Le hago llegar la carta a través de Blaise y le suplico que la lea hasta el final. Debemos pensar en la peor de las posibilidades. Aún tenemos tiempo, pero no mucho.
Le mando un bonito ramo de sus rosas preferidas. Cada vez que las toco, que las huelo, me acuerdo de usted.
Afectuosamente,
Alexandrine
Capítulo 34
Esta mañana no me duele casi nada. Me sorprende la robustez de mi organismo. ¡A mi edad! ¿Quizá porque aún soy joven de espíritu? ¿Porque no tengo miedo? ¿Porque sé que usted me espera? Hace mucho frío. No hay nieve, solo sol y el cielo azul, que puedo ver desde la ventana de la cocina. Nuestra ciudad, o, mejor dicho, la del emperador y del prefecto, en su mejor día. ¡Ay!, me siento muy feliz porque no volveré a poner los ojos en esos bulevares. Como leí de la pluma de los hermanos Goncourt: «Los nuevos bulevares, tan largos, tan anchos, geométricos, aburridos como grandes caminos».
Una noche de verano, Alexandrine me arrastró para dar un paseo por los nuevos bulevares de detrás de la iglesia de la Madelaine. El día había sido caluroso, asfixiante, y yo aspiraba a la fresca serenidad de mi salón, pero ella no quiso ni oír hablar de eso. Me obligó a ponerme un vestido bonito (el de color rubí y negro), a ajustarme el moño y a meter los pies en esos botines minúsculos que tanto le gustaban a usted. ¡Una anciana elegante como yo debía salir y ver el mundo, en lugar de quedarse en casa con una infusión y la manta de mohair! ¿Acaso no vivía en una magnífica ciudad? Yo me dejaba hacer.
Subimos a un ómnibus abarrotado para llegar hasta allí. No puedo decirle cuántos parisienses se apretujaban por aquellas largas avenidas. ¿Tendría capacidad la ciudad para albergar a tanta población? A duras penas pudimos abrirnos camino por las aceras flamantemente nuevas. Y el ruido, Armand: el rugido incesante de las ruedas, el golpeteo de los cascos de los caballos, las voces, las risas. Los vendedores de periódicos gritaban los titulares, las jóvenes que vendían violetas. La iluminación cegadora de los escaparates, las nuevas farolas. Cualquiera pensaría que era hora punta. Imagine un flujo continuo de calesas y transeúntes. Todo el mundo parecía pavonearse, exhibir sus mejores galas, joyas, tocados enrevesados, escotes generosos, caderas curvas, labios rojos, peinados con tirabuzones, gemas centelleantes. Las tiendas exponían las mercancías con un exceso de selecciones, texturas y tonos que aturdía.
Los cafés luminosos extendían a los clientes por las aceras, en filas y filas de mesitas, unos camareros entraban y salían precipitadamente con la bandeja levantada muy arriba.
Alexandrine mantuvo un duro combate para conseguir una mesa (yo nunca me hubiera atrevido), y pudimos sentarnos al fin. Justo detrás de nosotras, había un grupo de señores muy alborotadores, que se dedicaban a tragar cerveza. Pedimos licor de ciruela. A nuestra derecha, dos señoras excesivamente maquilladas se exhibían. Me fijé en los escotes y el pelo teñido. Alexandrine me miró discretamente. Sabíamos lo que eran y qué esperaban. Pues fue rápido: uno de los hombres de la mesa de atrás se dirigió tambaleándose hacia ellas, se inclinó y murmuró algo. Pocos minutos después, se marchaba dando trompicones con una criatura a cada brazo, bajo los vítores y silbidos de sus compañeros. «Indignante», articuló en voz baja Alexandrine. Yo asentí con la cabeza y bebí un sorbo de licor.
Cuanto más tiempo pasaba allí, espectadora impotente de esa marea de vulgaridad, más me enfurecía. Miraba atentamente los edificios inmensos, blanquecinos, que teníamos enfrente, en la avenida de monótona línea recta. No había ni una luz encendida en los pisos de lujo, construidos para ciudadanos adinerados. El prefecto y el emperador habían conseguido un decorado de teatro a su imagen y semejanza: sin corazón ni alma.
– ¿No es grandioso? -murmuró Alexandrine, con los ojos abiertos como platos.
