– ¿Qué pasa, colega? -dijo Josefino-. No te muñequees.
– Me voy donde la Chunga -rugió Lituma-. ¿Vienen conmigo? ¿No? Tampoco me hacen falta, me voy solo.
Pero los León lo sujetaron de los brazos y Lituma permaneció en su sitio, congestionado, sudoroso, sus ojillos revoloteando angustiosamente por el aposento.
– Para qué, hermano -dijo Josefino-. Si aquí estamos bien. Cálmate.
– Sólo para oír al arpista de dedos de plata -gimió Lituma-. Sólo para eso, inconquistables. Nos tomamos un trago y volvemos, les juro.
– Siempre fuiste tan hombre, colega. No flaquees, ahora.
– Soy más hombre que cualquiera -balbuceó Lituma-. Pero tengo un corazón así de grande.
– Trata de llorar -dijo el Mono, tiernamente-. Eso desahoga, primo, no tengas vergüenza.
Lituma se había puesto a mirar al vacío y su terno color lúcuma estaba lleno de lamparones de tierra y de saliva. Quedaron callados un buen rato, bebiendo cada uno por su cuenta, sin brindar, y hasta ellos llegaban ecos de tonderos y de valses, y la atmósfera se había impregnado de olor a chicha y a fritura. El balanceo de la lámpara agrandaba y disminuía a un ritmo preciso las cuatro siluetas proyectadas sobre las esteras, y la vela de la hornacina, ya minúscula, exhalaba un humillo rizado y oscuro que envolvía a la Virgen de yeso como una larga cabellera. Lituma se puso de pie con gran esfuerzo, se sacudió la ropa, paseó unos ojos extraviados por el contorno y, de improviso, se llevó un dedo a la boca. Estuvo hurgándose la garganta bajo la atenta mirada de los otros; que lo vieron palidecer, y por fin vomitó, ruidosamente, con arcadas que estremecían todo su cuerpo. Luego, volvió a sentarse, se limpió la cara con el pañuelo y, exhausto, ojeroso, encendió un cigarrillo con manos temblonas.
– Ya estoy mejor, colega. Sigue contando, nomás.
– Sabemos muy poco, Lituma. Es decir, de cómo pasó la cosa. Cuando te metieron adentro nos mandamos mudar. Habíamos sido testigos y podían enredarnos, tú sabes que los Seminario son gente rica, con tantas influencias. Yo me fui a Sullana y tus primos a Chulucanas. Cuando regresamos, ella había dejado la casita de Castilla y nadie sabía dónde paraba.
– Así que se quedó solita la pobre -murmuró Lituma-. Sin un cobre y todavía encinta.
– Por eso no te preocupes, hermano -dijo Josefino-. No dio a luz. Al poco tiempo supimos que andaba por las chicherías, y una noche la encontramos en el Río Bar con un tipo, y ya no estaba encinta.
– ¿Y ella qué hizo cuando los vio?
– Nada, colega. Nos saludó lo más fresca. Y después nos topábamos con ella por aquí y por allá, y siempre estaba acompañada. Hasta que un día la vimos en la Casa Verde.
Lituma se pasó el pañuelo por la cara, chupó el cigarrillo con fuerza y arrojó una gran bocanada de humo espeso.
– ¿Por qué no me escribieron? -su voz era cada vez más ronca.
– Ya tenías bastante, encerrado lejos de tu tierra. ¿Para qué íbamos a amargarte más la vida, colega? No se dan esas noticias a uno que anda fregado.
– Basta, primo, parece que te gustara sufrir -dijo José-. Cambien de tema.
De los labios de Lituma corría hasta su cuello un hilo de saliva brillante. Su cabeza se movía, lenta, pesada, mecánica, siguiendo la exacta oscilación de las sombras en las esteras. Josefino llenó las copas. Continuaron bebiendo, sin hablar, hasta que la vela de la hornacina se apagó.
– Ya hace dos horas que estamos aquí -dijo José, señalando el candelero-. Es lo que dura la mecha.
– Estoy contento de que hayas vuelto, primo -dijo el Mono-. No pongas esa cara. Ríete, todos los mangaches van a estar felices de verte. Ríete, primito.
Se dejó ir contra Lituma, lo estrechó y estuvo mirándolo con sus ojos grandes, vivos y ardientes, hasta que Lituma le dio una palmadita en la cabeza y sonrió.
– Así me gusta, primo -dijo José-. Viva la Mangachería, cantemos el himno.
Y, súbitamente, los tres comenzaron a hablar, eran tres churres y saltaban los muros de adobe de la Escuela Fiscal para bañarse en el río o, montados en un burro ajeno, recorrían arenosos senderos, entre chacras y algodonales, en dirección a las huacas de Narihualá, y ahí estaba el estruendo de los carnavales, los cascarones y los globos llovían sobre enfurecidos transeúntes y ellos empapaban también a los cachacos que no se atrevían a ir a sacarlos de sus escondites en las azoteas y en los árboles, y ahora, en las mañanas calientes, disputaban fogosos partidos de fútbol con una pelota de trapo en la cancha infinitamente grande del desierto. Josefino los escuchaba mudo, los ojos llenos de envidia, los mangaches recriminaban a Lituma, ¿de veras que te enrolaste en la Guardia Civil?, so renegado, so amarillo, y los León y Lituma reían. Abrieron otra botella. Siempre callado, Josefino hacía argollas con el humo, José silbaba, el Mono retenía el pisco en la boca, simulaba masticarlo, hacía gárgaras, morisquetas, no siento náuseas ni fuego, sólo ese calorcito que no se confunde.
– Tranquilo, inconquistable -dijo Josefino-. Dónde vas, agárrenlo.
Los León lo alcanzaron en el umbral, José lo tenía de los hombros y el Mono le abrazaba la cintura; lo sacudía con furia, pero su voz era atolondrada y llorosa:
– Para qué, primo. No vayas, tu corazón va a sangrar. Hazme caso, Lituma, primito.
Lituma acarició con torpeza el rostro del Mono, revolvió sus cabellos crespos, lo apartó sin brusquedad y salió, tambaleándose. Ellos lo siguieron. Afuera, a las orillas de sus casas de caña brava, los mangaches dormían bajo las estrellas, formaban silenciosos racimos humanos en la arena. El bullicio de las chicherías había crecido, el Mono repetía las tonadas entre dientes y, cuando escuchaba un arpa, abría los brazos: ¡pero como don Anselmo no hay! Él y Lituma iban adelante, tomados del brazo, zigzagueantes, a veces en la oscuridad se elevaba una protesta, «¡cuidado, no pisen!», y ellos, a coro, «perdoncito, don», «mil perdones, doña».
– Esa historia que le contaste parecía una película -dijo José.
– Pero se la creyó -dijo Josefino-. No se me ocurrió otra. Y ustedes no me ayudaron, ni siquiera abrieron la boca.