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creía que don Julio se la llevaría tan pronto. En general, prefería que salgan de la misión a fin de año, no en pleno curso, pero, ya que se dio el trabajo de venir personalmente, harían una excepción, por tratarse de él, claro. Y él, la verdad, estaba matando dos pájaros de un tiro, madre, tenía que echar un vistazo al campamento del Nieva, los materos habían encontrado palo de rosa, parecía, así que aprovechó para darse un saltito y la superiora asiente: ¿la iban a encargar de las niñas?, algo de eso decía la señora Reátegui. Ah, las niñas, madre, si las viera, estaban preciosas, don Fabio se lo figuraba, y la madre las conocía, la señora Reátegui le mandó fotos de las chiquilinas, la mayorcita una muñeca y la pequeña qué ojazos. Tenían a quien salir, por cierto, la señora Reátegui era tan guapa y don Fabio lo decía con todo respeto, don Julio. Ya hace tiempo que se les había casado el ama, madre, y ella no se figuraba lo aprensiva que era la señora Reátegui, a todas las muchachas les ponía peros, que eran sucias, que iban a contagiarles enfermedades, siempre las peores cosas, y ahí la tenían, de niñera hace dos meses. Por ese lado, don Fabio se adelanta en el asiento, la señora Reátegui podía estar bien tranquila, da una palmadita, de aquí nadie salía enferma ni sucia, sonríe, ¿no era cierto, madre?, hace una venia, daba gusto ver lo limpiecitas que las tenían y Reátegui de veras, madre, la esposa del doctor Portillo. ¿También dificultades con la servidumbre? Sí, don Fabio, cada vez resultaba más difícil hallar gente racional en Iquitos, ¿sería posible llevarle también una de las jovencitas, madre? Sí, era posible, la superiora frunce ligeramente los labios, don julio, pero que no le hablara así, su voz se adelgaza, la misión no era una agencia de domésticas y ahora Reátegui está inmóvil, serio, una mano confusa palmoteando el brazo del asiento, ¿no habría interpretado mal sus palabras, no?, es decir, la superiora examina el crucifijo, don Fabio frota su calva, se balancea en su silla, parpadea, madre, ¿no habría interpretado mal las palabras de don julio, no? Él sabía de dónde venían estas niñas, cómo vivían antes de entrar a la misión, Julio Reátegui le aseguraba, madre, había habido un error, no lo había comprendido, y después de estar aquí las niñas no tenían adónde ir, los caseríos indígenas no se estaban quietos, pero aun si pudieran localizar a las familias las niñas ya no se acostumbrarían, ¿cómo iban a vivir desnudas de nuevo?, la superiora hace un ademán amable, ¿a adorar serpientes?, pero su sonrisa es glacial, ¿a comerse los piojos? Era culpa de él, madre, se expresó mal y ella tomaba sus palabras en otro sentido, pero las niñas tampoco podían quedarse en la misión, don julio, no sería justo, ¿no era verdad?, debían dejar sitio a las otras. La idea era que ellos ayudaran a las madres a incorporar al mundo civilizado a esas niñas, don Julio, que les facilitaran el ingreso a la sociedad. Era precisamente en ese sentido que el señor Reátegui, madre, ¿acaso ella no lo conocía?, y en la misión recogían a esas criaturas y las educaban para ganar unas almas a Dios, no para proporcionar criadas a las familias, don julio, que le disculpara la franqueza. Él lo sabía de sobra, madre, por eso él y su señora siempre colaboraron con la misión, si había algún inconveniente no pasaba nada, madre, no se dijo nada, por favor que no se preocupara. La superiora no se preocupaba por ellos, don Julio, sabía que la señora Reátegui era muy piadosa y que la niña estaría en buenas manos. El doctor Portillo era el mejor abogado de Iquitos, madre, ex diputado, si no se tratara de una familia decente, conocida, ¿se habría atrevido Julio Reátegui a hacer esa gestión? Pero le repetía que no pensara más en eso, madre, y la superiora sonríe