Tiempo después, mucho tiempo después, tuve la sensación de estar encerrada en una celda sin ventanas ni puerta. Un lugar oscuro, opresor. Durante horas, intenté encontrar una salida: convencida de que estaba oculta en alguna parte debajo de los motivos del papel pintado, pasaba las palmas de las manos y los dedos por las paredes, en busca del marco de la puerta, desesperada. No era un sueño. La imagen me llenaba la mente, se mantenía mientras me ocupaba de las tareas diarias, me ocupaba de mis hijos, de mi casa, de usted. Desde entonces y para siempre esa celda me sofocaba mentalmente. A veces, tenía que refugiarme en el cuartito de estar contiguo a nuestra habitación para tranquilizarme.
Nunca volví a poner un pie en el preciso lugar en que se cometió el acto, a unos cuantos pasos de donde mamá Odette dio su último suspiro. Necesité meses, años para borrar de mi memoria lo que ocurrió, para que se atenuara el horror. Día tras día, cada vez que rodeaba el lugar sobre la alfombra, aparecía el recuerdo que evitaba. Lo ocultaba, lo borraba como se habría hecho con una mancha. Hasta que un buen día cambiamos la alfombra. ¿Cómo lo aguanté? ¿Cómo pude enfrentarme a aquello? Lo conseguí, eso es todo. Me erguí como un soldado antes de la batalla. El radiante amor que sentía por mi hijo y por usted triunfó frente a la monstruosa verdad.
Aún hoy, amor mío, no puedo escribir las palabras, no puedo formular las frases que expresan esa verdad. No obstante, la culpabilidad siempre ha pesado sobre mí. ¿Entiende ahora por qué, cuando murió Baptiste, estaba convencida de que el Señor me castigaba por mis pecados?
Después de la muerte de nuestro hijo, quise volcarme en Violette. Era mi única hija. Sin embargo, ella jamás me dejó quererla. Altanera, distante, un poco desdeñosa, creo que pensaba que yo valía menos que usted. Ahora, con la distancia que propicia la edad, me doy cuenta de que quizá haya sufrido porque yo prefería a su hermano. Ahora entiendo que, como madre, esa fue mi mayor falta: querer a Baptiste más que a Violette y demostrarlo. Qué injusto debió de parecerle. Siempre le daba al niño la manzana más brillante, la pera más dulce; el sillón a la sombra era para él, y la cama más mullida y el mejor sitio en el teatro y el paraguas si llovía. ¿Se aprovecharía Baptiste de esas ventajas? ¿Se burlaría de su hermana? Quizá lo hiciera a nuestras espaldas. Tal vez el niño acentuó la sensación de Violette de ser menos querida.
Me esfuerzo por pensar en todo esto con tranquilidad. Mi amor por Baptiste fue la fuerza más poderosa de mi vida. ¿Estaría usted convencido de que solo podía quererlo a él? ¿Se sentiría usted rechazado? Recuerdo que, un día, me dijo que estaba obsesionada con nuestro hijo. Lo estaba. Y cuando la repugnante realidad me estalló en la cara, aún lo quise más. Habría podido odiarlo, habría podido rechazarlo, pero no, mi amor se hizo más fuerte, como si debiera protegerlo desesperadamente de su terrorífico origen.
Tras su muerte, no pude deshacerme de sus cosas. Durante años, su habitación fue una especie de altar, un templo al amor que yo profesaba a mi niño adorado. Allí me quedaba sentada en un estado casi de estupor y lloraba. Usted era amable y atento, pero no me entendía. ¿Cómo podría? Violette, que se convertía en una joven, despreciaba mi pena. Sí, yo tenía la sensación de haber recibido un castigo. Sí, me quitaron a mi príncipe dorado porque había pecado y no había sido capaz de prevenir la agresión. Porque había sido culpa mía.
Solo ahora, Armand, cuando oigo acercarse al equipo de demolición por la calle, sus voces altas, las risas groseras, su beligerancia atizada por esa repugnante misión, me parece que va a repetirse la agresión de la que fui víctima. En esta ocasión, dese cuenta, no es el señor Vincent quien me someterá a su voluntad, utilizando su virilidad como un arma, no, es una serpiente colosal de piedra y cemento la que va a reducir a la nada nuestra casa, la que me lanzará al olvido. Y detrás de ese horrible reptil de piedras se erige quien lo comanda. Mi enemigo, ese hombre barbudo, el hombre de la casa. Él.
