Al final de aquella triste última comida en Chez Paulette, me vi en la calle con Gilbert a mi lado. Su presencia era reconfortante. Todo el vecindario había empezado a hacer el equipaje y a mudarse. Había carros y coches de punto aparcados delante de todas las casas. Los mozos de la mudanza pasarían a por mis muebles a principios de la semana siguiente. Gilbert me preguntó adonde pensaba ir. Hasta ese momento, la respuesta a esa pregunta había sido invariable: «A casa de mi hija Violette, cerca de Tours». Sin embargo, curiosamente, sentí que con ese hombre podía mostrarme tal y como era. No necesitaba mentir.
De manera que, queridísimo, ese día le declaré:
– No me voy. Jamás abandonaré mi casa.
Pareció que comprendía lo que implicaba esa decisión perfectamente. Asintió con la cabeza sin querer saber más. Lo único que añadió fue:
– Señora Rose, yo estoy aquí para ayudarla. La ayudaré por todos los medios.
Levanté la mirada hacia él y escudriñé su gesto.
– ¿Y por qué?
Se contuvo unos instantes, se acarició la barba larga y enmarañada con unos dedos largos y finos.
– Señora Rose, es una persona rara y preciosa. Estos últimos años siempre me ha apoyado. La vida ha sido dura: perdí a los que más quería, todos mis bienes y mi casa. Incluso dejé de esperar. Pero cuando estoy con usted, tengo la sensación de que aún queda una chispa de esperanza, hasta en este mundo moderno que no entiendo.
Sin lugar a dudas, fue la frase más larga que pronunció en mi presencia. Me conmovió, puede imaginarlo, y me esforcé para encontrar las palabras adecuadas, que no me vinieron. Me limité a darle un golpecito en el brazo. Él asintió con una sonrisa. En sus ojos disputaban la alegría y la tristeza. Quería preguntarle por las personas que había querido tanto; sin embargo, entre él y yo lo único que contaba era la comprensión y el respeto. No necesitábamos ni preguntas ni respuestas.
Ya sabía que había encontrado a la única persona que no me la jugaría, la que jamás iría en contra de mi voluntad.
Capítulo 45
Gilbert, mientras me acompañaba a casa, me anunció que pronto se reanudarían las obras. Caminábamos lentamente, porque había hielo en las calles. Alexandrine se había marchado cuando aún estábamos en el río. No se despidió, ni siquiera me miró una vez. La vi alejarse hacia el norte, con la espalda recta. Solo por el rígido y amenazante balanceo de los brazos, sabía lo muy enfadada que estaba. ¿Volvería? ¿Intentaría detenerme? Y, en ese caso, ¿qué haría yo?
Vimos a unos obreros en la calle Erfurth, o, mejor dicho, en lo que quedaba de ella, y Gilbert tuvo que demostrar astucia y prudencia a la vez para que consiguiéramos llegar a casa. Se fue a buscar algo de comida y yo me senté en mi escondite sin quitarme el pesado y caluroso abrigo.
Ya no me queda mucho tiempo. De manera que voy a decirle lo que debe saber. No me resulta fácil, por tanto utilizaré palabras sencillas. Perdóneme.
Capítulo 46
Nunca supe su nombre completo, todo el mundo lo llamaba señor Vincent a secas, y no estoy segura de si se trataba de su nombre o de su apellido. Seguro que no se acuerda de él, para usted resultaba insignificante. Cuando aquello ocurrió, yo tenía treinta años, mamá Odette había muerto hacía tres y Violette casi había cumplido los ocho.
Lo vi por primera vez una mañana, cerca de la fuente, cuando daba un paseo con nuestra hija. Estaba sentado con un grupo de hombres a los que no conocía. Me fijé en él solo porque me miraba. Un tipo fuerte, pecoso, con el pelo rubio muy corto y la mandíbula cuadrada. Era más joven que yo y le gustaba mirar a las mujeres, no tardé mucho en darme cuenta. Tenía algo de vulgar, quizá en la ropa o en la forma de comportarse.
Desde el principio me pareció desagradable: tenía una expresión cínica, una sonrisa artificial que le desfiguraba la cara.
– Huy, ese es un mujeriego -me había cuchicheado la señora Chanteloup con disimulo.
– ¿Quién? -le pregunté para asegurarme.
