Yo la escuchaba, como siempre había hecho. Me había acostumbrado a su voz aguda, incluso me resultaba agradable. Cuando, al fin, guardó silencio, le dije con suavidad que no tenía intención de marcharme. Alexandrine contuvo una exclamación. «No -continué, insensible a su confusión que iba en aumento -, me quedaré aquí». Entonces, Armand, le expliqué lo que esta casa significaba para usted. Le conté que usted había nacido aquí, como su padre y el padre de su padre. Que esta casa tenía cerca de ciento cincuenta años y había visto pasar generaciones de Bazelet. Solo la familia Bazelet había vivido entre estas paredes, que se erigieron en 1715, cuando se hizo la calle Childebert.
Durante estos últimos años, Alexandrine me ha preguntado por usted a menudo, ya le había enseñado las dos fotografías suyas de las que no me separo jamás. Una, en la que usted yace en su lecho de muerte, y otra, la última de nosotros juntos, la que nos hicimos pocos años antes de su muerte. Su mano descansa en mi hombro, tiene un aspecto tremendamente solemne; yo llevo puesto un vestido abotonado y estoy sentada delante de usted.
Alexandrine sabe que era alto y de buena planta, con el pelo castaño, ojos oscuros, y que tenía unas manos magníficas. Le he dicho lo encantador que era, delicado aunque muy fuerte, y que su amable risa me colmaba de alegría. Le he contado que me escribía poemitas y los dejaba debajo de la almohada o entre los lazos y los broches, y cuánto me complacían. Le he hablado de su fidelidad y honestidad y de que jamás le oí decir una mentira. Recordé su enfermedad, cómo apareció en nuestra vida para anclarse en ella, igual que un insecto que roe una flor, poco a poco.
Esa noche, por primera vez le expliqué que la casa había sido para usted una fuente de esperanza durante esos años terribles. Usted no podía imaginar, ni por un instante, abandonarla, porque la casa lo protegía. Y a día de hoy, diez años después de su muerte, la casa ejerce ese mismo influjo sobre mí. «¿Comprende ahora -le dije- que estas paredes tienen mucha más importancia para mí que cualquier suma de dinero que me pague la prefectura?».
Como siempre que mencionaba el nombre del prefecto, di rienda suelta a mi desprecio más mordaz. El prefecto había arrasado la isla de la Cité, había destruido seis iglesias y reventado el Barrio Latino, todo eso a cambio de unas líneas rectas, unos bulevares interminables y monótonos; a cambio de un montón de edificios grandes, de color amarillo mantequilla, idénticos unos a otros; una horrorosa combinación de vulgaridad y lujo superficial. Un lujo y una vacuidad con los que se complacía el emperador y que yo aborrezco.
Alexandrine entró al trapo, igual que siempre. ¿Cómo era posible que yo no entendiera que las grandes obras que se llevaban a cabo en nuestra ciudad eran necesarias? El prefecto y el emperador habían imaginado una ciudad limpia y moderna, con un alcantarillado adecuado, iluminación pública y agua sin gérmenes. ¿Cómo podía yo no darme cuenta y negar el progreso y la salubridad? Se trataba de vencer los problemas sanitarios, de erradicar el cólera. Cuando mencionó esa palabra, ¡ay, amor mío!, pestañeé; no obstante, guardé silencio, pero se me desbocó el corazón. Alexandrine no paraba: los nuevos hospitales, las nuevas estaciones de ferrocarril, la construcción de un nuevo palacio de la ópera, el ayuntamiento, los parques y la anexión de los barrios, ¿cómo podía ser yo tan ciega? ¿Cuántas veces utilizó la palabra «nuevo»?
Después de un rato, dejé de escucharla y acabó marchándose tan enojada como yo.
– Es demasiado joven para entender lo que me une a esta casa -dije, en el umbral de la puerta.
Alexandrine se mordió la lengua para no decir ni una palabra más. Sin embargo, yo sabía lo que quería responder. Podía oír flotando en el aire su frase muda: «Y usted, demasiado vieja».
Por supuesto, tenía razón. Soy demasiado vieja. Pero no lo suficiente para abandonar el combate. No lo bastante para no responder.
