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– Lástima que no guardaras esos periódicos y también los de Campo Grande -dijo Aquilino-. Sería gracioso leerlos ahora, y ver cómo fuiste famoso, Fushía.

– ¿Has aprendido a leer? -dijo Fushía-. Cuando trabajábamos juntos no sabías, viejo.

– Me los hubieras leído tú -dijo Aquilino-. Pero ¿cómo es que al señor Julio Reátegui no le pasó nada? ¿Por qué tuviste que escapar tú y él tan tranquilo?

– Injusticias de la vida -dijo Fushía-. Él ponía el capital y yo el pellejo. El jebe figuraba como mío, aunque sólo me tocaron las sobritas. A pesar de eso me habría hecho rico, Aquilino, el negocio era redondo.

La Lalita no le contaba nada, ella se la comía a preguntas y la muchacha no sé, no sé, era la pura verdad, doctor Portillo, ¿por qué iba a maliciar? El japonés estaba siempre de viaje, pero tanta gente iba de viaje y, además, cómo iba a saber ella que embarcar caucho era contrabando y tabaco no.

– El tabaco no es material estratégico, señora -dijo el doctor Portillo-. El caucho sí. Tenemos que venderlo sólo a nuestros aliados, que están en guerra con los alemanes. ¿No sabe que el Perú también está en guerra?

– Debiste venderles el caucho a los gringos, entonces, Fushía -dijo Aquilino-. No hubieras tenido líos y ellos te habrían pagado en dólares.

– Nuestros aliados nos compran el caucho a un precio de guerra, señora -dijo el doctor Portillo-. El japonés lo vendía a escondidas y le pagaban cuatro veces más. ¿Tampoco sabía eso?

– Primera noticia, doctor -dijo la mujer-. Yo soy pobre, no me interesa la política, nunca hubiera dejado que mi hija saliera con un contrabandista. ¿Y será cierto que también era un espía, doctor?

– Siendo tan muchachita, le daría pena dejar a su madre -dijo Aquilino-. ¿Cómo la convenciste a la Lalita, Fushía?

La Lalita podía querer mucho a su madre, pero con él comía y se ponía zapatos, en Belén hubiera terminado de lavandera, de puta o de sirvienta, viejo y Aquilino cuentos, Fushía: tenía que estar enamorado de ella o no se la hubiera llevado. Era mucho más fácil escapar solo que arrastrando una mujer, si no la quería no se la robaba.

– Selva adentro la Lalita valía su peso en oro -dijo Fushía-. ¿No te he dicho que era bonita entonces? A cualquiera lo tentaba.

– Su peso en oro -dijo Aquilino-. Como si hubieras pensado hacer negocio con ella.

– Hice un buen negocio con ella -dijo Fushía-. ¿Nunca te contó esa puta? El perro de Reátegui no me lo habrá perdonado nunca, seguro. Fue mi venganza de él.

– Y una noche no vino, ni la siguiente, y después llegó una carta de ella -dijo la mujer-. Diciéndome que se iba al extranjero con el japonés, y que se casarían. Le he traído la carta, doctor.

Yo la guardaré, démela -dijo el doctor Portillo-. ¿Y por qué no dio parte a la policía de que se había fugado su hija, señora?

– Yo creí que era cosa de amor, doctor -dijo la mujer-. Que él sería casado y que por eso se escapó con mi hija. Sólo unos días después salió en el periódico que el japonés era un bandido.

– ¿Cuánto dinero le mandó Lalita en su carta? -dijo el doctor.

– Mucho más de lo que valían juntas esas dos perras -dijo Fushía-. Mil soles.

– Doscientos soles, fíjese qué mezquindad, doctorcito -dijo la mujer-. Pero ya me los gasté, pagando deudas.

Él conocía el alma de la vieja: más roñosa que la del turco que lo metió preso, Aquilino y el doctor Portillo quería saber si lo que declaró a la policía era lo mismo que le había contado a él, señora, ¿con puntos y comas?

– Salvo lo de los doscientos soles, doctor -dijo la mujer-. Me los hubieran quitado, usted sabe cómo son en la comisaría.

