Me quité el sombrero y los guantes y, tranquilamente, le dije a Mariette que preparase la comida. Algo sencillo y fresco. Un lenguado, ¿quizá porque era viernes? Germaine dibujó una amplia sonrisa, precisamente acababa de comprarlo. Mariette y ella fueron a trabajar a la cocina. Yo me senté, tranquila, y reanudé la lectura del Petit Journal. Me temblaban los dedos y el corazón me latía como un tambor. Pensaba continuamente en lo que había dicho la señora Chanteloup. Su calle solo estaba a unos cuantos metros de aquí, justo al final de la calle Erfurth, y se salvaría. ¿Cómo era posible? ¿En nombre de quién?
Por la noche, Alexandrine vino a hacerme una visita. Quería charlar conmigo sobre lo que había ocurrido por la mañana y saber qué pensaba de la carta. Irrumpió como de costumbre, un torbellino de tirabuzones envueltos en un chal ligero, pese al calor. Amablemente, pero con firmeza, invitó a Germaine a que nos dejara y se sentó junto a mí.
Armand, permítame que se la describa, porque llegó al año siguiente de su muerte. Cómo me habría gustado que la hubiera conocido. Tal vez ella es el único rayo de sol de mi triste existencia. Nuestra hija no es un rayo de sol en mi vida, pero eso ya lo sabe, ¿no es cierto?
Alexandrine Walcker ocupó el local de la anciana señora Collévillé. «¡Qué joven!», pensé cuando la vi por primera vez. Joven y segura de sí misma. Apenas tenía veinte años. Daba vueltas por la tienda, hacía gestos y lanzaba comentarios mordaces. Bien es verdad que la señora Collévillé no había dejado el local muy limpio. Ni, por otra parte, lo tenía particularmente acogedor. La tienda y sus dependencias eran siniestras y oscuras.
Alexandrine Walcker es alta y huesuda, con un cuello increíblemente fuerte que parece brotar de su justillo negro. Al principio, su cara redonda, pálida, casi de luna, me hizo temer que fuera idiota, pero no podía estar más equivocada. En cuanto me miró con esos ojos abrasadores de color caramelo, lo entendí. Sus ojos centelleaban de inteligencia. Además, tiene una boquita enfurruñada que sonríe en escasas ocasiones, una curiosa nariz respingona y una melena espesa de bucles tornasolados recogidos con habilidad en lo alto de una redonda cabeza. ¿Guapa? No. ¿Encantadora? No exactamente. Había algo extraño en la señorita Walcker, lo noté en el acto. He olvidado mencionar su voz: dura, chirriante. También tiene la curiosa costumbre de hacer un gesto como si chupara un caramelo. Pero, fíjese, aún no la había oído reír. Eso llevó su tiempo. La risa de Alexandrine Walcker es el sonido más exquisito, más delicioso que pueda oírse, como el murmullo de una fuente.
Le aseguro que no reía cuando examinó la cocina minúscula y repugnante de la habitación contigua, tan húmeda que hasta las paredes parecían rezumar agua. Luego bajó con cuidado los peldaños oscilantes que conducen a la bodega, donde la anciana señora Collévillé acostumbraba a guardar las flores de reserva. El local no pareció impresionarla mucho y me sorprendió saber a través del notario que había decidido instalarse allí.
¿Recuerda que la tienda de la señora Collévillé siempre tenía un aspecto apagado, incluso en pleno mediodía? ¿Que las flores eran clásicas, descoloridas y, reconozcámoslo, ordinarias? En cuanto Alexandrine ocupó la tienda, esta experimentó una transformación deslumbrante. Alexandrine llegó una mañana con una brigada de obreros, unos buenos mozos jóvenes y robustos que organizaron tal jaleo -acompañado de enormes carcajadas- que pedí a Germaine que bajara a ver qué hacían. Cuando me di cuenta de que no volvía, me aventuré a ir yo misma. Una vez en el umbral, me quedé boquiabierta.
