– ¿Por qué nunca nos dijiste que hablabas aguaruna, Bonifacia? -dijo la superiora.
– ¿No ves cómo de todo las madres dicen ya te salió el salvaje? -dijo Bonifacia-. ¿No ves cómo dicen ya estás comiendo con las manos, pagana? Me daba vergüenza, madre.
Las trae de la mano desde la despensa y, en el umbral de su angosta habitación, les indica que esperen. Ellas se juntan, se hacen un ovillo contra la pared. Bonifacia entra, enciende el mechero, abre el baúl, lo registra, saca el viejo manojo de llaves y sale. Vuelve a coger a las chiquillas de la mano.
– ¿Cierto que al pagano lo subieron a la capirona? -dijo Bonifacia-. ¿Que le cortaron el pelo y se quedó con la cabeza blanca?
– Pareces loca -dijo la madre Angélica-, de repente sales con cada cosa.
Pero ella sabía, mamita: lo trajeron los soldados en un bote, lo amarraron al árbol de la bandera, las pupilas se subían al techo de la residencia para mirar y la madre Angélica les daba azotes. ¿Seguían con esa historia las bandidas? ¿Cuándo se la contaron a Bonifacia?
– Me la contó un pajarito amarillo que se entró volando -dijo Bonifacia-. ¿De veras le cortaron su pelo? ¿Como a las paganitas la madre Griselda?
– Se lo cortaron los soldados, tonta -dijo la madre Angélica-. No se puede comparar. La madre Griselda se los corta a las niñas para que ya no les pique. A él fue en castigo.
– ¿Y qué había hecho el pagano, mamita? -dijo Bonifacia.
– Maldades, cosas feas -dijo la madre Angélica-. Había pecado.
Bonifacia y las chiquillas salen en puntas de pie. El patio está partido en dos: la luna alumbra la fachada triangular de la capilla y la chimenea de la cocina; el otro sector de la misión es una aglomeración de sombras húmedas. El muro de ladrillos se recorta, impreciso, bajo la arcada opaca de lianas y de ramas. La residencia de las madres ha desaparecido en la noche.
– Tienes una manera muy injusta de ver las cosas -dijo la superiora-. A las madres les importa tu alma, no el color de tu piel ni el idioma que hablas. Eres ingrata, Bonifacia. La madre Angélica no ha hecho otra cosa que mimarte desde que llegaste a la misión.
– Ya sé, madre, por eso te pido que reces por mí -dijo Bonifacia-. Es que esa noche me volví salvaje, vas a ver qué horrible.
– Deja de llorar de una vez -dijo la superiora-. Ya sé que te volviste una salvaje. Yo quiero saber qué hiciste.
Las suelta, les indica silencio con un gesto y echa a correr, siempre de puntillas. Al principio les saca cierta ventaja, pero a medio patio las dos chiquillas corren a su lado. Llegan juntas ante la puerta clausurada. Bonifacia
se inclina, prueba las gruesas, enmohecidas llaves del manojo, una tras otra. La cerradura chirría, la madera está mojada y suena a hueco cuando ellas la golpean con la mano abierta, pero la puerta no se abre. La respiración de las tres es anhelante.
– ¿Yo era muy chiquita entonces? -dijo Bonifacia-. ¿De qué tamaño, mamita? Muéstrame con tu mano.
– Así, de este tamaño -dijo la madre Angélica-. Pero ya eras un demonio.
– ¿Y hacía cuánto que estaba en la misión? -dijo Bonifacia.
– Poco tiempo -dijo la madre Angélica-. Sólo unos meses.
Ya está, ya se le había metido el demonio en el cuerpo, mamita. ¿Qué decía esta loca? A ver con qué salía ahora y a Bonifacia la habían traído a Santa María de Nieva con el pagano ese. Las pupilas se lo contaron, ahora la madre Angélica tenía que ir a confesarse la mentira. Si no se iría al infierno, mamita.
– ¿Y entonces para qué me preguntas, mañosa? -dijo la madre Angélica-. Es falta de respeto y además pecado.
– Era jugando, mamita -dijo Bonifacia-. Yo sé que te vas a ir al cielo.
La tercera llave gira, la puerta cede. Pero afuera debe haber una tenaz concentración de tallos, matorrales y plantas trepadoras, nidos, telarañas, hongos y madejas de lianas que resisten y atajan la puerta. Bonifacia apoya todo su cuerpo en la madera y empuja -hay levísimos, múltiples desgarramientos y un rumor quebradizo- hasta que se forma una abertura suficiente. Sujeta la puerta entreabierta, siente en su cara el roce de suaves filamentos, escucha el murmullo del follaje invisible y, de pronto, a su espalda, otro murmullo.
