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Yo podía pasar horas allí, saboreando ese ambiente delicadamente femenino. Quizá se pregunte de qué hablábamos. De sus hijas, unas niñas encantadoras a las que, de vez en cuando, veía con la niñera. De su vida social, que me fascinaba: el baile de Mabille, la ópera, los teatros. Y charlábamos mucho de libros, porque, igual que usted, ella era una gran lectora. Había leído Madame Bovary de un tirón, para desesperación de su marido, que no consiguió arrancarla de la novela. Le confesé que yo leía desde hacía poco tiempo, que descubrí esa pasión gracias al señor Zamaretti, el de la librería de al lado de la tienda de Alexandrine. Me aconsejó a Alphonse Daudet y a Víctor Hugo; la escuchaba describir sus novelas cautivada.

«¡Qué diferentes son nuestras vidas!», pensaba yo. Ella lo tenía todo: belleza, inteligencia, educación, un brillante matrimonio. Sin embargo, adivinaba como una tristeza tangible en Louise de Vresse. Era mucho más joven que yo, que Violette y que Alexandrine, pero mostraba una rara madurez para una persona de su edad. Mientras admiraba su grácil silueta, me preguntaba qué secretos se esconderían debajo de esa capa de barniz. Me sorprendí queriendo confiarme a ella y esperando que me convirtiera en su confidente. Aunque sabía que eso era improbable.

Recuerdo que mantuvimos una conversación apasionante. Una mañana, estaba sentada a su lado, saboreando una taza de chocolate que me había servido Célestin. (¡Qué magnífica porcelana de Limoges con las armas de la familia de Vresse!). Ella leía el periódico junto a mí y lanzaba comentarios incisivos. Me gustaba eso de ella, su intenso interés por lo que pasaba en el mundo, su curiosidad natural. Con toda seguridad, no era en absoluto una coqueta frívola, sin cerebro. Aquel día, llevaba puesto un adorable vestido con miriñaque de color blanco perla, mangas evasé bordadas de encaje y un cuerpo de cuello alto que destacaba la esbeltez de su busto.

– ¡Ay, alabado sea el Señor! -exclamó repentinamente, inclinada sobre una página.

Le pregunté qué la alegraba tanto. Me explicó que la mismísima emperatriz había intervenido para reducir considerablemente la pena al poeta Charles Baudelaire. Me preguntó si había leído Las flores del mal. Le respondí que el señor Zamaretti me había hablado de ese libro recientemente, me había contado que los poemas habían provocado un juicio y un escándalo, como el de Madame Bovary, aunque aún no lo había leído. Se levantó, fue a buscar un librito a la habitación contigua y me lo dio. Se trataba de una bonita edición de un cuero verde muy fino, con una corona de flores exóticas entrelazadas en la cubierta.

– Señora Rose, creo que le gustarán mucho estos poemas -me dijo-. Le ruego que se lleve prestado este ejemplar y lo lea. Estoy impaciente por saber qué piensa.

Así pues, regresé a casa. Después de comer, me senté a leer los poemas. Abrí el libro con desconfianza. Los únicos poemas que había leído en mi vida eran los que usted, mi amor, me escribía. Temía aburrirme ojeando esas páginas. ¿Qué le diría a la baronesa para no ofenderla?

Ahora lo sé: como lector, hay que confiar en el autor, en el poeta. Ellos saben qué hacer para sacarnos de la vida ordinaria y enviarnos a deambular por otro mundo del que ni siquiera hubiéramos sospechado su existencia. Eso es lo que hacen los autores con talento. Eso es lo que me hizo el señor Baudelaire.

Capítulo 38

Villa Marbella, Biarritz, 27 de junio de 1865

Querida señora Rose:

Muchísimas gracias por su carta, que ha tardado mucho en llegarme, ahora que estoy en el País Vasco. Paso una temporada en casa de lady Bruce, una querida amiga, una inglesa de gusto exquisito y excelente compañía. La conocí en París, de eso hace ya unos cuantos años, en una comida de señoras de la calle Saint-Honoré, en el hotel de Charost, que, quizá usted ya lo sepa, es la sede de la embajada británica. La embajadora, lady Cowley, colocó a lady Bruce junto a mí, y nos entendimos de maravilla, pese a la diferencia de edad. Supongo que puede decirse que es lo bastante mayor como para ser mi abuela, sin embargo, lady Bruce no tiene nada de anciana, es de una sorprendente vitalidad. El caso es que he recibido su carta al fin y me siento feliz de leerla y de tener noticias suyas. ¡También estoy encantada de ver cuánto le ha gustado Charles Baudelaire! (Mi marido no se puede imaginar por qué me apasionan sus versos, y me siento increíblemente aliviada de encontrar en usted a una cómplice).

