La mayoría de la gente estaba tan escandalizada como yo. Y su descontento fue mayor cuando el prefecto anunció que el cementerio de Montmartre sufriría cambios: habría que trasladar decenas de sepulturas para levantar los pilares de un puente nuevo que atravesaría la loma. La polémica se infló. Los periódicos sacaron buen provecho de aquello. Los adversarios del prefecto dieron rienda suelta al veneno. El señor Fournel y el señor Veuillot escribieron unos panfletos brillantes, mordaces, usted los habría admirado. Después de haber obligado a miles de parisienses a mudarse y de haber destruido sus casas, ahora quería deportar a sus muertos. ¡Sacrilegio! Todo París se indignaba. Se olía que el prefecto se había aventurado por terreno peligroso.
El tiro de gracia le llegó con la publicación de un artículo conmovedor, en Le Fígaro, que hizo que se me saltasen las lágrimas. Una tal señora Audouard (una de esas damas que escriben con valentía, no como la condesa de Ségur y sus amables cuentos para niños) tenía un hijo enterrado en Montmartre. Ambas sentíamos la misma pena muda. Armand, sus palabras se quedaron grabadas en mi corazón para siempre: «Señor prefecto, todas las naciones, incluso aquellas que nosotros calificamos de bárbaras, respetan a los muertos».
El emperador no respaldó al prefecto. Ante una oposición tan feroz, al cabo de unos meses, abandonaron el proyecto. Por primera vez, el prefecto había sido el objetivo. En fin.
Capítulo 40
Sens, 23 de octubre de 1868
Mi queridísima señora Rose:
Jamás le agradeceré lo bastante su inestimable apoyo. Usted es la única persona en el mundo que de verdad comprende el trastorno y la desesperación que sufrí cuando tuve que aceptar que destruirían mi hotel. El hotel era como una parte de mí. Me he entregado en cuerpo y alma a ese edificio, igual que lo hizo mi muy amado esposo cuando aún estaba en este mundo. Recuerdo la primera vez que puse los ojos en el hotel. No era sino una forma oscura y triste escondida cerca de la iglesia. Hacía años que nadie había vivido allí, estaba infestado de ratones y apestaba a humedad.
Gastón, mi marido, vio de inmediato lo que podríamos hacer con él. Tenía buen ojo, como se dice. En ocasiones, las casas son tímidas, no desvelan fácilmente su personalidad. Hizo falta que pasara tiempo para que considerásemos esa casa como la nuestra, y todos los momentos que pasé entre sus paredes fueron de alegría.
Desde el principio supe que quería un hotel. Sabía el trabajo sin descanso que esa actividad exigía; sin embargo, eso no me disuadió, tampoco a Gastón. Cuando por primera vez colgaron el letrero en el balcón de la primera planta, me extasié de felicidad y de orgullo. Usted bien lo sabe, el hotel exhibía casi siempre el cartel de completo. Era el único establecimiento aceptable del barrio y, una vez se desató el boca a boca, jamás nos han faltado los clientes.
Señora Rose, cuánto echo de menos a mis clientes, su parloteo, su fidelidad, sus caprichos. Incluso a los más excéntricos. Incluso a esos señores respetables que llevaban a señoritas jóvenes para unos rápidos revolcones mientras yo hacía la vista gorda. ¿Recuerda a los señores Roche, que venían todos los meses de junio para su aniversario de boda? ¿Y a la señorita Brunerie, aquella solterona que siempre reservaba la habitación de la última planta, la que daba al tejado de la iglesia? Decía que así se sentía más cerca de Dios. A veces, me sorprende que un lugar tan protector pueda ser borrado de la superficie terrestre con tanta facilidad.
Decidí marcharme antes de que demolieran la calle Childebert. Ahora le escribo desde la casa de mi hermana, en Sens, donde me esfuerzo por abrir una pensión familiar, sin demasiado éxito. No he olvidado cómo luchamos, sobre todo usted, el doctor Nonant y yo. El resto de los habitantes de la calle parece que aceptaron su suerte sin mayor dificultad. Quizá tuvieran menos que perder. Tal vez estaban impacientes por comenzar una nueva vida en otra parte. De vez en cuando me pregunto qué habrá sido de ellos.