– Me volví como ellas, madre -dijo Bonifacia-. La del aro en la nariz comió y a la fuerza la hizo comer a la otra paganita. Le metía el plátano a la boca con sus dedos, madre.
– ¿Y qué tiene que ver eso con el demonio? -dijo la superiora.
– Una le agarraba su mano a la otra y le chupaba sus dedos -dijo Bonifacia-, y después la otra lo mismo. ¿Ves el hambre que tenían, madre?
¿Cómo no iban a tener? Las pobrecillas no habían probado bocado desde Chicais, Bonifacia, pero la superiora ya sabía que a ella le dieron pena. Y Bonifacia apenas les entendía, madre, porque hablaban raro. Aquí iban a comer todos los días, y ellas queremos irnos, aquí iban a ser felices y ellas queremos irnos y comenzó a contarles esas historias del Niño Jesús que les gustaban tanto a las paganitas, madre.
– Es lo mejor que haces tú -dijo la superiora-. Contar historias. ¿Qué más, Bonifacia?
Y ella tiene los ojos como dos cocuyos, váyanse, verdes y asustados, vuelvan al dormitorio, da un paso hacia las pupilas, ¿con qué permiso salieron? y empujada por el bosque la puerta se cierra sin ruido. Las pupilas la observan calladas, dos docenas de luciérnagas y una sola silueta anchísima y deforme, la oscuridad disimula rostros, guardapolvos. Bonifacia mira hacia la residencia: no se ha encendido ninguna luz. De nuevo les ordena que regresen al dormitorio pero ellas no se mueven ni le responden.
– ¿El pagano ese era mi padre, mamita? -dijo Bonifacia.
– No era tu padre -dijo la madre Angélica-. Nacerías en Urakusa pero eras hija de otro, no de ese malvado.
¿No le estaba mintiendo, mamita? Pero la madre Angélica nunca mentía, loca, por qué le iba a mentir a ella. ¿Para que no le diera pena de repente, mamita? ¿Para que no se avergonzara? ¿Y no creía que su padre también había sido malvado?
– ¿Por qué iba a ser? -dijo la madre Angélica-. Podía ser de buen corazón, hay muchos paganos así. Pero qué te preocupa eso. ¿Acaso no tienes ahora un padre mucho más grande y más bueno?
Tampoco esta vez le obedecen, váyanse, vuelvan al dormitorio, y las dos chiquillas están a sus pies, temblando, prendidas de su hábito. Súbitamente, Bonifacia da media vuelta, corre hacia la puerta, empuja, la abre, señala la oscuridad del monte. Las dos chiquillas están junto a ella pero no se deciden a cruzar el umbral, sus cabezas oscilan entre Bonifacia y la sombría abertura y ahora las luciérnagas se adelantan, sus siluetas se delinean frente a Bonifacia, han comenzado a murmurarle, algunas a tocarla.
– Se los buscaban la una a la otra, madre -dijo Bonifacia-, y se los sacaban y los mataban con los dientes. No por maldad, sino jugando, madre y antes de morder se lo mostraban diciendo mira lo que te he sacado. Jugando y también por cariño, madre.
– Si ya tenían confianza en ti, podías haberlas aconsejado -dijo la superiora-. Decirles que no hicieran esas suciedades.
Pero ella sólo pensaba en el día siguiente, madre: que no llegara mañana, que la madre Griselda no les corte sus pelos, no ha de cortárselos, no ha de echarles desinfectante y la superiora ¿qué tonterías eran ésas?
– Tú no ves cómo se ponen, yo tengo que sujetarlas y veo -dijo Bonifacia-. Y también cuando las bañan y el jabón les entra a los ojos.
¿Le daba pena que la madre Griselda las fuera a librar de esos bichos que les devoraban la cabeza? ¿Esos bichos que se tragan y las enferman y les hinchan las barriguitas? Y es que ella todavía se soñaba con las tijeras de la madre Griselda. De lo que le dolió tanto, madre, por eso sería.
– No pareces inteligente, Bonifacia -dijo la superiora-. Más bien debiste sentir pena al ver a esas criaturas convertidas en dos animalitos, haciendo lo que hacen los monos.