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Intenté hacerlo entrar en razón, intenté decirle que aquello estaba mal, terriblemente mal, que mi hija dormía en una habitación de la planta de arriba, que usted llegaría en cualquier momento, que no podía hacer eso. No podía hacerlo.

Se burlaba. No escuchaba, le importaba muy poco. Me dominó, me aplastó contra el suelo. Me dio miedo que me rompiera los huesos con su peso. Quiero que entienda que no había nada que yo pudiera hacer. Nada.

Me defendí, luché lo más furiosamente posible. Le tiré del pelo grasoso, me retorcí, lancé patadas, le mordí, le escupí. Pero no me atrevía a gritar, porque mi hija estaba justo encima y no podía soportar la idea de verla bajar por las escaleras y que asistiera a todo aquello. Por encima de todo, quería protegerla.

Cuando comprendí que era inútil luchar, me quedé completamente quieta, como una estatua. Lloré. Lloré todo el rato, querido mío. Lloré en silencio. Él consiguió su objetivo. Me encerré en mí misma, a distancia de ese abominable instante. Recuerdo haber contemplado el techo y las ínfimas fisuras, haber esperado que cesara aquel suplicio. Podía percibir el olor polvoriento de la alfombra, y el espantoso olor, el hedor de un extraño en mi casa, en mi cuerpo. Todo pasó muy rápido, en apenas unos minutos; sin embargo, a mí me pareció que había durado un siglo. Un rictus obsceno le deformaba la cara, la boca muy abierta, las comisuras fruncidas hacia arriba. Jamás olvidaré esa monstruosa sonrisa, el brillo de sus dientes, su lengua colgando.

Se marchó sin decir ni una palabra, con una sonrisa despectiva. Luego me levanté y casi a rastras fui a nuestra habitación. Eché agua para lavarme. El agua helada me hizo pestañear. Tenía el cuerpo magullado, completamente dolorido. Me hubiera gustado acurrucarme en un rincón y gritar. Creí enloquecer. Me sentía sucia, contaminada.

La casa no era segura, alguien había entrado. Alguien la había violado. Casi podía sentir las paredes temblando. Solo había necesitado unos cuantos minutos, pero el crimen atroz se había cumplido, se había infligido la herida.

Sus ojos brillantes, sus manos ávidas. Esa noche fue cuando empezó a obsesionarme la pesadilla. Me levanté y fui a ver a nuestra hija. Seguía durmiendo, calentita y dormida. Juré que jamás hablaría de eso a nadie. Ni siquiera al padre Levasque en confesión. Ni siquiera podía evocarlo en mis más íntimas oraciones.

Por otra parte, ¿a quién habría podido hacer esa confidencia? No tenía mucha relación con mi madre, ni una hermana. Mi hija era demasiado pequeña. Y no podía decidirme a contárselo a usted. ¿Qué habría hecho? ¿Cómo habría reaccionado? Revivía la escena en mi cabeza una y otra vez. ¿Lo habría incitado yo? ¿No había permitido que me cortejase imprudentemente? ¿Sería culpa mía? ¿Cómo podía haberle abierto la puerta vestida solo con un camisón? Mi actitud no había sido decente. ¿Cómo había podido dejarme engañar por el tono de su voz detrás de la puerta?

Y si se lo hubiera contado, ¿no le habría humillado profundamente ese espantoso suceso? ¿Habría creído que tenía un lío con él, que era su amante? No podía soportar semejante vergüenza. No podía ni imaginar su reacción. No podía soportar los cotilleos, las chácharas, caminar por la calle Childebert o la calle Erfurth, con todos los ojos clavados en mí, las sonrisas de complicidad, los codazos, los susurros.

Nadie lo sabría. Nunca jamás lo sabría nadie.

A la mañana siguiente, ahí estaba, fumando en el escaparate de la imprenta. Temí no tener fuerzas para salir a la calle. Durante un rato, estuve ahí parada, fingía buscar las llaves en mi bolso. Luego conseguí dar unos cuantos pasos hasta la calle. Levanté la mirada, estaba frente a mí. Un largo arañazo le cortaba la cara. Me miró directa, abiertamente, con algo de fanfarrón en la postura. Deslizó despacio la lengua por el labio inferior. Yo enrojecí y aparté la mirada.