La tienda estaba inundada de luz. Los obreros la habían despojado de la triste tapicería castaña y de la pátina gris de la señora Collévillé. Habían eliminado todo rastro de humedad y repintaban las paredes y los rincones de un blanco luminoso. El suelo, recién encerado, brillaba. Habían tirado el tabique que separaba la tienda y la habitación del fondo, así se duplicó el espacio. Aquellos jóvenes, encantadores y además alegres, me recibieron con entusiasmo. Podía oír la voz estridente de la señorita Walcker, que estaba en la bodega, dando órdenes a otro joven. Cuando se dio cuenta de mi presencia, me hizo un rápido gesto con la cabeza. Supe que estaba de más y, tan humilde como una sirvienta, me marché.
A la mañana siguiente, Germaine, con la respiración entrecortada, me sugirió que bajara para echar un vistazo a la tienda. Parecía tan excitada que dejé la labor precipitadamente y la seguí. ¡Color rosa! Rosa, amor mío, y un color rosa que usted jamás hubiera imaginado. Una explosión de rosa. Rosa oscuro por fuera, pero nada demasiado atrevido ni frívolo, nada que hubiera podido conferir algo de indecoroso a nuestro hogar, y un letrero sencillo y elegante encima de la puerta: «Flores. Encargos para toda ocasión». La disposición del escaparate era adorable, tan bonita como un cuadro, hecha con adornos y flores; un derroche de buen gusto y feminidad, la manera ideal de atraer la mirada de una mujer coqueta o de un caballero galante que busca una flor para el ojal que le siente bien. Y en el interior, ¡unos empapelados de colores rosas a la última moda! Era magnífico y tan seductor…
La tienda rebosaba de flores, las flores más hermosas que jamás hubiera visto. Rosas divinas de tonos increíbles, magenta, púrpura, oro, marfil; peonías suntuosas de cabezas pesadas e inclinadas; y los aromas, amor mío, un perfume embriagador, lánguido, que flotaba puro, aterciopelado, como una caricia de seda.
Me quedé, fascinada, con las manos juntas, como una niña. Una vez más, Alexandrine me miró, sin sonreír; sin embargo, adiviné un ligero brillo en su mirada incisiva.
– Entonces, ¿mi arrendadora aprueba el color rosa? -murmuró, mientras recomponía unos ramos con unos dedos rápidos y hábiles.
Asentí en un susurro. No sabía cómo reaccionar frente a esa joven señorita altiva y tajante. Al principio, me intimidaba.
Una semana más tarde, Germaine me llevó una invitación al salón. De color rosa, por supuesto. Y emanaba un perfume de lo más delicado: «Señora Rose, ¿desearía pasar a tomar el té? A. W.». Y así nació nuestra maravillosa amistad. Con té y rosas.
Capítulo 3
No me quejo de cómo duermo aquí, aunque todas las noches me despierta la misma pesadilla. Y esa pesadilla me transporta a un momento terrible que no puedo decidirme a expresar, un momento del que usted no sabe nada.
Esa pesadilla me atormenta desde hace treinta años; sin embargo, siempre he conseguido ocultársela. Estoy tumbada, sin moverme, y espero a que se apacigüen los latidos de mi corazón. En ocasiones, me siento tan débil que extiendo la mano para coger un vaso de agua. Tengo la boca seca, como agrietada.
Año tras año vuelven las mismas imágenes despiadadas. Me resulta difícil describirlas sin que se insinúe el miedo dentro de mí. Veo las manos que abren las contraventanas, la silueta que se cuela dentro. Oigo el crujido de los peldaños. Está en la casa. ¡Ay, Señor, está en la casa! Entonces, me sube a la garganta un alarido monstruoso.
Capítulo 4
Volvamos al día que recibí la carta. Alexandrine quería saber mis intenciones. ¿Adónde pensaba ir? ¿A casa de mi hija? Sin duda alguna, esa hubiera sido la decisión más sensata. ¿Cuándo pensaba marcharme? ¿Podía ayudarme en algo? En cuanto a ella, seguro que encontraba otro local en el nuevo bulevar, eso no le preocupaba. Quizá le llevara algún tiempo, pero tenía suficiente energía para empezar de nuevo, aunque no estuviera casada. Por otra parte, habría estado bien que la gente dejara de importunarle sobre ese asunto, no le molestaba en absoluto ser una solterona, tenía sus flores y me tenía a mí.