Su dolor me afectó profundamente. Nunca la había visto en semejante estado. Durante diez años, Alexandrine había encarnado a la mujer dueña de sí misma, llena de autoridad. Sabía hacerse respetar, jamás nadie la había dominado. Y ahí estaba, sollozando, con la cara descompuesta de pena y tendiéndome las manos. Seguía diciendo que cómo podía hacer eso, cómo podía ser tan cruel y tener tan poco corazón, que si no había entendido que era como una madre para ella, que era su única amiga.
Yo la escuchaba, la escuchaba y también lloraba en silencio, sin atreverme a mirarla. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas.
– Podría venir a vivir conmigo -gimió, agotada-. Yo la cuidaría y siempre estaría con usted para protegerla; sabe que lo haría, señora Rose. Nunca más estaría sola.
La voz grave de Gilbert gruñó y nos sobresaltó a las dos.
– Señorita, ya basta -soltó.
Alexandrine se volvió hacia él, furiosa. Gilbert la miró de arriba abajo, divertido, atusándose la barba negra.
– Yo cuido a la señora Rose, no está sola.
Alexandrine movió la cabeza hacia atrás con desprecio. Me hizo feliz ver que había recuperado algo de energía.
– ¿Usted? -se burló.
– Sí, yo -respondió Gilbert, incorporándose todo lo alto que era.
– Pero en definitiva, señor, estará de acuerdo en que el plan de la señora Rose de quedarse dentro de la casa es una locura.
Gilbert se encogió de hombros, como hacía siempre.
– Eso le corresponde decidirlo a la señora Rose, solo a ella.
– Si es eso lo que piensa, señor, entonces creo que no compartimos los mismos sentimientos hacia la señora Rose.
Gilbert la sujetó del brazo, dominándola con aire amenazante.
– ¿Qué sabrá usted de sentimientos? -escupió-. La señorita que siempre ha dormido en una cama limpia, que nunca ha pasado hambre, una señorita como Dios manda, con la graciosa nariz pegada a sus pétalos de flores. ¿Qué sabe usted del amor, del sufrimiento y de la pena? ¿Qué sabe de la vida y de la muerte? Dígamelo.
– Ay, suélteme -gimió, liberándose de la mano que la atenazaba.
Alexandrine recorrió la cocina vacía y nos dio la espalda.
Hubo un largo silencio; yo los miraba a uno y otro, a aquellas dos extrañas criaturas que habían ocupado un lugar tan importante en mi vida. No sabía nada de sus pasados, de sus secretos, y, sin embargo, me resultaban curiosamente parecidos en la soledad, en la actitud, en la vestimenta: altos, delgados, vestidos de negro, el rostro pálido, el pelo negro y enmarañado, el mismo brillo furioso en la mirada, las mismas heridas ocultas. ¿Por qué cojeaba Gilbert? ¿Por qué Alexandrine estaba sola? ¿Por qué nunca hablaba de ella? Probablemente, jamás lo sabría.
Les tendí la mano a los dos. Sus palmas estaban frías y secas en las mías.
– Se lo ruego, no discutan -dije, pausadamente-. Los dos son muy importantes para mí en estos últimos momentos.
Ambos asintieron con la cabeza sin decir ni una palabra, apartando sus ojos de los míos.
Entretanto, había despuntado un día de una blancura difusa y un frío cortante. Gilbert me cogió por sorpresa cuando me tendió el abrigo y el gorro de piel que llevé puestos la noche que fuimos a ver el barrio.
– Póngase esto, señora Rose. Y usted, señorita, vaya a buscar su abrigo. Abríguese.
– ¿Adónde vamos? -pregunté.
– Aquí cerca. No tardaremos más de una hora. Hay que darse prisa. Confíe en mí. Le gustará. A usted también, señorita.
Alexandrine obedeció dócilmente. Creo que estaba demasiado cansada y triste para resistirse.
Fuera, el sol brillaba como una curiosa joya, colgado aún bajo en el cielo, casi blanco. Hacía tanto frío que sentía cómo me cortaba los pulmones con cada respiración. Mantuve la mirada baja, porque no soportaba ver otra vez la calle Childebert medio destruida. Cojeando, Gilbert nos hizo subir la calle Bonaparte apresuradamente. Estaba desierta. No vi un alma, ni siquiera un coche de punto. La luz blanquecina, el aire glacial parecía haber sofocado la vida. ¿Adónde nos llevaría? Continuamos nuestra carrera, yo sujeta del brazo de Alexandrine, que temblaba de la cabeza a los pies.