de nuevo: ¿se había enfadado con ella? No importaba, a todo el mundo le venía bien un sermón de cuando en cuando y Julio Reátegui se acomoda en el asiento, le había jalado las orejas, madre, lo había hecho sentirse en falta y si él le garantizaba a ese señor, don julio, ella le creía, ¿no importaba que le hiciera algunas preguntas? Todas las que quisiera la madre, y él comprendía eso de las precauciones, algo lógico, pero tenía que creerle, el doctor Portillo y su esposa eran de lo mejor y la muchacha sería muy bien tratada, ropa, comida, hasta salario y la superiora no lo dudaba, don Julio. Sus labios finos, furtivos, se fruncen de nuevo: ¿y lo otro? ¿Se preocuparían de que la niña conserve lo ganado aquí? ¿No destruirían por negligencia lo que le habían dado en la misión? Se refería a eso, don Julio, y era verdad que la madre no conocía a los Portillo, Angelita organizaba todos los años la Navidad de los pobres, ella misma iba a pedir donativos a las tiendas y a repartirlos en las barriadas, madre: podía estar segura que Angelita llevaría a la muchacha a cuanta procesión hubiera en Iquitos. La superiora no quería importunarlo más, pero había algo, ¿tomaría él la responsabilidad de las dos? Para cualquier reclamo o cosa que ocurra, madre, no faltaba más, la tomaría y firmaría lo necesario, con mucho gusto, en su nombre y en el del doctor Portillo. Estaban de acuerdo, pues, don Julio, y la superiora iba a buscarlas; además, seguramente la madre Griselda les había preparado unos refrescos, no les vendrían mal, ¿no es cierto?, con el calor que hacía y don Fabio eleva las manos regocijadas: siempre tan amables, ellas. La superiora sale de la habitación, los jirones de sol que abrazan las vigas ya no son brillantes sino opacos, en la huerta contigua las pupilas siguen cantando, hombre, ¿qué significaba esto? No había derecho, vaya mal rato que le hizo pasar la monja, don Fabio, y él don Julio, puro formulismo, las madres querían mucho a estas huerfanitas, les daba pena que se fueran, eso era todo, ¿pero a los oficiales de Borja les hacían las mismas preguntas?, ¿y a esos ingenieros que pasan por acá les vienen con los mismos consejos?, que le hiciera el favor, don Fabio. El gobernador tiene el rostro apenado, la madre estaría malhumorada por algo, no había que hacerle caso, don Julio y a Reátegui que no le dijeran que los milicos las iban a tratar mejor que ellos, las harían trabajar como animales, fijo, no les pagarían un cobre, seguro, ¿don Fabio sabía las miserias que ganaban los milicos? Y, además, a él lo conocían de sobra, si les recomendaba a Portillo sería por algo, don Fabio, por favor, dónde se había visto. El coro de la huerta cesa de golpe y el gobernador no comprendía, la superiora siempre tan gentil, tan educada, ya pasó, don Julio, que no se hiciera mala sangre, y él no se hacía mala sangre pero las injusticias lo sublevaban como a cualquiera: se habría acabado el recreo, los nudillos de don Fabio tamborilean en el asiento, a él también lo puso nervioso la madre, don Julio, se sintió en el confesionario, ellos se vuelven y la puerta se abre. La superiora trae una fuente, una pirámide de galletas de cantos ásperos, y la madre Griselda una bandeja de barro, vasos, una jarra llena de un líquido espumoso, las dos pupilas permanecen junto a la puerta, asustadizas, hurañas en sus guardapolvos cremas: ¡jugo de papaya, bravo! Esta madre Griselda, siempre mimándolos, don Fabio se ha puesto de pie y la madre Griselda ríe tapándose la boca con la mano, ella y la superiora reparten los vasos, los llenan. Desde la puerta, una contra otra, las pupilas miran de soslayo, una tiene la boca entreabierta y exhibe sus dientes minúsculos, limados en punta. Julio Reátegui levanta su vaso, madre, se lo agradecía de veras, estaba muerto de sed, pero debían probar las galletitas, a