– Déjeme estudiar el asunto con calma -dijo el doctor Portillo-. Yo la llamaré apenas haya alguna novedad. Si la citan al juzgado o a la policía, yo la acompañaré. No haga ninguna declaración si no estoy presente, señora. A nadie, ¿me comprende?

– Como usted mande, doctor -dijo la mujer-. Pero, ¿y los daños y perjuicios? Todos dicen que tengo derecho. Me engañó y me quitó a mi hija, doctor.

– Cuando lo capturen, pediremos una reparación -dijo el doctor Portillo-. Yo me encargaré de eso, no se preocupe. Pero, si no quiere complicaciones, ya sabe, ni una palabra si no está su abogado presente.

– Así que volviste a verlo al señor Julio Reátegui -dijo Aquilino-. Yo creí que de Iquitos te habías ido de frente a la isla.

Y en qué quería que se fuera: ¿nadando?, ¿cruzando a pie toda la selva, viejo? No tenía sino unos cuantos soles y él sabía que el perro de Reátegui se lavaría las manos, porque él no figuraba para nada. Suerte que se llevó a la Lalita, que la gente tenga sus debilidades y Julio Reátegui estaba allí, había oído todo pero ¿sería cierto que la vieja no sabía nada? Tenía una pinta que era de desconfiar, compadre. Y, además, le preocupaba que Fushía se hubiera llevado una mujer, los enamorados hacen tonterías.

– Allá él si hace tonterías -dijo el doctor Portillo-. A ti no puede comprometerte aunque quiera. Todo está bien estudiado.

– No me dijo una palabra de la tal Lalita -dijo Julio Reátegui-. ¿Tú sabías que vivía con esa muchacha?

– Ni una palabra -dijo el doctor Portillo-. Debe ser celoso, la tendría bajo siete llaves. Lo importante es que la bendita vieja está en la luna. No creo que haya peligro, supongo que los novios estarán ya en el Brasil. ¿Comemos juntos esta noche?

– No puedo -dijo Julio Reátegui-. Me llaman de urgencia de Uchamala. Vino un peón, no sé qué diablos pasa. Trataré de volver el sábado. Supongo que don Fabio habrá llegado ya a Santa María de Nieva, hay que mandarle decir que por el momento no compre más jebe. Hasta que se calme la cosa.

– ¿Y adónde te fuiste a esconder con la Lalita? -dijo Aquilino.

– A Uchamala -dijo Fushía-. Un fundo en el Marañón de ese perro de Reátegui. Vamos a pasar cerca, viejo.

