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Alexandrine se comportaba como si todo aquello fuera normal, pero yo estaba muy nerviosa. De la confección del vestido se ocupaba Worth, el famoso modista de la calle de la Paix, que vestía a las señoras a la última moda. El vestido de la baronesa era de un rosa brillante, nos explicó, con hombros voluminosos y un amplio y provocativo escote en uve. El miriñaque tenía cinco volantes y una banda trenzada. Alexandrine le enseñaba bocetos: había pensado en una corona fina de capullos de rosa, de nácar y cristal para el peinado y el corpiño.

¡Qué adorables eran los dibujos! El talento de Alexandrine me impresionó. No era de extrañar que esas damas se presentaran en la floristería. Sin duda, a usted le asombrará que yo, tan crítica con la emperatriz y sus frivolidades, admirase de ese modo a la baronesa de Vresse. Querido, seré honesta con usted, esa mujer era sencillamente encantadora. De su persona no se desprendía nada afectado ni pretencioso. En varias ocasiones me pidió mi opinión, como si le importase, como si yo fuera un personaje importante. No sé qué edad tendría esa criatura cautivadora -calculo que unos veinte años-, pero adivinaba que había recibido una educación impecable, hablaba varios idiomas y había viajado. ¿La emperatriz también? Sin lugar a dudas. ¡Ay!, usted habría adorado a la hermosa baronesa, estoy segura.

Al final del día, sabía algo más de la baronesa: su nombre de soltera era Louise de Villebague y se había casado con Félix de Vresse al cumplir los dieciocho años. Me enteré de que tenía dos hijas, Bérénice y Apolline, que le gustaban las flores y que todos los días llenaba de ellas su casa de la calle Taranne. Sabía que Alexandrine era la única florista con la que quería trabajar, porque la señorita Walcker «comprende las flores de verdad», me dijo muy seria mirándome con sus grandes ojos.

Cariño, ahora tengo que parar. Siento punzadas en la mano por haber escrito tanto. El ronquido de Gilbert me proporciona una sensación de seguridad. Ahora me acurrucaré bajo las mantas y dormiré tanto como pueda.

Capítulo 32

He tenido unos sueños muy extraños. El último es francamente raro: estaba tumbada en una especie de pradera llana y contemplaba el cielo. Era un día de mucho calor y el tejido grueso del vestido de invierno me irritaba la piel. Debajo de mí, el suelo era de una agradable suavidad y, cuando volvía la cabeza, era consciente de que estaba acostada en una profunda cama de pétalos de rosas; algunos aplastados y marchitos exhalaban un perfume delicioso. Oía a una niña canturreando una canción. Creía que era Alexandrine, pero no podía asegurarlo. Quería levantarme; sin embargo, me daba cuenta de que era incapaz: tenía las manos y los pies atados con unos finos lazos de seda.

No podía hablar, un echarpe de algodón me amordazaba la boca. Intentaba luchar, mis movimientos eran lentos y pesados como si me hubieran drogado. Entonces, me quedaba tumbada, impotente. No sentía miedo. Lo que más me preocupaba era el calor y el sol que me quemaba la tez pálida. De quedarme así mucho tiempo, me llenaría de pecas. El canto se hacía más fuerte y oía el sonido de unos pasos que ahogaban los pétalos de rosa. Un rostro se inclinaba sobre el mío, aunque no podía decir de quién era porque me cegaba la luz del sol. Luego reconocía a una niñita que había visto muchas veces en la librería, con una cara redonda de idiota. Era una criatura dulce y patética, no recuerdo su nombre; no obstante, creo que tenía algún lazo secreto con el señor Zamaretti. A menudo, cuando iba a buscar un libro, la niña estaba allí, sentada en el suelo, jugando con una pelota de goma. A veces, le enseñaba las ilustraciones de los cuentos de la condesa de Ségur. Ella reía, o, mejor dicho, aullaba, muy alto, pero yo ya me había acostumbrado. La niña estaba en mi sueño, moviendo unas margaritas encima de mi frente, riendo a carcajadas. El nerviosismo se apoderaba de mí, el sol era abrasador, me resecaba. Me dejaba llevar por la rabia, le gritaba a la niña y ella se asustaba. Pese a mis súplicas, retrocedía, luego se fue, se marchó corriendo torpemente, casi como un animal. Desaparecía. Grité otra vez, aunque con el echarpe en la boca nadie podía oírme. Y ni siquiera sabía su nombre. Me sentía impotente. Estallaba en sollozos y, cuando desperté de ese sueño, me corrían las lágrimas por las mejillas.

