Me llena de felicidad saber que se incrementa el número de sus enemigos, sobre todo a partir del deplorable asunto de los cementerios. Ahora la gente se pregunta cómo influirá en el futuro la remodelación completa de nuestra capital. Esas transformaciones irrevocables han conmocionado comunidades, barrios, familias y aniquilaron hasta los recuerdos. Ha enviado a los ciudadanos con menos recursos a vivir fuera de las murallas de la ciudad, porque ya no pueden pagar el alquiler en esos edificios nuevos. Esté seguro de que todo esto afectará a los parisienses durante muchos años.
Los estragos ya están aquí. Yo he dejado de pasear por las calles de mi ciudad, señor, porque me resulta ajena.
Nací hace casi sesenta años, igual que usted. Cuando lo nombraron prefecto, fui testigo del balbuceo de las transformaciones, del entusiasmo y de la llamada a la modernidad que estaba en boca de todos. Fui a conocer la prolongación de la calle Rivoli, he visto abrirse el bulevar Sébastopol, que convirtió en ruinas la casa de mi hermano, el bulevar del Prince Eugéne, el bulevar Magenta, la calle Lafayette, la calle Réaumur, la calle Rennes y el bulevar Saint-Germain…Ya no estaré aquí para ser testigo de la continuación de sus obras, lo cual me alivia enormemente.
Solo quiero hacerle un último comentario: ¿no les ha sobrepasado, lisa y llanamente, la grandilocuencia del proyecto, tanto al emperador como a usted?
Pareciera que la barbaridad de sus respectivas ambiciones les haya llevado a concebir París no solo como la capital de Francia, sino como la del mundo entero.
Señor, no abdicaré frente a usted. No abdicaré frente al emperador. No me echarán como a esos corderos de parisienses cuya existencia han desmantelado. Yo resistiré, señor.
En el nombre de mi difunto marido, Armand Bazelet, que nació, vivió, amó y murió en nuestra casa de la calle Childebert, no me rendiré jamás.
Rose Bazelet
Capítulo 44
En plena noche, abajo, en la bodega, he sentido una presencia cerca de mí y he estado a punto de desvanecerme. Muy asustada, creí que era el intruso y que nadie me oiría gritar nunca. Pensé que había llegado mi última hora. Entonces me debatí con las cerillas para encender la vela.
Con voz temblorosa, dije:
– ¿Quién anda ahí?
Una mano cálida encontró la mía. Para mi gran alivio, era Alexandrine. Había entrado en casa con su antigua llave, había bajado las escaleras en la oscuridad hasta llegar a donde estaba yo. Al fin había deducido que me escondía aquí. Le supliqué que no revelara mi presencia a nadie. Siguió mirándome fijamente a la luz vacilante de la vela. Parecía muy nerviosa.
– Señora Rose, ¿ha estado aquí todo este tiempo?
Le aseguré que me había ayudado Gilbert, mi amigo trapero. Él me compraba todos los días comida, agua y carbón, todo marchaba bien pese al frío glacial que había invadido la ciudad. Balbuceando de emoción, gritó:
– ¡Pero no puede quedarse aquí, señora Rose! ¡Dentro de veinticuatro horas tirarán la casa! Sería una locura quedarse, va a…
Me miró fijamente a los ojos, sus ojos de color caramelo brillaban inteligentes, y yo le mantuve la mirada con tranquilidad. Era como si buscase una respuesta dentro de mí y, sin decir ni una palabra, le di esa respuesta. Se echó a llorar. La abracé y estuvimos así un buen rato, hasta que se apaciguaron sus sollozos aunque solo fuera un poco. Cuando se repuso, simplemente murmuró:
– ¿Por qué?
Me agobió la inmensidad de la pregunta. ¿Cómo podría explicarle? ¿Por dónde empezar? El silencio, frío y crudo, nos envolvió. Tuve la sensación de haber vivido aquí toda mi vida, de que nunca volvería a ver la luz del día. ¿Qué hora era? Poco importaba. La noche se había paralizado. El olor a cerrado de la bodega se había insinuado hasta en el pelo y la ropa de Alexandrine.
