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Y, por supuesto, el emperador vigilaba todo desde los remansos dorados de sus palacios, lejos de los escombros, del polvo y de la tragedia.

Cuando me llamaron al fin, me vi sentada frente a un joven encantador que habría podido ser mi nieto. Tenía el pelo largo y ondulado, del que parecía estar muy orgulloso, llevaba un traje negro inmaculado a la última moda y unos zapatos resplandecientes. Tenía la cara lisa y una tez tan delicada como la de una jovencita. Sobre la mesa se amontonaban pilas de expedientes y carpetas. A su espalda, un señor mayor con gafas garabateaba, absorto en su trabajo. Entrecerrando los ojos, el joven me dirigió una mirada hastiada y arrogante. Encendió un purito y lo fumaba dándose importancia, luego me invitó a formular la reclamación. Le respondí con tranquilidad que me oponía firmemente a la destrucción de mi casa familiar. Me preguntó mi nombre y dirección, abrió un enorme libro de registro y pasó el dedo por unas cuantas páginas. Luego masculló:

– Cadoux, Rose, viuda de Armand Bazelet, calle Childebert, número 6.

– Sí, señor -dije-, esa soy yo.

– Supongo que no está de acuerdo con la cantidad que le ofrece la prefectura.

Lo dijo con un hartazgo teñido de indolencia despectiva, mientras se miraba las uñas. «¿Qué edad tendrá este golfo? -pensé, a punto de estallar en la silla-. Sin duda tiene la cabeza en otros asuntos más agradables, una comida con una joven o una fiesta de gala. ¿Qué traje debería ponerse? ¿Le dará tiempo a rizarse el pelo antes de que se haga de noche?». Sentada frente a él, guardé silencio, con una mano apoyada en la mesa que nos separaba.

Cuando al fin levantó los ojos hacia mí, probablemente le sorprendió mi mutismo, su mirada traicionó un recelo. Sé lo que pensaba: «Otra más que me va a montar un espectáculo. Llegaré tarde a la comida». Me vi tal y como él me consideraba: una anciana respetable, bien conservada, sin duda hermosa en otra época, siglos antes, que ahora iba allí para mendigar más dinero. Lo hacían todas. A veces, lo conseguían. Así pensaba ese hombre.

– ¿En qué cantidad está pensando, señora Bazelet?

– No creo que haya entendido la naturaleza de mi solicitud, señor.

Se puso rígido y frunció el ceño.

– Señora, se lo ruego, ¿podría saber cuál es esa naturaleza?

¡Ay, la ironía del tono, la burla! Habría podido abofetear esas mejillas rechonchas y lisas.

Insistí con voz clara:

– Me opongo a la destrucción de mi casa familiar.

El hombre reprimió un bostezo.

– Sí, señora, es lo que había creído entender.

– No quiero dinero -añadí.

Pareció confundido.

– Entonces, ¿qué quiere, señora?

Respiré profundamente.

– Quiero que el prefecto construya el bulevar Saint- Germain más lejos. Quiero salvar mi casa de la calle Childebert.

Se quedó boquiabierto. Luego me miró y estalló en carcajadas, un ruido horroroso, gutural. ¡Cuánto lo odié! Rio y siguió riendo; el renacuajo que le hacía las veces de asistente se unió a él, se abrió la puerta y entró una tercera persona que no tardó en desternillarse de risa cuando el joven bribón, ahogándose, le contó:

– La señora quiere que el prefecto desplace el bulevar para salvar su casa.

Cacarearon más fuerte que antes, mientras me señalaban con el dedo alegremente.

No había nada más que decir ni hacer. Me levanté tan digna como pude y salí. En la habitación contigua, el doctor Nonant se secaba la frente empapada de sudor con el pañuelo. Cuando me vio la cara, sacudió la cabeza y levantó las manos, con las palmas hacia arriba, en señal de desesperación. La señora Paccard me abrazó. Por supuesto, habían oído las risas. Todo el ayuntamiento las había oído.

Aún había más gente en la sala y el ambiente era sofocante, viciado. Nos fuimos rápidamente. Luego, de pronto, lo vimos cuando bajábamos las escaleras.