Capítulo 5
Fuera, los ruidos violentos han desaparecido, aunque pronto regresarán los hombres. Me tiemblan las manos mientras manejo el carbón y el agua. Armand, me siento frágil esta mañana. Sé que me queda poco tiempo. Tengo miedo. No miedo al final, amor mío, sino a todo lo que debo escribirle en esta carta. He esperado demasiado. Me he comportado como una cobarde. Por eso, me desprecio.
Mientras le escribo estas letras en nuestra casa vacía y helada, el aire me sale de la nariz como humo. En el papel, la pluma rasca delicadamente, la tinta negra brilla. Veo mi mano, la piel apergaminada, arrugada, la alianza que usted me puso en el dedo anular y nunca me he quitado, el movimiento del puño, los bucles de cada letra. El tiempo parece transcurrir sin fin; sin embargo, sé que cada minuto, cada segundo cuenta.
Armand, ¿por dónde empiezo? ¿Y cómo? ¿Qué recuerda usted? Al final, ya no reconocía mi rostro. El doctor Nonant dijo que no nos preocupáramos, que eso no significaba nada, pero fue una agonía larga, mi amor, tanto para usted como para mí. La expresión de ligera sorpresa cada vez que escuchaba mi voz: «¿Quién es esa mujer?», murmuraba continuamente y me señalaba; yo estaba sentada con la espalda recta cerca de la cama. Germaine, que tenía su cena en una bandeja, apartaba la mirada, con la cara enrojecida.
Cuando pienso en usted, no quiero recordar esa lenta decadencia. Quiero conservar los recuerdos de los días felices. Los días en que esta casa estaba llena de vida, de amor y de luz. Cuando todavía éramos jóvenes, de cuerpo y de mente. Cuando nuestra ciudad aún no había sido maltratada.
Tengo más frío que nunca. ¿Qué ocurrirá si cojo un catarro? ¿Si caigo enferma? Me muevo con prudencia por la habitación. Nadie debe verme. Sabe Dios quién andará merodeando por ahí fuera. Mientras doy sorbitos a la bebida caliente, pienso otra vez en la fatídica reunión del emperador y el prefecto, en 1849. Sí, mi amor, 1849, el mismo año terrible. Un año espantoso para nosotros. De momento, no me detendré en eso, pero volveré a ello cuando haya reunido el valor suficiente.
Hace algún tiempo, leí en el periódico que el emperador y el prefecto se habían reunido en uno de los palacios presidenciales. No puedo evitar la impresión que me produce el contraste entre esos dos hombres. El prefecto, con su alta e imponente estatura, las espaldas anchas, la barbilla oculta por la barba y los ojos azules e incisivos. El emperador, pálido, enfermizo, de silueta delgada, pelo negro y un bigote que le recorre el labio superior. Leí que un plano de París ocupaba una pared entera, unas líneas azules, verdes y amarillas seccionaban las calles como arterias. «El progreso necesario», nos informaron.
Hace ahora casi veinte años, las mejoras de la ciudad ya se habían imaginado, pensado y planificado. «El emperador y su sueño de una ciudad nueva -me explicó usted, interrumpiendo la lectura del diario -, según el modelo de Londres y sus grandes avenidas». Usted y yo nunca fuimos a Londres, no sabíamos qué quería decir el emperador. Nos gustaba nuestra ciudad tal y como era. Los dos éramos parisienses, de nacimiento y educación. Usted vio la luz por primera vez en la calle Childebert y yo, ocho años más tarde, en la vecina calle Sainte-Marguerite. En escasas ocasiones salíamos de la ciudad, de nuestro barrio. Los jardines de Luxemburgo eran nuestro reino.
Hace siete años, Alexandrine y yo, con la mayoría de los vecinos, recorrimos a pie el camino hasta la plaza de la Madeleine, en la otra orilla del río, para asistir a la inauguración del bulevar Malesherbes.
No se puede imaginar la pompa y el ceremonial que rodearon al evento. Creo que usted se habría enfadado mucho. Era un día de verano asfixiante, lleno de polvo, y la muchedumbre era inmensa. La gente sudaba con sus mejores galas. Durante horas nos empujaron y apretujaron contra la guardia imperial que protegía la zona. Yo ardía en deseos de regresar a casa, pero Alexandrine me cuchicheó que, como parisienses, debíamos ser testigos de ese gran momento.