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– Pónganse contentos, ya estamos en la Mangachería -dijo José.

– La arena raspa, me hace cosquillas. Voy a quitarme los zapatos -dijo el Mono.

Con la avenida Sánchez Cerro terminaban el asfalto, las fachadas blancas, los sólidos portones y la luz eléctrica, y comenzaban los muros de carrizo, los techos de paja, latas o cartones, el polvo, las moscas, los meandros. En las ventanitas cuadradas y sin cortinas de las chozas, resplandecían las velas de sebo y los candiles mangaches, familias enteras tomaban el fresco de la noche en media calle. A cada momento, los León alzaban la mano para saludar a las amistades.

– ¿Por qué están tan orgullosos? ¿De qué la alaban tanto? -dijo Josefino-. Huele mal y las gentes viven como animales. Por lo menos quince en cada casucha.

– Veinte, contando los perros y la foto de Sánchez Cerro -dijo el Mono-. Ésa es otra cosa buena de la Mangachería, no hay diferencias. Hombres, perros, cabras, todos iguales, todos mangaches.

– Y estamos orgullosos porque aquí nacimos -dijo José-. La alabamos porque es nuestra tierra. En el fondo, te mueres de envidia, Josefino.

– Toda Piura está muerta a estas horas -dijo el Mono-. Y aquí, ¿no oyes?, la vida está comenzando.

– Aquí todos somos amigos o parientes, y valemos por lo que valemos -dijo José-. En Piura sólo te consideran por lo que tienes, y si no eres blanco eres adulón de blancos.

– Me cago en la Mangachería -dijo Josefino-. Cuando la desaparezcan como a la Gallinacera, me voy a emborrachar de gusto.

– Estás con los muñecos encima y no sabes con quién desfogarte -dijo el Mono-. Pero si quieres rajar de la Mangachería, mejor habla bajito, o los mangaches te van a sacar el alma.

– Parecemos churres -dijo Josefino-. Como si éste fuera momento para discusiones.

– Amistémonos, cantemos el himno -dijo José.

La gente sentada en la arena estaba silenciosa, y todo el ruido -cantos, brindis, música de guitarras, palmas- salía de las chicherías, cabañas más grandes que las otras, mejor iluminadas, y con banderitas rojas o blancas flameando sobre la fachada, en lo alto de una caña. La atmósfera hervía de olores tibios y contrarios y, a medida que las calles se iban borrando, surgían perros, gallinas, chanchos que sombría, gruñonamente se revolcaban en la tierra, cabras de ojos enormes sujetas a una estaca, y era más espesa y sonora la fauna aérea suspendida sobre sus cabezas. Los inconquistables avanzaban sin prisa por los tortuosos senderos de la jungla mangache, esquivando a los viejos que habían sacado sus esteras al aire libre, contorneando las chozas intempestivas que brotaban en medio del camino como cetáceos del mar. El cielo ardía de estrellas, algunas grandes y de luz soberbia, otras como llamitas de fósforos.

– Ya salieron las marimachas -dijo el Mono; señalaba tres puntos altísimos, chispeantes, paralelos-. Y qué guiños hacen. Domitila Yara decía cuando las marimachas se ven tan claritas, se les puede pedir gracias. Aprovecha, Josefino.

– ¡Domitila Yara! -dijo José-. Pobre vieja. A mí me daba un poco de miedo, pero desde que se murió la recuerdo con cariño. Si nos habrá perdonado el lío de su velorio.

Josefino iba callado, las manos en los bolsillos, el mentón hundido en el pecho. Los León murmuraban todo el tiempo, a coro, «buenas noches, don», «buenas, doña», y desde el suelo voces invisibles y soñolientas les devolvían el saludo y los llamaban por sus nombres. Se detuvieron ante una choza y el Mono empujó la puerta: Lituma estaba de espaldas, vestido con un traje color lúcuma, el saco se le abultaba en las caderas, y tenía los cabellos húmedos y brillantes. Sobre su cabeza bailoteaba un recorte de diario, colgado de un alfiler.

– Aquí está el inconquistable número tres, primo -dijo el Mono.

Lituma giró como un trompo, cruzó la habitación risueño y rápido, los brazos abiertos, y Josefino le salió al encuentro. Se estrecharon con fuerza, y estuvieron un buen rato dándose palmadas, cuánto tiempo hermano, cuánto tiempo Lituma, y qué gusto tenerte aquí de nuevo, restregándose como dos sabuesos.

– Vaya telada la que tiene encima, primo -dijo el Mono.

Lituma retrocedió para que los inconquistables contemplaran a sus anchas su atavío flamante y multicolor: camisa blanca de cuello duro, corbata rosada con motas grises, medias verdes y zapatos en punta, lustrados como espejos.

– ¿Les gusta? Lo estoy estrenando en homenaje a mi tierra. Me lo compré hace tres días, en Lima. Y también la corbata y los zapatos.

– Estás hecho un príncipe -dijo José-. Buenmosisísimo, primo.

– La telada, la telada nomás -dijo Lituma, pellizcando las solapas de su saco-. La percha comienza a apolillarse. Pero todavía puedo hacer alguna conquista. Ahora que estoy solterito, me toca mi turno.

– Casi no te reconocí -lo interrumpió Josefino-. Tanto tiempo que no te veía de civil, colega.

– Di más bien tanto tiempo que no me veías -dijo Lituma y su rostro se agravó, sonrió de nuevo.

– También nosotros nos habíamos olvidado cómo eras de civil, primo -dijo José.

– Así estás mejor que disfrazado de cachaco -dijo el Mono-. Ahora vuelves a ser un inconquistable de veras.

– Qué esperamos -dijo José-. Cantemos el himno.

– Ustedes son mis hermanos -se rió Lituma-. ¿Quién les enseñó a tirarse al río desde el Viejo Puente?

– Y también a chupar y a irnos de putas -dijo José-. Tú nos corrompiste, primo.

Lituma tenía abrazados a los León, los sacudía afectuosamente. Josefino se frotaba las manos y, aunque su boca sonreía, en sus ojos inmóviles brillaba algo furtivo y alarmado, y la postura de su cuerpo, los hombros echados atrás, el pecho salido, las piernas ligeramente plegadas, era a la vez forzada, inquieta y vigilante.

– Tenemos que probar ese endote -dijo el Mono-. Usted lo prometió y lo prometido es deuda.

Se sentaron en dos esteras, bajo una lámpara de kerosene colgada del techo que, al mecerse, rescataba de las paredes de adobe sumidas en la penumbra, fugaces rajaduras, inscripciones, y una hornacina ruinosa en la que, a los pies de una Virgen de yeso con el Niño en brazos, había un candelero vacío. José encendió la vela de la hornacina y, a su luz, el recorte de periódico mostró la silueta amarillenta de un general, una espada, muchas condecoraciones. Lituma había acercado una maleta a las esteras. La abrió, sacó una botella, la descorchó con los dientes, y el Mono lo ayudó a llenar cuatro copitas hasta el tope.