Capítulo 33

Calle Childebert, 18 de marzo de 1865

Mi queridísima señora Rose:

Es la primera carta que le escribo, pero tengo la sensación de que no será la última. Germaine ha bajado para avisarme de que esta tarde no vendrá a la tienda por culpa de un mal enfriamiento. Realmente lo siento y ¡la echaré mucho de menos! Repóngase pronto.

He cogido la pluma mientras Blaise se ocupa de los primeros encargos del día. Esta mañana hace frío y casi me alegra saber que está bien caliente en la cama, con Mariette y Germaine mimándola. Me he acostumbrado de tal modo a su presencia que no puedo soportar el espectáculo de la silla vacía en el rincón en el que usted se sienta con la labor. Todos los clientes me preguntarán por usted, créame. Sin embargo, la más apenada será nuestra divina baronesa. Le preguntará a Blaise dónde está usted, qué le ocurre y, con toda seguridad, le mandará que le lleve un regalito, quizá un libro, o esos bombones que nos vuelven locas a las dos.

Disfruto tanto con nuestras conversaciones… Nunca hablé mucho con mis padres. Mi padre prefería el aguardiente antes que a su hija o a su mujer, y mi madre no era muy afectuosa. Tengo que admitir que crecí en soledad. En cierto modo, usted es casi como una madre para mí. Espero que esto no le moleste. Ya tiene una hija, también con nombre de flor; sin embargo, señora Rose, usted ha ocupado un gran espacio en mi vida, y lo siento más al contemplar su silla vacía. No obstante, es de otro asunto del que quería hablarle. Se trata de una cuestión espinosa y no estoy segura de saber cómo hacerlo. Lo intentaré.

Conoce mi postura respecto a las obras del prefecto. Entiendo que no lo vea con los mismos ojos, pero tengo que descargarme del peso de lo que sé. Usted está convencida de que nuestro barrio se encuentra a salvo, que las mejoras no afectarán a su casa familiar por su proximidad con la iglesia. Yo no estoy tan segura. Sea como fuere, le pido que empiece a considerar qué pasaría si supiese que se debe derribar su casa. (Sé cuánto va a herirle esta idea y que me odiará. Pero usted es demasiado importante para mí, señora Rose, como para que me preocupe un resentimiento pasajero).

¿Recuerda cuando me ayudó con la entrega de las flores de lis en la plaza Furstenberg, el día que murió el pintor Delacroix en su estudio? Mientras arreglábamos las flores, sorprendí una conversación entre dos señores. Un caballero elegante, con un bigote imperial y el traje bien planchado, charlaba con otro más joven, a todas luces menos importante, sobre el prefecto y su equipo. Yo no prestaba demasiada atención hasta que escuché: «He visto los planos en el ayuntamiento. Todas las callejuelas oscuras de alrededor de la iglesia, hasta la esquina, van a desaparecer. Son demasiado húmedas y demasiado estrechas. Es una suerte que el viejo Delacroix ya no esté aquí para verlo».

Nunca se lo he dicho porque no quería preocuparla. Entonces pensé, mientras la acompañaba por la calle Abbaye, que aún faltaba mucho tiempo para que llevasen eso a cabo. También yo creía que la calle Childebert escaparía de la destrucción, porque se encuentra en la estela de la iglesia. Sin embargo, ahora me doy cuenta de a qué velocidad avanzan las obras, el ritmo enloquecido, la organización masiva, y siento que asoma el peligro. ¡Ay, señora Rose! Tengo miedo.