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– Vale diez mil -dijo Fushía-. Sólo que estoy apurado, usted sabe de sobra por qué, don julio, y no puedo cargar con mujeres. Quisiera partir hoy mismo.

Pero así nomás a él no le iban a sacar mil soles, encima que lo había escondido. Y, además, Fushía estaba viendo que el negocio del jebe se había ido al diablo, y con las crecidas era imposible sacar madera este año y Fushía esas loretanas, don Julio, ya sabía: unos volcanes que lo incendian todo. Le apenaba dejarla, porque no sólo era bonita: cocinaba y tenía buen corazón. ¿Se decidía, don Julio?

– ¿De veras te apenaba que la Lalita se quedara en Uchamba con el señor Reátegui? -dijo Aquilino-. ¿O era por decir?

– Qué me iba a apenar -dijo Fushía-, a esa puta nunca la quise.

– No te salgas de la cocha -dijo Julio Reátegui-, voy a bañarme contigo. No estarás sin nada, ¿y si vinieran los caneros? Ponte algo, Lalita, no, espera, no todavía.

Lalita está de cuclillas en el remanso y el agua la va cubriendo, a su alrededor brotan ondas, circunferencias concéntricas. Hay una lluvia de lianas a ras del agua y Julio Reátegui los estaba sintiendo, Lalita, tápate: eran muy delgados, tenían espinas, se metían por los agujeritos, chiquita, y adentro arañaban, infectaban todo y tendría que tomar cocimientos horas y aguantar la diarrea una semana.

– No con caneros, patrón -dijo Lalita-, ¿no ve que son peces chiquitos? Y las plantas que hay en el fondo, eso es lo que se siente. Qué tibia está, qué rica ¿no es cierto?

– Meterse al río con una mujer, los dos calatos -dijo Aquilino-. Nunca se me ocurrió de joven y ahora me pesa. Debe ser algo buenazo, Fushía.

– Entraré al Ecuador por el Santiago -dijo Fushía-. Un viaje difícil, don julio, ya no volveremos a vernos. ¿Ya lo pensó? Porque parto esta noche misma. Sólo tiene quince años y yo fui el primero que la tocó.

– A veces pienso por qué no me casé -dijo Aquilino-. Pero con la vida que he llevado, no había cómo. Siempre viajando, en el río no iba a encontrar mujer. Tú sí que no te puedes quejar, Fushía. No te han faltado.

– Estamos de acuerdo -dijo Fushía-. Su lanchita y las conservas. Es un buen negocio para los dos, don Julio.

– El Santiago está lejísimos y no llegarás nunca sin que te vean -dijo Julio Reátegui-. Y, además, de surcada y en esta época tardarás un mes, y eso. ¿Por qué no al Brasil, más bien?

– Ahí es donde me están esperando -dijo Fushía-. A este lado de la frontera y también al otro, por un asunto de Campo Grande. No soy tan tonto, don Julio.

– No llegarás nunca al Ecuador -dijo Julio Reátegui.

– No llegaste, en realidad -dijo Aquilino-. Te quedaste en el Perú, nomás.

– Siempre ha sido así, Aquilino -dijo Fushía-. Todos mis planes me han salido al revés.

– ¿Y si ella no quiere? -dijo Julio Reátegui-. Tienes que convencerla tú mismo, antes que te dé la lancha.

– Ella sabe que mi vida será corretear de un lado a otro -dijo Fushía-, que pueden pasarme mil cosas. A ninguna mujer le gusta andar tras un hombre fregado. Estará feliz de quedarse, don Julio.

– Y, sin embargo, ya ves -dijo Aquilino-. Te siguió y te ayudó en todo. Hizo vida de sajino, como tú, y sin quejarse. Mal que mal, la Lalita ha sido una buena mujer, Fushía.

