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Recorrimos la calle Ciseaux y nos metimos por Canettes; los primeros carros y carretas se dirigían hacia la plaza de la iglesia. Alexandrine me había explicado que el prefecto estaba construyendo un nuevo mercado cerca de la iglesia de Saint-Eustache, un enorme edificio con pabellones de cristal y metal, sin duda una monstruosidad, que estaría terminado en uno o dos años. Podrá imaginar que tenía tan pocas ganas de ir allí como de ver las obras de su nueva y grandiosa ópera. De modo que Alexandrine tendría que ir a comprar las flores a ese gigantesco mercado. Sin embargo, esa mañana caminábamos hacia Saint-Sulpice. Yo me cerraba el abrigo y lamentaba no haber cogido el echarpe de lana rosa. Blaise tiraba de una carretilla de madera detrás de él, que era casi de su tamaño.

Al acercarnos, pude oír el murmullo de las voces y el ruido de las ruedas sobre los adoquines. Las lámparas de gas creaban unas bolsas de luz brillantes encima de los puestos. El perfume dulce y familiar de las flores me recibió en un abrazo amistoso. Seguimos a Alexandrine por un laberinto de colores. A medida que pasábamos, me iba diciendo el nombre de las flores: claveles, campanillas de invierno, tulipanes, violetas, camelias, miosotas, lilas, narcisos, anémonas, ranúnculos… Me daba la impresión de que me presentaba a sus mejores amigas.

– Aún no es la época de las peonías -dijo, alegremente-. Pero en cuanto empiecen a llegar, ya verá, gustan casi tanto como las rosas.

Alexandrine se movía entre los puestos con una habilidad de profesional. Sabía exactamente lo que quería. Los vendedores la recibían llamándola por su nombre, algunos la cortejaban abiertamente; no obstante, no les hacía ni caso. Casi ni sonreía. Dejó de lado unos ramos de rositas redondas y blancas que a mí me parecían deliciosas. Cuando se dio cuenta de mi perplejidad, me explicó que no estaban muy frescas.

– Las rosas blancas Aimée Vibert tienen que estar perfectas -murmuró-, ribeteadas con un ligero trazo rosa y textura de seda. Las utilizamos para los ramos de novia. Estas no durarían.

Me dejó asombrada, ¿cómo lo sabría? ¿Quizá por la manera en que los pétalos se retorcían o por el matiz de los tallos? Me daba vueltas la cabeza pero estaba encantada. La miraba tocar las hojas y los pétalos con una mano firme y rápida, a veces se inclinaba para oler una flor o la rozaba con la mejilla. Regateaba de manera encarnizada con los vendedores. Me quedé atónita por su determinación. No cedió, no retrocedió ni una vez. Tenía veinticinco años y ganaba a los rudos y experimentados vendedores.

Me pregunté de dónde procedían todas esas flores.

– Del Midi -me respondió Blaise-. Del sur y del sol.

No pude evitar pensar en ese raudal de flores invadiendo la ciudad día tras día. Y una vez vendidas, ¿adónde iban a parar?

– A bailes, iglesias, bodas y cementerios -me confirmó Alexandrine, mientras Blaise apilaba sólidamente las flores que había comprado-. Señora Rose, París siempre está hambrienta de flores. Necesita su ración diaria, para el amor, para la pena, la alegría, el recuerdo, para los amigos.

Le pregunté sobre los motivos que le habían empujado a elegir esa profesión. Alexandrine sonrió, al tiempo que se daba unos golpecitos en la gruesa mata de rizos.

– Cerca de aquí, cuando vivía en Montrouge, había un jardín enorme. Era magnífico, tenía una fuente y una estatua. Todas las mañanas iba a jugar allí y los jardineros me enseñaron todo lo que sé. Era fascinante. Muy pronto comprendí que las flores formarían parte de mi vida.

Luego, añadió en voz baja:

– Las flores tienen su propio lenguaje, señora Rose. A mí me parece mucho más poderoso que el de las palabras.

Y con un gesto rápido, me puso un capullo de rosa en el ojal del abrigo.