En ese instante lo odié. Ardía en deseos de arrancarle los ojos. ¿Cuántos hombres como ese hacen estragos impunemente por las calles? ¿Cuántas mujeres sufren en silencio porque se sienten culpables, porque tienen miedo? Esos hombres hacen del silencio su ley. Sabía que nunca lo denunciaría, que nunca se lo diría a usted. Y estaba en lo cierto.

Dondequiera que ahora esté, no lo he olvidado. Han pasado treinta años, nunca más lo he vuelto a ver y, sin embargo, lo reconocería inmediatamente. Me pregunto qué habrá sido de él, en qué viejo se habrá convertido. ¿Sospechará hasta qué punto ha trastornado mi vida?

Cuando regresó usted al día siguiente, ¿recuerda cómo lo abracé, cómo lo besé? Me agarré a usted como si mi vida dependiera de ello. Aquella noche me hizo el amor y tuve la sensación de que esa era la única manera de borrar el paso de aquel otro hombre.

Poco después, el señor Vincent desapareció del barrio; no obstante, desde entonces no he vuelto a dormir a pierna suelta.

Capítulo 47

Esta mañana ha venido Gilbert con pan caliente y unas alas de pollo asado. No deja de echarme miradas mientras como. Le pregunto qué ocurre.

– Ya llegan -acaba por soltar-. Ha pasado el frío. No respondo.

– Aún estamos a tiempo -murmura.

– No -digo con firmeza.

Me seco con la mano la barbilla manchada de grasa.

– Muy bien.

Se levanta torpemente y me tiende la mano.

– ¿Qué hace? -le pregunto.

– No me quedaré aquí para verlo -masculla. Para mi gran desconcierto, le brotan unas lágrimas de los ojos. No sé qué decir. Me atrae hacia él, sus brazos rodean mi espalda como dos enormes ramas huesudas. De tan cerca, su olor es agobiante. Luego da unos pasos hacia atrás, molesto. Rebusca en el bolsillo y saca una flor en mal estado. Es una rosita de color marfil.

– Si cambia de opinión… -empieza.

Una última mirada. Gilbert sacude la cabeza.

Y se ha ido.

Estoy tranquila, amor mío. Estoy preparada. Ahora los oigo, el rugido lento e inexorable de su llegada, las voces, el clamor. Tengo que darme prisa para contarle el final de la historia. Creo que ahora ya lo sabe, que lo ha entendido.

Me he metido la rosa de Gilbert en el escote. Me tiembla la mano mientras escribo lo siguiente, y no es por el frío, no es por el miedo a los obreros que caminan hacia mi casa. Es el peso del momento, del que debo aligerarme al fin.

Capítulo 48

E1 niño era un bebé aún. No sabía andar. Estábamos en los jardines de Luxemburgo con la niñera, cerca de la fuente Médicis. Era un bonito día ventoso de primavera, el jardín rebosaba de pájaros y flores. Muchas madres habían llevado allí a sus hijos. Usted no estaba, de eso estoy segura. Yo llevaba puesto un bonito sombrero, pero el lazo azul se deshacía continuamente, bailaba a mi espalda con el viento. ¡Ay, cómo reía Baptiste!

Cuando un golpe de viento se llevó el sombrero volando, el niño explotó de alegría, sus labios dibujaron una amplia sonrisa. Su cara adquirió una expresión fugaz, con la boca deformada en un rictus que yo había visto antes y que no podía quitarme de la cabeza. Un rictus repugnante. Fue una visión horrorosa que me traspasó como una daga. Me llevé la mano al pecho y ahogué un grito. Preocupada, la niñera me preguntó si me encontraba bien. Me repuse. Había perdido el sombrero, que daba saltos por el camino polvoriento como un animal salvaje. Baptiste lloriqueó y lo señaló con el dedo. Conseguí recuperar la compostura y fui a cogerlo titubeante. Durante el trayecto, el corazón se me salía del pecho.

Aquella sonrisa, aquel rictus… Tenía ganas de vomitar la comida en ese instante, lo cual hice. No sé cómo logré regresar a casa. La joven me ayudó. Recuerdo que una vez en casa, subí directamente a nuestra habitación y pasé el resto del día en la cama, con las cortinas echadas.