Aquí, las sacudidas y los golpes me llegan amortiguados, me asustan menos. Sin embargo, parece que se acercan día a día. Según Gilbert, han empezado por la calle Sainte-Marthe y el pasadizo Saint-Benoít, por donde paseaba con mi hermano y usted jugó de niño. En ese preciso lugar es donde los picos han iniciado su siniestro trabajo. Aunque no lo he visto, puedo imaginar con facilidad los estragos. Han destruido el barrio de su infancia. ¡Ay, mi querido amor! Ha desaparecido el pintoresco café por donde pasaba todas las mañanas. Ha desaparecido el pasadizo sinuoso que conducía a la calle Saint-Benoít, el callejón oscuro y húmedo con los adoquines desiguales donde un gracioso gato atigrado jugueteaba. Han desaparecido los geranios de color rosa de las ventanas, los niños alegres que corrían por la calle. Todo ha desaparecido.
En los recovecos de nuestro hogar, me siento resguardada. La llama vacilante de la vela proyecta grandes sombras en las paredes polvorientas que me rodean. A veces, se cuela un ratón. Aquí escondida, pierdo la noción del tiempo. La casa me acoge en su abrazo protector. Habitualmente, espero a que se atenúen los golpes. Luego, cuando todo se queda en silencio, salgo discretamente para estirar las piernas entumecidas.
Amor mío, ¿cómo podría abandonar esta casa? Esta casa alta y cuadrada. Cada habitación tiene una historia que contar. Transcribir la historia de este lugar en una hoja de papel se ha convertido en una tarea tremenda, irreprimible. Quiero escribir para que no nos olviden. Sí, a nosotros, a los Bazelet de la calle Childebert. Nosotros vivimos aquí y, pese a las trampas que la suerte nos ha deparado, hemos sido felices en esta casa. Y nadie, escúcheme bien, nadie podrá quitárnosla.
Capítulo 10
Recuerde los berridos de los aguadores, que nos llegaban justo al amanecer, cuando aún estábamos en la cama y emergíamos lentamente del sueño. Esos buenos mozos, robustos, recorrían nuestra calle y luego iban a la calle Ciseaux, con un burro cansado, cargado con los toneles, tras ellos. Recuerde los silbidos regulares de las escobas de los barrenderos y el repiqueteo matinal de la iglesia, tan cerca que cualquiera hubiera dicho que la campana sonaba en nuestra propia habitación, y cómo Saint-Sulpice respondía a coro, armoniosamente, no muy lejos de allí. Nacía el día en nuestra calle: el paseo matutino al mercado con Germaine, cuando los adoquines aún estaban húmedos y los sumideros se habían vaciado durante la noche; la carrerita por la calle Sainte-Marguerite. Las tiendas abrían una a una con el tintineo metálico de sus postigos a lo largo de la calle Montfaucon hasta la gran plaza del mercado, llena de apetitosos efluvios y colores, un regalo para los sentidos. Cuando Violette era pequeña, la llevaba conmigo, igual que antaño mi madre me había llevado a mí. También llevaba al niño dos veces por semana. (Aún me falta valor para escribir su nombre. Perdóneme. ¡Ay, Señor, qué cobarde soy!). Usted y yo nacimos y nos educaron entre la flecha negra de Saint- Germain y las torres de Saint-Sulpice. Conocemos los alrededores como la palma de la mano. Sabemos que el perfume agrio del río puede rezagarse en la calle Saints- Péres con los fuertes calores estivales. Sabemos que los jardines de Luxemburgo se atavían con un manto brillante de escarcha durante el invierno. Sabemos que el tráfico es más intenso en la calle Saint-Dominique y en la calle Taranne, cuando las elegantes damas salen subidas en las calesas, decoradas con sus blasones, y los conductores de los coches de punto andan a codazos entre los carromatos del mercado, cargados hasta los topes, y los ómnibus abarrotados e impacientes. Únicamente los jinetes consiguen abrirse paso entre el tráfico. Recuerde el ritmo de nuestra vida siendo aún jóvenes, no se alteró mientras yo me convertía en esposa, madre y, por último, en su viuda. Pese a las convulsiones que tantas veces afectaron a la ciudad, cuando estallaban crisis políticas y levantamientos, jamás nos desviamos de nuestras preocupaciones cotidianas: la cocina, la limpieza y el mantenimiento de la casa. Recuerde, cuando mamá Odette estaba con nosotros, cuánta atención prestaba al sabor de la bullabesa o a la calidad de los caracoles, incluso mientras los amotinados furiosos desfilaban por las calles. Y su preocupación por la ropa blanca: debía estar perfectamente almidonada. Y cuando, al anochecer, el farolero encendía las farolas silbando. Las tardes de invierno, nos instalábamos cerca de la chimenea. Germaine me llevaba una manzanilla y, alguna vez, usted bebía una gota de licor. ¡Qué tardes tan tranquilas y serenas! Apenas temblaba el resplandor de la lámpara, que difundía una luz rosa apaciguante. Usted se concentraba mucho en la partida de dominó y luego en la lectura. Yo, en la costura. Solo oíamos el chisporroteo de las llamas y su lenta respiración. Armand, echo en falta esos apacibles crepúsculos. Cuando crecían las tinieblas y el fuego moría lentamente, nos retirábamos. Germaine, como de costumbre, había colocado una bolsa de agua caliente en nuestra cama. Y cada noche daba paso a la mañana con indiferencia.