Fue así como nació la Casa Verde. Su edificación demoró muchas semanas; los tablones, las vigas y los adobes debían ser arrastrados desde el otro límite de la ciudad y las mulas alquiladas por don Anselmo avanzaban lastimosamente por el arenal. El trabajo se iniciaba en las mañanas, al cesar la lluvia seca, y terminaba al arreciar el viento. En la tarde, en la noche, el desierto englutía los cimientos y enterraba las paredes, las iguanas roían las maderas, los gallinazos armaban sus nidos en la incipiente construcción y, cada mañana, había que rehacer lo empezado, corregir los planos, reponer los materiales, en un combate sordo que fue subyugando a la ciudad. «¿En qué momento se dará por vencido el forastero?», se preguntaban los vecinos. Pero transcurrían los días y, sin dejarse abatir por los percances ni contagiar por el pesimismo de conocidos y de amigos, don Anselmo seguía desplegando una asombrosa actividad. Dirigía los trabajos semidesnudo, la maleza de vellos de su pecho húmeda de sudor, la boca llena de euforia. Distribuía cañazo y chicha a los peones y él mismo acarreaba adobes, clavaba vigas, iba y venía por la ciudad azuzando a las mulas. Y un día los piuranos admitieron que don Anselmo vencería, al divisar al otro lado del río, frente a la ciudad, como un emisario de ella en el umbral del desierto, un sólido, invicto esqueleto de madera. A partir de entonces, el trabajo fue rápido. Las gentes de Castilla y de las rancherías del camal, venían todas las mañanas a presenciar las labores, daban consejos y, a veces, espontáneamente, echaban una mano a los peones. Don Anselmo ofrecía de beber a todo el mundo. Los últimos días, una atmósfera de feria popular reinaba en torno a la obra: chicheras, fruteras, vendedoras de quesos, dulces y refrescos, acudían a ofrecer su mercancía a trabajadores y curiosos. Los hacendados hacían un alto al pasar por allí y, desde sus cabalgaduras, dirigían a don Anselmo palabras de estímulo. Un día, Chápiro Seminario, el poderoso agricultor, regaló un buey y una docena de cántaros de chicha. Los peones prepararon una pachamanca.

Cuando la casa estuvo edificada, don Anselmo dispuso que fuera íntegramente pintada de verde. Hasta los niños reían a carcajadas al ver cómo esos muros se cubrían de una piel esmeralda donde se estrellaba el sol y retrocedían reflejos escamosos. Viejos y jóvenes, ricos y pobres, hombres y mujeres, bromeaban alegremente por el capricho de don Anselmo de pintarrajear su vivienda de tal manera. La bautizaron de inmediato: «La Casa Verde». Pero no sólo los divertía el color, también su extravagante anatomía. Constaba de dos plantas, pero la inferior apenas merecía ese nombre: un espacioso salón cortado por cuatro vigas, también verdes, que sostenían el techo; un patio descubierto, tapizado de piedrecillas pulidas por el río y un muro circular, alto como un hombre. La segunda planta comprendía seis cuartos minúsculos, alineados ante un corredor con balaustrada de madera que sobrevolaba el salón del primer piso. Además de la entrada principal, la Casa Verde tenía dos puertas traseras, una caballeriza y una gran despensa.

En el almacén del español Eusebio Romero, don Anselmo compró esteras, lámparas de aceite, cortinas de colores llamativos, muchas sillas. Y, una mañana, dos carpinteros de la Gallinacera anunciaron: «Don Anselmo nos encargó un escritorio, un mostrador igualito al de La Estrella del Norte y ¡media docena de camas!». Entonces, don Eusebio Romero confesó: «Y a mí seis lavadores, seis espejos, seis bacinicas». Una especie de efervescencia ganó todos los barrios, una rumorosa y agitada curiosidad.

Brotaron las sospechas. De casa en casa, de salón en salón cuchicheaban las beatas, las señoras miraban a sus maridos con desconfianza, los vecinos cambiaban sonrisas maliciosas y, un domingo, en la misa de doce, el padre García afirmó desde el púlpito: «Se prepara una agresión contra la moral en esta ciudad». Los piuranos asaltaban a don Anselmo en la calle, le exigían hablar. Pero era inúticlass="underline" «Es un secreto», les decía, regocijado como un colegial; «un poco de paciencia ya sabrán». Indiferente al revuelo de los barrios, seguía viniendo en las mañanas a La Estrella del Norte, y bebía, bromeaba y distribuía brindis y piropos a las mujeres que cruzaban la plaza. En las tardes se encerraba en la Casa Verde, a donde se había trasladado después de regalar a don Melchor Espinoza un cajón de botellas de pisco y una montura de cuero repujado.

Poco después, don Anselmo partió. En un caballo negro, que acababa de comprar, abandonó la ciudad como había llegado, una mañana al alba, sin que nadie lo viera, con rumbo desconocido.