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Cuando entré en la floristería, vi que no estaba sola. Allí había un caballero. Era alto y fuerte, con un hermoso rostro y el pelo negro. Llevaba un redingote de color azul y unos pantalones. También compraba lirios del valle. Esperé mi turno. Y, de pronto, me ofreció un tallo que coronaba un capullo. Ligeramente incómodo, me miró de arriba abajo con sus ojos negros.

Me ardían las mejillas. Sí, era una criatura tímida. A los catorce o quince años, me di cuenta de que no dejaba indiferentes a los hombres, sus miradas se entretenían más de lo necesario. Al principio, aquello me molestó. Tenía ganas de cruzar los brazos por encima del pecho, de ocultar la cara debajo del sombrero. Luego comprendí que era lo que les sucedía a las jóvenes cuando se convertían en mujeres. Un joven con el que me cruzaba a menudo en el mercado, cuando iba con mi madre, sentía pasión por mí. Era un chico torpe, de cara roja; no me gustaba. A mi madre le divertía y me daba la lata con él. Mi madre era una extraordinaria cotorra y a menudo me escondía detrás de su imponente presencia.

Todo esto le hace reír a Gilbert. Pienso que le gusta mi historia. Le cuento cómo ese hombre grande y moreno no dejaba de mirarme. Aquel día, llevaba un vestido de color marfil, con el cuello bordado y mangas farol, un gorro de encaje y un chal sencillo pero bonito. «Y sí, supongo que resultaba agradable mirarme», le digo a Gilbert. Tenía una silueta delgada -que he conservado pese a la edad-, el pelo fosco de color miel y las mejillas sonrosadas.

Me pregunté por qué ese hombre no se marchaba de la tienda, por qué se eternizaba allí. Cuando salí, después de haber hecho el encargo, me sujetó la puerta y me siguió por la calle.

– Perdone, señorita -murmuró-. Sinceramente, espero volver a verla por aquí.

Tenía una voz baja, profunda, me agradó inmediatamente. Yo no sabía qué decir, me limité a mirar los lirios del valle.

– Vivo aquí mismo -continuó, al tiempo que señalaba una fila de ventanas encima de nosotros-. Esta casa pertenece a mi familia.

Lo dijo con un orgullo sin disimulo. Levanté la mirada a la fachada de piedra. Era una construcción antigua, alta, cuadrada, con el tejado de pizarra, que se alzaba en la esquina de la calle Childebert con la calle Erfurth, muy cerca de la fuente. Tenía algo de majestuoso. Conté tres plantas y en cada una cuatro ventanas, con postigos de color gris y barandillas de hierro forjado, salvo en los dos tragaluces del tejado. En la puerta pintada de verde oscuro, encima de una aldaba con forma de mano femenina que sujetaba un globito, leí el nombre Bazelet. Entonces no sabía, ¡huy, no!, no tenía ni idea de que ese nombre y esa casa serían míos algún día.

«Mi familia», había dicho. ¿Estaría casado y tendría hijos? Me sentí enrojecer. ¿Por qué me hacía unas preguntas tan íntimas sobre ese hombre? Sus iris oscuros, intensos, hacían que se me saliera el corazón del pecho. Sus ojos no se apartaban de los míos. Así que era allí, detrás de esos muros de piedra lisa, detrás de esa puerta verde, donde vivía ese hombre encantador. Luego descubrí la presencia de una mujer mirándonos, de pie, delante de la ventana abierta de la primera planta. Era mayor, vestía de color marrón, tenía los rasgos cansados, marcados, pero le flotaba una sonrisa agradable en los labios.

– Es mamá Odette -dijo el caballero, con la misma satisfacción tranquila.

Luego observé su rostro más de cerca. Debía de tener cinco o seis años más que yo, pero su actitud lo rejuvenecía. De modo que vivía ahí con su madre. Y no había mencionado ni esposa ni hijos. No vi la alianza en el dedo.

– Me llamo Armand Bazelet -murmuró, inclinándose con elegancia-. Creo que vive en el barrio, ya la había visto antes.

Una vez más, mi lengua se negó a despegarse del paladar. Asentí con la cabeza, tenía las mejillas más sonrosadas que nunca.

– Cerca de la plaza Gozlin, creo -continuó.