El prefecto. Nos dominaba a todos, estaba tan cerca de nosotros que nos quedamos paralizados, sin aliento. Yo ya lo había visto, pero nunca tan cerca. Ahí estaba, al alcance de la mano. Podía distinguir los poros de su piel, ligeramente pecosa, la tez rojiza, la barba poblada y rizada, la mirada azul de hielo. Era ancho, algo gordo y tenía unas manos enormes.

Nos apretujamos contra la barandilla para que pasara. Dos o tres funcionarios lo seguían, despedían un olor rancio a alcohol y tabaco. No nos vio. Tenía un aspecto decidido, implacable. Ardía en deseos de estirar la mano y agarrarle el puño grueso, para obligarlo a que me mirara, y liberar mi odio, mi miedo, mi angustia; de gritarle que, al destruir mi casa, reducía a cenizas mis recuerdos y mi vida. Sin embargo, mi mano permaneció colgada junto a mí y él se fue.

Los tres salimos en silencio. Habíamos perdido la batalla. Ninguno de nosotros se había atrevido a dirigirse al prefecto. Ya no había nada que hacer. La calle Childebert estaba condenada. El doctor perdería a sus pacientes, la señora Paccard el hotel y yo nuestra casa. No nos quedaban esperanzas. Era el final.

Fuera, el aire era suave, casi demasiado caluroso. Cuando empezamos a cruzar el puente, me ajusté el sombrero en la cabeza. No vi nada de la actividad del río, ni las chalanas, ni los barcos deslizándose en uno u otro sentido. Tampoco presté atención al tráfico que nos rodeaba, ni a los ómnibus abarrotados, ni a las calesas presurosas. Aún me resonaban las risas insultantes en los oídos y me ardían las mejillas.

Querido, cuando regresé a casa, estaba tan fuera de mí que me senté en el escritorio y escribí una carta muy larga al prefecto. Mandé a Germaine que la llevara a correos para enviarla de inmediato. No tengo ni idea de si la ha leído; sin embargo, escribirla me alivió un poco del peso que llevaba en el pecho. Lo recuerdo perfectamente. Después de todo, no hace tanto tiempo.

Capítulo 43

Junio de 1868

Muy señor mío:

No me cabe duda de que no leerá esta carta. No obstante, quizá mi carta desemboque en sus manos. Por muy pequeña que sea, es una posibilidad a la que me aferró.

No me conoce y nunca me conocerá. Me llamo Rose Bazelet, Cadoux de soltera, y resido en la calle Childebert, que está a punto de quedar arrasada para que continúen las obras de apertura de la calle Rennes y del bulevar Saint-Germain.

Llevo quince años soportándolo. He soportado las obras, su avidez, su terquedad. He soportado el polvo, las incomodidades, los torrentes de barro, los escombros, las destrucciones y el advenimiento de un París estruendoso y de mal gusto, que encarna la vulgaridad de sus ambiciones perfectamente. He soportado el recorte de los jardines de Luxemburgo. Ahora ya estoy harta.

Señor, hoy mismo he acudido al ayuntamiento, como muchos otros parisienses en mi situación, para protestar contra la demolición de mi vivienda familiar. No quiero darle cuenta de la arrogancia con la que se me ha recibido.

¿Es usted consciente, señor, de que en esta ciudad hay ciudadanos que no aprueban sus actuaciones? ¿Sabe que lo llaman «el Atila de la línea recta», «el barón destripador»? Tal vez esos apodos lo hagan reír. Quizá el emperador y usted mismo hayan decidido no preocuparse por lo que la población piensa respecto a sus obras de mejora. Miles de casas han quedado destruidas. Miles de personas se han visto obligadas a mudarse, a hacer las maletas. Por supuesto, esos disgustos no significan nada para usted, que vive cómodamente en la magnificencia protectora del ayuntamiento. Está convencido de que el hogar de una familia se resume en una cantidad de dinero. Para usted una casa es únicamente una casa. Ya solo su nombre resulta irónico. ¿Cómo es posible que se llame Haussmann? ¿No significa en alemán «el hombre de la casa»? Leí que, cuando contrató las obras de la prolongación del bulevar que lleva su nombre, no dudó en derribar la casa donde nació. Eso es revelador.