Llegamos a la orilla del río, donde asistimos a un espectáculo que nos dejó perplejas. ¿Recuerda aquel invierno implacable, justo antes de que naciera Violette, cuando fuimos a un lugar, entre el Pont des Arts y el Pont-Neuf, a ver pasar enormes bloques de hielo? En esta ocasión, el frío era tan espantoso que estaba helado todo el río. Gilbert nos llevó hasta los muelles, donde dos chalanas, atrapadas por el hielo, permanecían inmóviles. Yo titubeé, di un paso atrás, pero Gilbert me repitió que confiara en él. Lo cual hice.
Una costra gris, espesa y desigual cubría el río. Hasta donde alcanzaba la vista, en dirección hacia la isla de la Cité, la gente caminaba sobre el Sena. Un perro hacía cabriolas enloquecido, saltaba, ladraba y, de vez en cuando, se resbalaba. Gilbert me indicó que tuviera mucho cuidado. Alexandrine corría por delante, exaltada, y lanzaba gritos agudos como un niño. Llegamos al medio del río. Podía adivinar las aguas oscuras que se arremolinaban debajo del hielo. De vez en cuando, resonaba un crujido enorme que me horrorizaba. Gilbert volvió a decirme que no tuviese miedo. Me aseguró que era tal el frío que como poco habría un metro de hielo.
Cuánto le eché de menos en ese momento, Armand. Cualquiera creería que estaba en otro mundo. Veía a Alexandrine saltando con el perrito negro.
El sol subió lentamente, igual de pálido, y cada vez más parisienses acudían a las orillas del río. Los minutos parecían paralizados, a imagen de la capa de hielo bajo mis pies. El clamor de las voces y de las risas, el viento helado, cortante, el grito de las gaviotas en el aire.
Me rodeaba el brazo reconfortante de Gilbert y supe que había llegado mi hora. El fin estaba cerca y la decisión solo dependía de mí. Aún podía dar marcha atrás y abandonar la casa. Sin embargo, no tenía miedo. Gilbert me observó mientras yo guardaba silencio junto a él y sentí que leía mis pensamientos.
Recuerdo la última comida que el señor Helder nos ofreció en su restaurante de la calle Erfurth. Fueron todos los vecinos. Sí, estábamos todos: los señores Barou, Alexandrine, el señor Zamaretti, el doctor Nonant, el señor Jubert, la señora Godfin, la señorita Vazembert, la señora Paccard, el señor Horace, el señor Bougrelle y el señor Monthier. Nos sentamos a esas mesas largas que tanto le gustaban a usted, bajo los listeles con remates de bronce, cerca de la pared amarillenta por el humo. Las ventanas con cortinas de encaje se abrían a la calle Childebert y a una parte de la calle Erfurth. Comíamos muy a menudo allí. Usted tenía debilidad por el guiso de cerdo con lentejas, yo por el lomo bajo. Estaba sentada entre la señora Barou y Alexandrine y, sencillamente, no podía aceptar que en pocas semanas, en pocos meses, todo aquello habría desaparecido. Fue una comida solemne y más bien silenciosa. Incluso las bromas del señor Horace no parecían graciosas. Cuando tomábamos el postre, el señor Helder vio a Gilbert cojeando en la calle; sabía que éramos amigos, abrió la puerta y lo invitó a entrar con tono huraño. La presencia de un trapero harapiento no parecía molestar a nadie. Gilbert se sentó, inclinando la cabeza respetuosamente a cada invitado y, pese a todo, consiguió comer el merengue con cierta distinción. Sus ojos chispeando de alegría se cruzaron con los míos. ¡Ay!, no me cabe duda de que, en otra época, fue un chico seductor. Cuando terminamos de comer, mientras tomábamos café, el señor Helder soltó un discurso torpe. Quería darnos las gracias por haber sido sus clientes. Se marchaba a Corréze, allí pensaba abrir un nuevo restaurante, con su mujer, cerca de Brive-la-Gaillarde, donde vivía su familia política. No querían quedarse en una ciudad que padecía una modernización tan radical y que, en su opinión, estaba perdiendo el alma. París se había convertido en otro París, se quejaba, y mientras le quedaran energías, prefería irse a otro sitio e iniciar una nueva vida.