy abiertos al mundo. ¡Cuánto me habría gustado que mamá Odette hubiera podido conocer a su nieto! Sí, fueron diez años dorados, del mismo oro que el pelo de nuestro hijo. Era un niño sencillo, feliz. Nunca se quejaba o lo hacía con tanta gracia que partía el corazón a todos. Le gustaba construir casitas con los ladrillos de madera pintada que le regaló por su cumpleaños. Se pasaba horas construyendo una casita con mucho cuidado, habitación por habitación.

«Este es su dormitorio, mamá -me decía, muy orgulloso-, y el sol entra por aquí, como le gusta. El despacho de papá estará aquí, y tendrá un gran escritorio para que pueda guardar todos sus papeles y hacer su trabajo importante».

Me resulta difícil escribir estas palabras, Armand. Me atemoriza su poder, temo que le hieran como un puñetazo. La luz de la vela baila sobre las paredes desnudas. Me asusta lo que tengo que decirle. Muchas veces he intentado deshacerme de este fardo en confesión con el padre Levasque. Nunca lo he logrado.

Curiosamente, sabía que Dios se llevaría a este hijo, que tenía el tiempo contado con él. Cada instante era una delicia, una delicia que el miedo envenenaba. En febrero, la revolución se apoderó de la ciudad una vez más. En esta ocasión, como no estaba clavada en la cama, seguí cada acontecimiento. Tenía cuarenta años, aún era robusta, fuerte, pese a los años. Se desencadenaron los disturbios en los barrios más miserables de la ciudad, surgieron barricadas, cortaron las calles con rejas de hierro forjado, carretas volcadas, muebles y troncos de árboles. Me explicó que el rey no había sabido acabar con la corrupción política, que la crisis económica causaba unos estragos sin precedentes. Aquello a mí no me había afectado, porque mi vida diaria de madre y esposa no se habían alterado en nada. Los precios habían subido en el mercado, pero nuestras comidas seguían siendo copiosas. Nuestra vida no había cambiado, de momento…