Las reses salen de las haciendas después del mediodía y entran en el desierto con las primeras sombras. Embozados en ponchos, con amplios sombreros para resistir la embestida del viento y de la arena, los peones guían toda la noche hacia el río a los pesados, lentos animales. Al alba, divisan Piura: un espejismo gris al otro lado de la ribera, una aglomeración inmóvil. No llegan a la ciudad por el Viejo Puente, que es frágil. Cuando el cauce está seco, lo atraviesan levantando una gran polvareda. En los meses de avenida, aguardan a la orilla del río. Las bestias exploran la tierra con sus anchos hocicos, tumban a cornadas los algarrobos tiernos, lanzan lúgubres mugidos. Los hombres charlan calmadamente mientras desayunan un fiambre y traguitos de cañazo, o dormitan enrollados en sus ponchos. No deben esperar mucho, a veces Carlos Rojas llega al embarcadero antes que el ganado. Ha surcado el río desde el otro confín de la ciudad, donde está su rancho. El lanchero cuenta los animales, calcula su peso, decide el número de viajes para trasbordarlos. En la otra orilla, los hombres del camal alistan sogas, sierras y cuchillos, y el barril donde hervirá ese espeso caldo de cabeza de buey que sólo los del matadero pueden tomar sin desmayarse. Terminado su trabajo, Carlos Rojas amarra la lancha a uno de los soportes del Viejo Puente y se dirige a una cantina de la Gallinacera donde acuden los madrugadores. Esa mañana había ya buen número de aguateros, barrenderos y placeras, todos gallinazos. Le sirvieron una calabaza de leche de cabra, le preguntaron por qué traía esa cara. ¿Estaba bien su mujer? ¿Y su churre? Sí, estaban bien, y el Josefino ya caminaba y decía papá, pero él tenía que contarles algo. Y seguía con la bocaza abierta y los ojos saltados de asombro, como si acabara de ver el cachudo. Diez años que trabajaba en la lancha y nunca había encontrado a nadie en la calle al levantarse, sin contar a la gente del camal. El sol no aparece todavía, está todo negro, es cuando la arena cae más fuerte, ¿a quién se le va a ocurrir, entonces, pasearse a esas horas? Y los gallinazos tienes razón, hombre, a nadie se le ocurriría. Hablaba con ímpetu, sus palabras eran como disparos y se ayudaba con gestos enérgicos; en las pausas, siempre, la bocaza abierta y los ojos saltados. Fue por eso que se asustó, caracho, por lo raro. ¿Qué es esto? Y escuchó otra vez, clarito, los cascos de un caballo. No se estaba volviendo loco, sí había mirado a todos lados, que se esperaran, que lo dejaran contar: lo había visto entrando al Viejo Puente, lo reconoció ahí mismito. ¿El caballo de don Melchor Espinoza? ¿Ese que es blanco? Sí señor, por eso mismo, porque era blanco brillaba en la madrugada y parecía fantasma. Y los gallinazos, decepcionados, se soltaría, no es novedad, ¿o a don Melchor le vino la chochera de viajar a oscuras? Es lo que él pensó, ya está, se le escapó el animal, hay que cogerlo. Saltó de la lancha y a trancones subió la ladera, menos mal que el caballito no iba apurado, se le fue acercando despacio para no espantarlo, ahora se le plantaría delante y le cogería las crines, y con la boca chas, chas, chas, no te pongas chúcaro, lo montaría a pelo y lo devolvería a su dueño. Iba al paso, ya cerquita, y lo veía apenas por la cantidad de arena, entraron juntos a Castilla, y él entonces se le cruzó y sas. Interesados de nuevo, los gallinazos qué pasó Carlos, qué viste. Sí señor, a don Anselmo que lo miraba desde la montura, palabra de hombre. Tenía un trapo en la cara y, de primera intención, a él se le pararon los pelos: perdón, don Anselmo, creía que el animal se escapaba. Y los gallinazos ¿qué hacía allí?, ¿adónde iba?, ¿se estaba escapando de Piura a escondidas, como un ladrón? Que lo dejaran acabar, maldita sea. Se rió a su gusto, lo miraba y se moría de risa, y el caballito que caracoleaba. ¿Sabían lo que le dijo? No ponga esa cara de miedo, Rojas, no podía dormir y salí a dar una vuelta. ¿Oyeron? Tal como se lo contaba. El viento era puro fuego, chicoteaba duro, durisisísimo y él tuvo ganas de responderle si le había visto cara de tonto, ¿creía que iba a creerle? Y un gallinazo pero no se lo dirías, Carlos, no se trata de mentirosa a la gente y, además, qué te importaba. Pero ahí no terminaba el cuento. Un rato después lo vio de nuevo, a lo lejos, en la trocha a Catacaos. Y una gallinaza ¿en el arenal?, pobre, tendrá la cara comida, y los ojos y las manos. Con lo que había soplado ese día. Que si no lo dejaban hablar se callaba y se iba. Sí, seguía en el caballo y daba vueltas y más vueltas, miraba el río, el Viejo Puente, la ciudad. Y después desmontó y jugaba con su manta. Parecía un churre contento, brincaba y saltaba como el Josefino. Y los gallinazos ¿no se habrá vuelto loco don Anselmo?, sería lástima, siendo tan buena persona, ¿a lo mejor estaría borracho? Y Carlos Rojas no, no le pareció loco ni borracho, le había dado la mano al despedirse, le preguntó por la familia y le encargó saludarla. Pero que vieran si no tenía razón de venir asombrado.