Cuando la abracé, sentí que era mi propia hija, que estábamos hechas de la misma carne, de la misma sangre.
Compartíamos el calor y una clase de amor, supongo, un poderoso lazo afectivo me unía a ella. En ese momento me sentí más cerca de ella de lo que he estado con quienquiera que fuese en toda mi vida, incluso de usted. Le podía confiar todas mis cargas, las comprendería. Respiré profundamente. Empecé a decirle que esta casa era toda mi vida, que cada habitación relataba una historia, mi historia, la suya. Desde que usted se marchó, nunca había encontrado un modo de llenar su ausencia. Su enfermedad no debilitó mi amor por usted en absoluto, al contrario.
Nuestra historia de amor estaba escrita en la estructura interna, en la belleza pintoresca de la casa. Era mi lazo con usted para siempre. Si perdía la casa, lo perdería a usted otra vez. Yo creía que esta casa viviría eternamente, que siempre estaría ahí, insensible al paso del tiempo, a las batallas, igual que la iglesia. Pensaba que esta casa le sobreviviría a usted, y también a mí, que algún día otros niños bajarían la escalera corriendo, riendo, que otras jóvenes morenas y delgadas se arrellanarían en el sillón, cerca de la chimenea, otros señores leerían tranquilamente junto a la ventana. Cuando pensaba en el futuro, o me esforzaba en ello, siempre veía la casa, su estabilidad. Año tras año, pensé que conservaría el mismo olor familiar, las mismas fisuras en las paredes, los chirridos de los peldaños, las losas desencajadas de la cocina.
Me equivocaba. La casa estaba condenada. Y yo nunca la abandonaría. Alexandrine me escuchó muy tranquila, sin interrumpirme ni una sola vez. Perdí la noción del tiempo y mi voz continuó susurrando en la penumbra como un extraño faro que nos guiara hacia el día. Pienso que, después de un rato, Alexandrine debió de dormirse, pero yo continué de todas formas.
Cuando abrí los ojos, allí estaba Gilbert, lo oía hurgar en la planta de arriba y nos llegaba el olor a café. Alexandrine se movió y murmuró unas palabras. Le aparté con cuidado el pelo de la cara. Parecía tan joven adormilada de ese modo en mis brazos, con esa piel fresca y sonrosada… Me pregunté por qué ningún hombre habría sabido encontrar el camino hacia su corazón. Me pregunté cómo era su vida, al margen de las flores. ¿Se sentiría sola? Era una criatura tan misteriosa… Cuando se despertó al fin, me di cuenta de que le costaba recordar dónde estaba. No podía creer que hubiera dormido allí conmigo. La llevé arriba, donde Gilbert había preparado café. Alexandrine lo miró e hizo un gesto con la cabeza. Luego, cuando recordó la conversación que habíamos mantenido por la noche, se le endureció el gesto. Me cogió la mano y la apretó fuerte con una expresión implorante, ardiente. No obstante, no cedí. Sacudí la cabeza.
De pronto, se le enrojeció la cara, me agarró de los hombros y empezó a moverme violentamente.
– ¡No puede hacer eso! Señora Rose, ¡no puede hacerlo!
Gritó esas palabras con las mejillas llenas de lágrimas. Intenté tranquilizarla, pero no me escuchaba. Tenía los rasgos deformados, estaba irreconocible. Gilbert dio tal salto que tiró el café por el suelo y la separó de mí sin miramientos.
– Y los que se preocupan por usted, y los que la necesitan, ¿qué? -silbó, con el pecho hinchado, forcejeando para soltarse-. ¿Qué haré yo sin usted, señora Rose? ¿Cómo puede dejarme así? ¿No comprende que su decisión es de un enorme egoísmo? Señora Rose, la necesito; la necesito como las flores necesitan la lluvia. La aprecio tanto…, ¿no se da cuenta?