Al verla, no tuve valor para expresar mi disgusto. Era joven, entusiasta; le gustaba ese nuevo París, igual que a todos los que nos rodeaban y disfrutaban de esa noche de verano. Le encantaba todo ese oropel, ese aparentar, esa vanidad.
¿Qué había sido de mi ciudad medieval, de su encanto pintoresco, de sus paseos sombreados y tortuosos? Aquella noche, tuve la sensación de que París se había convertido en una vieja prostituta colorada que se exhibía con sus faldas haciendo frufrú.
Capítulo 35
A mi lado hay una pila de libros, a los que tengo un cariño especial. Sí, libros. Ahora le toca a usted reír. Al menos, deje que le cuente cómo sucedió.
Un día que salía de la floristería con la cabeza llena de olores y colores, de pétalos y de los vestidos de baile de la baronesa de Vresse, el señor Zamaretti me pidió con mucha educación que fuera por la librería cuando tuviese un momento. (Por supuesto, se había dado cuenta de que las recientes reformas de Alexandrine habían ayudado a la prosperidad de su comercio y él también había decidido remodelar su establecimiento). Yo jamás había puesto un pie allí; sin embargo, sabía que usted iba con frecuencia, le encantaba leer. Además, el señor Zamaretti se había fijado en que pasaba mucho tiempo con Alexandrine, desde hacía uno o dos años. ¿Estaría un poco celoso de nuestra amistad? Otro día lluvioso de junio, llegó como una exhalación, cuando Alexandrine charlaba con sus clientes de la terrible ejecución, en la prisión de la Roquette, del joven doctor Couty de la Pommerais, acusado de haber envenenado a su amante. Una gran muchedumbre asistió a la ejecución. El señor Zamaretti nos proporcionó toda clase de detalles sangrientos, puesto que un amigo suyo había asistido a la decapitación. (Cuanto más chillábamos de horror, más parecía divertirse).
Acepté su invitación y una tarde entré en la librería, que tenía las paredes pintadas de un color azul pálido especialmente sosegante y despedía un olor a cuero y papel embriagador. El señor Zamaretti había hecho un buen trabajo. Se veía un mostrador alto con lápices, cuadernos de notas, lupas, cartas y recortes de prensa; unas hileras de libros de todos los tamaños y colores, además de una escalera para llegar a ellos. Los clientes podían sentarse en unos cómodos sillones, bajo la luz de unas buenas lámparas, y leer allí tan contentos. En la tienda de Alexandrine resonaban los parloteos y el roce del papel que usaba para envolver las flores, el tintineo de la campanilla de la puerta y la tos frecuente de Blaise. Aquí, en cambio, el ambiente era estudioso e intelectual.
Al entrar en la librería profunda y oscura, donde reinaba el silencio, cualquiera diría que había entrado en una iglesia. Felicité al señor Zamaretti por su buen gusto y estaba a punto de retirarme cuando me hizo la misma pregunta que Alexandrine me había planteado unos meses antes. Por supuesto, en este caso orientada hacia su propio comercio y no hacia las flores:
– Señora Rose, ¿le gusta leer?
Me quedé desconcertada, no sabía qué responder. Porque, desde luego, resulta embarazoso tener que reconocer que una no lee, ¿no le parece? Habría quedado como una idiota. Por lo tanto, murmuré unas palabras con la cabeza gacha.
– ¿Quizá le gustaría sentarse aquí y leer un ratito? – me propuso, con una delicada sonrisa.
(No es guapo, recuerde, pero hay que mencionar sus ojos negros, los dientes blancos y el hecho de que presta mucha atención a la ropa. Bien sabe usted cuánto me gusta describir con detalle la ropa, y puedo decir que aquel día llevaba un pantalón de cuadros azul, un chaleco a rombos rosa y violeta y un redingote adornado con un vivo de astracán). Me condujo hasta un sillón y me encendió la luz. Yo me senté dócilmente.
– Aunque no conozco sus gustos, ¿podría permitirme una sugerencia para hoy?
Asentí. Con una sonrisa radiante, trepó con habilidad por la escalera. El verde esmeralda de los calcetines me dejó admirada. Bajó de nuevo, sujetando algunos libros contra su cadera en cuidado equilibrio.