Sé que, probablemente, no volveremos a ver nunca a nuestros vecinos. Qué idea tan curiosa, nosotros que nos saludábamos unos a otros todas las mañanas de nuestras vidas. Todos esos rostros familiares, los edificios, las tiendas. El señor Jubert reprendiendo a su equipo; el señor Horace con la nariz ya colorada a las nueve de la mañana; la señora Godfin y la señorita Vazembert en el trabajo, discutiendo como dos gallinas; el señor Bougrelle parloteando con el señor Zamaretti; y el rico y maravilloso olor a chocolate que nos llegaba de la tienda del señor Monthier. He vivido tantos años en la calle Childebert, cuarenta, quizá, no, cuarenta y cinco, que no puedo admitir que ya no exista. Me niego aponer los ojos en el bulevar moderno que se la ha tragado.
¿Ha decidido instalarse en casa de su hija, señora Rose? Se lo ruego, deme noticias de vez en cuando. Si tuviera ganas de venir a verme a Sens, hágamelo saber. Es una ciudad muy agradable. Un bienvenido reposo tras el trabajo, el polvo y el ruido sin fin de París. Mis clientes siguen escribiéndome para decirme cuánto echan de menos el hotel, lo que me supone un gran consuelo. Sabe cómo los mimaba. Las habitaciones estaban impecables, decoradas con sencillez y buen gusto, y la señorita Alexandrine nos llevaba flores frescas todos los días, por no mencionar los bombones del señor Monthier.
Cuánto añoro estar en la recepción recibiendo a los clientes. ¡Y qué clientela internacional! Creí que perdería la cabeza ante la idea de cerrar en plena Exposición Universal. ¡Qué espanto tener que aceptar la destrucción de tantos años de trabajo!
Me acuerdo de usted, señora Rose, a menudo: de su gracia y amabilidad con nuestro vecindario; de su gran valor cuando murió su esposo. El señor Bazelet era un auténtico caballero. Sé que no habría podido soportar que destruyeran su querida casa. Aún les veo a los dos caminando por la calle, antes de que la enfermedad lo debilitara. ¡Qué pareja tan encantadora! Y, ¡ay, Señor misericordioso!, me acuerdo del niño. Señora Rose, nadie lo olvidará jamás. Dios lo bendiga y a usted también. Espero que se sienta feliz con su hija. Quizá esta prueba las una al fin. Reciba toda mi amistad y mis oraciones, y espero que volvamos a vernos.
Micheline Paccard
Capítulo 41
Los libros están aquí abajo, conmigo. Son bonitos, magníficamente encuadernados en tonos diferentes. Jamás me separaría de ellos: Madame Bovary, por supuesto, el que me abrió la puerta al mundo hechicero de la lectura; Las flores del mal, lo leo de vez en cuando. Me deleito leyendo uno o dos poemas y dejo otros para más tarde, como si fueran una golosina que se mordisquea si llega el caso. Eso es lo más fascinante de los poemas en comparación con las novelas. Los poemas del señor Baudelaire rebosan imágenes, sonidos y colores. Son extraños, obsesivos y a veces perturbadores.
¿Le habrían gustado? Creo que sí. Juegan con los nervios, con los sentidos. Mi preferido es «El frasco», en él los olores contienen recuerdos y el perfume resucita el pasado. Sé que el aroma de las rosas me recordará siempre a Alexandrine y a la baronesa de Vresse; el agua de colonia y el talco a usted, amor mío; la leche caliente y la miel, pues a Baptiste; la hierba luisa y la lavanda a mamá Odette. Si usted hubiera estado aquí, le habría leído ese poema una y otra vez.
Frecuentemente, la lectura de un libro me arrastra hacia otro. ¿Conoció semejante experiencia? Estoy segura. La descubrí muy pronto. El señor Zamaretti me permitía fisgonear entre los estantes. Incluso alguna vez subí a la escalera para llegar a las baldas más altas. ¿Sabe, Armand?, me animaba un hambre nueva; algunos días, era realmente voraz. La necesidad de leer se apoderaba de mí y ejercía su deliciosa y embriagadora influencia. Cuanto más leía, más hambre tenía. Cada obra era rica en promesas, cada página que pasaba era una aventura, la atracción de otro mundo. ¿Y qué leía?, se preguntará.