La imaginaba de niña, delgaducha, con el pelo rebelde sujeto en dos trenzas, echando chispas en el jardín de Montrouge, un lugar frondoso, con olor a rosas y grava fina, inclinándose sobre las yemas y con las manos largas y sensibles examinando pétalos, espinas, bulbos y flores. Me había dicho que era hija única. Comprendí que las flores se habían convertido en sus amigas más cercanas.

Entretanto, el sol se había alzado tímidamente por entre las dos torres de Saint-Sulpice. Se apagaron las últimas lámparas de gas. Tuve la sensación de despertarme después de siglos. Había llegado el momento de regresar a la calle Childebert. Blaise tiró de la carretilla y, una vez en la tienda, las flores quedaron colocadas hábilmente en jarrones llenos de agua.

Pronto empezaría a sonar la campanilla de la puerta y las flores de Alexandrine iniciarían su viaje perfumado por las calles de la ciudad. Y mi florista preferida seguía siendo un misterio, aún hoy lo es. Pese a todos estos años, a las largas conversaciones y a los paseos por los jardines de Luxemburgo, sé muy poco de ella. ¿Habrá un joven en su vida? ¿Será la amante de un hombre casado? Ni idea.

Alexandrine es como aquel cactus fascinante que tenía mamá Odette, de una suavidad engañosa y terriblemente punzante.

Capítulo 37

Poco a poco, aprendí a vivir sin usted. Así debía ser. ¿No es eso lo que hacen las viudas? Era otra vida. Me esforzaba por mostrarme valiente. Creo que lo he sido. El padre Levasque estaba atareadísimo con las obras de restauración de la iglesia, bajo la férula de uno de los arquitectos del prefecto (el señor Baltard, el que ahora está construyendo el nuevo mercado del que ya le he hablado), y no tenía tiempo de pasear conmigo por los jardines de Luxemburgo. Me las tuve que arreglar con la ayuda de mis nuevos amigos. Alexandrine me encontró una ocupación: me enviaba a entregar flores con Blaise. Los dos formábamos una simpática pareja. Desde la calle Abbaye hasta la de Four, todo el mundo nos saludaba, a él con la carretilla detrás y a mí con las flores en los brazos.

Lo que más nos gustaba era llevar las rosas a la baronesa de Vresse. Alexandrine pasaba la mayor parte de la mañana eligiéndolas. Aquello le llevaba mucho tiempo. Tenían que ser las más refinadas, las más hermosas y las más perfumadas. Adéle Heu rosas, Aimée Vibert blancas, Adélaide d'Orléans con librea marfil o la Amadis de color rojo oscuro. Las envolvía con mucho cuidado en un papel fino y las metía en cajas; entonces, nosotros teníamos que darnos prisa en llevarlas.

La baronesa de Vresse vivía en una magnífica casa en la esquina de la calle Taranne con la calle Dragón. El mayordomo, Célestin, nos abría la puerta. Tenía una cara seria y una fea verruga peluda a un lado de la nariz. Ese hombre se dedicaba en cuerpo y alma a la baronesa. Había que subir una escalera enorme de piedra, lo que era un fastidio. Mientras yo tenía mucho cuidado para no resbalar en las losas, Blaise se peleaba con la carretilla. La baronesa jamás nos hizo esperar. Le daba un pequeño coscorrón a Blaise en la cabeza, le deslizaba unas monedas y lo mandaba de vuelta a la tienda, mientras yo me quedaba con ella. La miraba ocuparse de las flores. Ninguna otra persona tenía permiso para encargarse de sus rosas. Nos sentábamos en un gran salón muy luminoso, su antro, lo llamaba ella. Era de deliciosa sencillez. Ahí no había tapicería de color púrpura, ni dorados, ni candelabros resplandecientes. Las paredes de color magenta pálido estaban decoradas con dibujos infantiles, las alfombras eran blancas y mullidas y los doseles estaban revestidos de tela de Jouy. Cualquiera habría pensado que estaba en una casa de campo. A la baronesa le gustaba disponer sus rosas en unos jarrones grandes y estrechos, al menos necesitaba tres ramos para cada uno. De vez en cuando, su marido, un hombre ágil y altivo, aparecía por allí con aspecto preocupado y casi ni se fijaba en mi presencia, pero no tenía nada de desagradable.