– Ese joven, el señor Vincent. El nuevo que ha empezado a trabajar con el señor Jubert.
En cuanto ponía un pie en la calle, para ir al mercado, llevar a la niña a clase de piano o ir a la tumba de mamá Odette, ahí estaba él, merodeando en la puerta de la imprenta, como si estuviera esperando algo. Estoy segura de que me acechaba como un depredador, lo que me irritaba. Nunca me sentía cómoda en su presencia. Sus ojos brillantes tenían esa manera de clavarse en los míos.
¿Qué pretendía ese joven? ¿Por qué me aguardaba todas las mañanas? ¿Qué esperaba? Al principio, me molestaba tanto que huía. Cuando veía la sombra de su silueta delante del edificio, me marchaba corriendo, con la cabeza gacha, como si tuviera algo urgente que solucionar. Incluso recuerdo haberle comentado a usted lo mucho que me importunaba ese joven. Usted se rio. Le parecía halagador que aquel joven cortejase a su mujer. «Eso quiere decir que mi Rose sigue siendo joven y hermosa», me dijo, al tiempo que me daba un tierno beso en la frente. Eso no me hizo demasiada gracia. ¿No podía haberse mostrado un poco más posesivo? Me habría gustado un respingo de celos. El señor Vincent cambió de actitud cuando comprendió que no tenía ninguna intención de dirigirle la palabra. De pronto se mostró muy educado, casi deferente. Corría a ayudarme si llevaba los recados o si bajaba de un coche de punto. Se volvió de lo más agradable.
Poco a poco se disipó mi desconfianza. Su encanto surtió efecto de manera lenta pero segura. Me acostumbré a su amabilidad, a los saludos, incluso empecé a solicitarlos. ¡Ay, querido, qué frívolas somos las mujeres! ¡Qué idiotez! Ahí estaba yo, disfrutando como una tonta de las constantes atenciones de ese joven. Que un día no andaba por allí, pues me preguntaba dónde estaría. Y cuando lo veía, me ponía roja como un tomate. Sí, sabía cómo actuar con las mujeres y yo tendría que haber estado sobre aviso.
El día que aquello ocurrió, usted estaba de viaje. De algún modo, él se enteró. Usted había ido a visitar una propiedad fuera de la ciudad, con el notario, y no regresaría hasta el día siguiente. Germaine y Mariette aún no trabajaban para nosotros. Solía venir una joven, pero cuando se marchaba al final del día me quedaba sola con Violette.
Aquella noche, llamó a la puerta cuando acababa de cenar sola. Miré abajo, a la calle Childebert, con la servilleta en los labios, y lo vi allí de pie, con el sombrero en las manos. Me aparté de la ventana. ¿Qué diantre querría? Por muy encantador que se hubiera mostrado la última temporada, no bajaría a abrirle. Al fin se fue y creí estar segura. Sin embargo, alrededor de una hora más tarde, oí de nuevo llamar a la puerta. Estaba a punto de acostarme. Llevaba puesto un camisón azul y la bata. Nuestra hija dormía en la planta de arriba. La casa estaba en silencio, sumergida en la oscuridad. Bajé, no abrí pero pregunté quién estaba ahí.
– Soy yo, el señor Vincent, solo quiero hablar con usted, señora Rose, un minuto nada más. Por favor, ábrame.
Tenía la voz teñida de dulzura. Esa misma voz amable que había utilizado las semanas anteriores. Me engañó y le abrí.
Se abalanzó dentro, demasiado deprisa. Le apestaba el aliento a alcohol. Me miró como un animal salvaje mira a su presa, con los ojos brillantes. Un miedo helado se me metió hasta los huesos. Comprendí que había cometido un terrible error al dejarlo entrar. No perdió el tiempo hablando. Se abalanzó sobre mí con las manos plagadas de pecas, un gesto repugnante, ávido, y me apretó cruelmente los brazos con los dedos y el aliento ardiendo en la cara. Conseguí liberarme sollozando, logré subir las escaleras de cuatro en cuatro, un grito mudo me desgarró la garganta. Pero él era demasiado rápido. Me agarró del cuello cuando entraba en el salón, y rodamos por la alfombra; tenía sus inmundas manos en mi pecho y pasó su boca húmeda sobre la mía.