Al fin conseguí articular:

– Sí, vivo allí con mis padres y mi hermano.

Él mostró una amplia sonrisa.

– Se lo ruego, señorita, dígame su nombre.

Me miró fijamente, implorante. Estuve a punto de sonreír.

– Me llamo Rose.

Se le iluminó el rostro y entró en la tienda rápidamente. Unos instantes después, apareció de nuevo y me ofreció una rosa blanca.

– Una rosa magnífica para una magnífica señorita.

Hago una pausa, pero Gilbert me incita a continuar. Le digo que, cuando regresé a casa, mi madre quiso saber quién me había regalado esa flor.

– ¿Quizá el pretendiente del mercado, al que tienes encandilado? -rio sarcásticamente.

Con mucha tranquilidad le dije que se trataba del señor Armand Bazelet, de la calle Childebert, y ella hizo un mohín de disgusto.

No dije nada más y me retiré a mi habitación, que daba a la ruidosa plaza Gozlin, apretando la rosa contra la mejilla y los labios, saboreando su caricia aterciopelada y su perfume delicioso.

Así entró usted en mi vida, amor mío, mi Armand.

Capítulo 8

Guardo mi tesoro aquí conmigo, un tesoro absoluto del que no me separaré jamás. Quizá se pregunte de qué se trata. ¿De mi vestido preferido? ¿Ese de color gris y lavanda que tanto le gustaba? No, no es uno de mis queridos vestidos. Reconozco con mucho gusto que me resultó muy difícil deshacerme de ellos. Hacía poco tiempo que había descubierto a la más adorable costurera, la señorita Jaquemelle, de la calle Abbaye, una señora encantadora, ¡y qué ojo! Era una delicia hacerle un encargo. Mientras miraba a Germaine doblar cuidadosamente mi guardarropa, me impresionó la fragilidad de nuestras existencias. Los bienes materiales no son sino naderías que se lleva el torbellino de la indiferencia. Cuando Germaine los embaló, ahí yacían mis vestidos, faldas, chales, chaquetones, gorros, sombreros, la ropa interior, las medias y los guantes, antes de que los enviara a casa de Violette, donde me esperarían. Todas esas prendas, que nunca más volveré a ver, las había elegido con infinita devoción (¡ay!, la exquisita duda entre dos colores, dos cortes, dos tejidos). Ahora, carecían de importancia. ¡A qué velocidad podemos cambiar! Con cuánta rapidez evolucionamos, como la veleta que gira al viento. Sí, su Rose ha renunciado a sus queridos atuendos. Casi puedo oírle lanzar una exclamación de incredulidad.

Entonces, se lo ruego, ¿qué guardo aquí, cerca de mí, en una caja de zapatos desgastada? Arde en deseos de saberlo, ¿no es cierto? Pues bien, ¡cartas! Unas diez preciosas cartas que para mí tienen más valor que los atavíos. Sus primeras misivas de amor, que he conservado devotamente todos estos años; las de mamá Odette, las de Violette, las de…, no me decido a decir su nombre, las de mi hermano, de la baronesa de Vresse, de la señora Paccard y de Alexandrine.

Mire, aquí están todas. Me gusta simplemente apoyar la mano en la caja, ese gesto tranquilizador me apacigua. De vez en cuando, saco una y la leo despacio, como si fuera la primera vez. ¡Una carta puede revelar tanta intimidad! Una escritura familiar tiene la misma fuerza que la voz. El perfume que emana del papel hace que mi corazón lata más aprisa. ¿Se da cuenta, Armand?, no estoy realmente sola, porque aquí lo tengo, a mi lado.

Capítulo 9

Gilbert se ha marchado y supongo que no volverá hasta mañana temprano. A veces, aparece al anochecer, para asegurarse de que todo marcha bien. Se han reanudado los ruidos inquietantes y escribo estas líneas en el cobijo que me ha preparado, en la bodega de la tienda de Alexandrine, a la que accedo a través de la puerta secreta que une nuestra despensa con la tienda. Se está sorprendentemente bien, es más confortable de lo que imaginaría. Al principio, tenía miedo de ahogarme, porque no hay ventanas, pero me acostumbré rápidamente. Gilbert me construyó una cama improvisada, más bien cómoda, con el colchón de plumas que antes estaba en la habitación de Violette y un montón de mantas de lana muy calientes.