Capítulo 49
Esta casa es mi cuerpo, mi piel, mi sangre, mis huesos. Me lleva dentro como yo llevé a nuestros hijos. Se ha deteriorado, ha sufrido, la han violado y ha sobrevivido. Sin embargo, hoy se derrumbará. Ya no hay nada que pueda salvarla, que pueda salvarme. Armand, ahí fuera no hay nadie, nada ni nadie a lo que quiera aferrarme. Soy una anciana y me ha llegado el momento de desaparecer.
Después de su muerte, un caballero me persiguió con atenciones durante un tiempo. Era un viudo respetable, el señor Gontrand, un personaje alegre, rollizo y con unas patillas largas. Se encaprichó mucho conmigo: una vez a la semana, venía a presentarme sus respetos con una cajita de bombones o un ramo de violetas. Creo que también se enamoró de la casa y de las rentas de los alquileres de las dos tiendas. ¡Ay!, sí, es malévola su Rose. Su compañía resultaba agradable, lo reconozco. Jugábamos al dominó y a las cartas, y yo le servía un vaso de Madeira. Siempre se iba justo antes de la cena. Luego se mostró más atrevido, pero acabó por entender que no me interesaba ser su esposa. Sin embargo, con el paso del tiempo, seguimos siendo amigos. No quería volver a casarme como había hecho mi madre. Cuando usted ya no estaba conmigo, preferí quedarme sola. Supongo que la única que lo entiende es Alexandrine. Aún tengo que confesarle algo. Alexandrine es la única persona a la que echaré de menos. Ya la echo en falta. Todos estos años después de su muerte, me ha ofrecido amistad, que ha sido un regalo inestimable.
Curiosamente, en estos últimos y terribles instantes, me sorprendo pensando en la baronesa de Vresse. Pese a la diferencia de edad y de rango, tengo la sensación de que habríamos sido amigas. Le confieso que pensé en utilizar la relación que mantenía con el prefecto para atraer su atención y salvar nuestra casa. ¿No asistía a sus fiestas? ¿No había ido él a la calle Taranne, no solo una vez, sino en dos ocasiones? Pero, fíjese, nunca me decidí. Nunca me atreví. La respetaba demasiado.
Aquí acurrucada y temblando pienso en ella y me pregunto si se hace una idea de lo que estoy viviendo.
Pienso en ella dentro de su hermosa y noble morada, con su familia, sus libros, sus flores y sus fiestas. El servicio de té de porcelana, los miriñaques de color malva y su belleza. El enorme y luminoso salón donde recibía a sus invitados. El sol salpicando de luz el techo venerable y brillante. La calle Taranne se encuentra peligrosamente cerca del nuevo bulevar Saint-Germain. ¿Crecerán en otro lugar sus hijitas? ¿Louise Églantine de Vresse soportaría perder su casa familiar, que se levanta orgullosa en la esquina de la calle Dragón? Nunca lo sabré.
Pienso en mi hija, que me espera en Tours y se preguntará dónde estoy. Pienso en Germaine, mi leal y fiel Germaine, que sin lugar a dudas estará preocupada por mi ausencia. ¿Lo habrá adivinado? ¿Sabrá que me escondo aquí? Todos los días esperarán una carta, una señal, levantarán la cabeza cuando oigan el ruido de los cascos de un caballo en la entrada. En vano.
Mi último sueño aquí me parece premonitorio. Flotaba en el cielo, como un pájaro, y contemplaba la ciudad. Solo veía ruinas calcinadas de un rojo brillante, las de una ciudad arrasada, devorada por un inmenso incendio. El ayuntamiento ardía como una antorcha, un inmenso esqueleto a punto de derrumbarse. Todas las obras del prefecto, todos los planes del emperador, todos los símbolos de su ciudad moderna y perfecta, aniquilados. No quedaba nada, únicamente la desolación de los bulevares y de sus líneas rectas, trazadas en las brasas de los surcos como unas cicatrices sanguinolentas. En lugar de tristeza, me invadía una especie de alivio, mientras el viento empujaba una nube de cenizas negras hacia mí. Entonces me alejaba muy aprisa, con la nariz y la boca llenas de ceniza, y sentía una alegría inesperada. Se había acabado el prefecto, se acabó el emperador. Aunque solo fuera en sueños, había asistido a su caída. Y me había deleitado con ello.