¡Ay, qué alegría dejar la calle Taranne y ese París polvoriento y ruidoso! Sin embargo, echo terriblemente en falta a mi florista preferida (además de su preciosa compañía). No he encontrado en ninguna parte de esta ciudad a nadie que me sirva unas flores tan divinas, ni capaz de crear unos peinados tan hermosos, y eso pese a la luminosa presencia de la reina Isabel II de España y de la mismísima emperatriz. Aunque he de decirle, señora Rose, que Biarritz es quizá aún más elegante y esplendorosa que la capital.

Nuestra estancia aquí es un torbellino de bailes, fuegos artificiales, excursiones y meriendas campestres. No me disgustaría arrellanarme en un sofá con un vestido sencillo y un libro, pero lady Bruce y mi esposo me lo impedirían. (¿Sabe?, lady Bruce puede mostrarse terrible cuando no consigue lo que quiere. Es una mujer pequeñita, la mitad de alta que usted, y, sin embargo, ejerce sobre nosotros un poder incontestable. Tal vez sea por esos ojos gris pálido y esa boca fina con un gesto arisco y encantador a la vez. Incluso sus andares, con unas minúsculas zapatillas, son la encarnación de la autoridad).

Tengo que hablarle de su casa, Villa Marbella. Estoy segura de que le encantaría. Es absolutamente espléndida. Imagine una fantasía morisca de mármol y cerámica, con mosaicos directamente salidos de Las mil y una noches. Imagine unas arcadas graciosas, fuentes que canturrean, estanques en los que se refleja la luz, un patio sombreado y una cúpula de cristal salpicada de sol. ¡Cuando una mira hacia el sur, adivina España! Tan cerca, y las cumbres de los Pirineos, siempre envueltos en nubes algodonosas. Cuando una se vuelve hacia el norte, se ve Biarritz, los acantilados y las olas espumosas.

Me gusta la cercanía del mar, aunque se me rice horriblemente el pelo. Todas las noches, justo antes de que el coche nos lleve a Villa Eugénie, tengo que alisármelo, una tarea enojosa, lo confieso. La emperatriz nos espera en esa magnífica casa que el emperador mandó construir solo para ella. (Sé que sigue muy de cerca la moda y pienso sinceramente que le entusiasmarían los vestidos fabulosos que se ven en esas veladas extraordinarias. Aunque los miriñaques parecen cada vez más grandes y resulta cada vez menos cómodo asistir a fiestas con tanto gentío).

Qué amable es por preocuparse de la salud de mis hijas. Pues bien, Apolline y Bérénice adoran estar aquí. Casi no les dejo acercarse al mar, porque las olas son impresionantes. (El otro día, nos enteramos de que un joven se había ahogado en Guetaria. Se lo llevó la corriente. Una tragedia).

A principios de semana, llevé a las niñas con la niñera a un evento social interesante. Era un día de tormenta y lluvioso; sin embargo, a nadie le preocupaba eso. Una gran multitud de gente se había agrupado cerca de la playa y del puerto, esperando la llegada del emperador. Justo delante del puerto y de esa agua traicionera, que atrapa en su trampa a tantos barcos, se levanta una enorme roca marrón que brota del mar agitado. En la cima de la roca, por petición del emperador, se ha colocado una gran estatua blanca de la Virgen, para proteger a todos lo que buscan en el mar su camino hacia tierra. El emperador y su esposa fueron los primeros en pasar por una larga pasarela de madera y hierro que conduce hasta la roca, envueltos en grandes aplausos. Nosotros no tardamos en seguirlos, a las pequeñas les impresionó el rugido de las olas chocando contra la plataforma rocosa. Yo levanté los ojos hacia el rostro blanco de la Virgen, que se mantenía allí frente al viento, con la mirada vuelta hacia el oeste, hacia las Américas, y me pregunté durante cuánto tiempo batallaría contra las violentas tormentas, el viento y la lluvia.