Veo nuestro salón con todo detalle, ahora solo es una vaina vacía, desnuda, despojada, como la celda de un monje. El día que vine a conocer a su madre, fue la primera vez que puse los pies en esa habitación. Una habitación espaciosa, con el techo alto, un papel pintado de color verde esmeralda y motivos de hojas, una chimenea de piedra blanca y unas gruesas cortinas adamascadas de color bronce. Los cuatro ventanales que se abren a la calle Childebert tenían los cristales dorados, púrpura y violeta. Desde allí, podíamos ver la fuente de Erfurth, adonde acudían todos nuestros vecinos para coger agua a diario. La carpintería era refinada, había un candelabro delicado y los picaportes de las puertas eran de cristal. En las paredes colgaban grabados con escenas de caza y paisajes campesinos y el suelo lo tapizaban alfombras lujosas. En la imponente repisa de la chimenea, había un busto romano de mármol, un reloj de pan de oro con la esfera esmaltada y dos candelabros de plata resplandeciente bajo unas campanas de cristal.
Aquel primer día con su madre, imaginé cómo había crecido usted en ese lugar. Su padre murió cuando usted tenía quince años, el mío cuando yo tenía dos, en un accidente de caballo. Yo no recuerdo al mío y usted hablaba rara vez del suyo. Mientras tomábamos un té, mamá Odette me confesó que su marido podía mostrarse impetuoso y que tenía un temperamento fuerte. Y que usted demostraba una naturaleza más templada, más amable.
Sé que su madre me aceptó desde el mismo día en que usted me la presentó. Ella estaba sentada en su sillón favorito, el grande de color verde con franjas, y tenía la labor en el regazo. En apenas unos cuantos meses, incluso antes de nuestra boda en Saint-Germain, se convirtió en una segunda madre para mí. Mi propia madre, Berthe, se había casado en segundas nupcias, cuando yo tenía siete años, con Édouard Vaudin, un canalla gritón. Mi hermano Émile y yo lo detestábamos. Qué infancia tan solitaria vivimos en la plaza Gozlin. Berthe y Édouard solo se preocupaban de ellos mismos. Nosotros les éramos indiferentes. Mamá Odette me hizo el más bonito de los regalos: me procuró la sensación de ser amada. Me trataba como a su propia hija. Pasábamos horas sentadas en el salón; yo la escuchaba hablar, cautivada, de usted, de su juventud y de cuánto lo respetaba. Me describía cómo fue de bebé, al alumno brillante y al hijo leal que soportó a Jules Bazelet y sus ataques de furia. De vez en cuando, usted se unía a nosotras, nos servía el té y nos ofrecía galletas, sin alejar nunca su mirada de la mía.
Me besó por primera vez en la escalera, cerca de los peldaños chirriantes. Para un hombre de su edad, usted era tímido. Pero eso me gustaba, me daba seguridad.
Al principio, cuando venía a visitarlo, era como si la calle Childebert me recibiera en cuanto subía la calle Ciseaux, hasta la calle Erfurth, y veía el lateral de la iglesia delante de mí. Siempre me sentía desamparada ante la perspectiva de regresar a la plaza Gozlin. El cariño de su madre y su amor reconfortante tejían un caparazón donde yo me sentía protegida. Mi madre no compartía nada conmigo, estaba demasiado preocupada con la vacuidad de su vida, las veladas a las que asistía, la forma de su sombrero nuevo, el aspecto de su moño a la última moda. Émile y yo habíamos aprendido a arreglárnoslas solos. Nos hicimos amigos de los tenderos y taberneros de la calle Four; nos llamaban los pequeños Cadoux y nos regalaban pasteles calientes recién salidos del horno, caramelos y golosinas. Los niños Cadoux, tan bien educados y discretos, vivían a la sombra de su alborotador padrastro.