que no adivinaban, ¿y?, a ver, ¿y, don Fabio? No se les ocurría, madre, qué cosa más suavecita, ¿de maíz?, más delicada, ¿de camote? y la madre Griselda lanza una carcajada: ¡de yuca! Las había inventado ella misma, cuando trajera a la señora Reátegui le daría la receta y don Fabio bebe un sorbito entornando los ojos: la madre Griselda tenía manos de ángel, sólo por eso merecía el cielo, y ella calle, calle, don Fabio, que se sirvieran más jugo. Beben, sacan sus pañuelos, se limpian los finos bozales anaranjados, Reátegui tiene gotitas de sudor en la frente, la calva del gobernador rutila. Por fin la madre Griselda recoge la bandeja, la jarra y los vasos, les sonríe con picardía desde la puerta, sale, Reátegui y el gobernador miran a las pupilas inmóviles, éstas bajan la cabeza al mismo tiempo: buenas tardes, jovencitas. La superiora da un paso hacia ellas, a ver, acérquense, ¿por qué se quedaban ahí? La de los dientes limados arrastra los pies y se detiene sin levantar la cabeza, la otra queda en su sitio y Julio Reátegui tú también, hija, no había que tenerle miedo, no era el cuco. La pupila no responde y la superiora, de pronto, adopta una expresión enigmática, burlona. Mira a Reátegui, en los ojos de éste brota una pequeña luz intrigada, el gobernador está indicando con la mano a la chiquilla que se acerque y la superiora, don julio, ¿no la reconocía? Señala a la que está junto a la puerta y su sonrisa se acentúa, una señal afirmativa y Julio Reátegui se vuelve hacia la chiquilla, la examina pestañeando, mueve los labios, chasquea los dedos, ah, madre, ¿era ella?, sí. Vaya sorpresa, ni siquiera se le había pasado por la cabeza, ¿había cambiado mucho, don Julio?, tanto madre, se venía con él, la señora Reátegui estaría encantada. Pero si eran viejos amigos, hija, ¿no se acordaba de él acaso? La de los dientes limados y el gobernador miran a uno y otro con curiosidad, la pupila de la puerta alza un poco la cabeza, sus ojos verdes contrastan con su tez oscura, la superiora suspira, Bonifacia: le estaban hablando, qué modales eran ésos. Julio Reátegui la examina siempre, madre, caramba, iban para cuatro años, la vida volaba, hija, cómo has crecido, era un pedacito de mujer y ahora vean ustedes. La superiora asiente, Bonifacia, vamos, que saludara al señor Reátegui, suspira de nuevo, tenía que respetarlo mucho y lo mismo a su señora, ellos serían muy buenos. Y Reátegui que no tuviera vergüenza, hija, iban a conversar un momento, ya hablaría el español muy bien, ¿cierto? Y el gobernador da un brinquito en su asiento, ¡la de Urakusa!, se toca la frente, claro, qué tonto, ahora caía. Y la superiora deja de hacerte la boba, don Julio iba a creer que a Bonifacia le habían cortado la lengua. Pero hija, si estaba llorando, qué le ocurría, hija, por qué ese llanto y Bonifacia tiene la cabeza alta, las lágrimas mojan sus mejillas, sus gruesos labios tenazmente cerrados y don Fabio bah, bah, sonsita, inclinado y compasivo, debería estar contentísima, tendría un hogar y las niñas del señor Reátegui eran dos primores. La superiora ha palidecido, ¡esta niña!, su rostro está ahora blanco como sus manos, ¡esta tonta!, ¿de qué lloraba? Bonifacia abre los ojos verdes, húmedos, desafiantes, cruza el petate, hija, cae de rodillas ante la superiora, sonsita, atrapa una de sus manos, la acerca a su rostro, la de los dientes limados ríe un segundo y la superiora balbucea, mira a Reátegui, Bonifacia, cálmate: le había prometido, y a la madre Angélica. Su mano pugna por zafarse del rostro que se frota en ella, Reátegui y don Fabio sonríen confusos y benevolentes, los gruesos labios besan vorazmente los dedos pálidos y refractarios y la de los dientes limados ríe ya sin disimulo: ¿no veía que era por su bien?, ¿dónde la iban a tratar mejor? Bonifacia, ¿no le había prometido hacía apenas media hora?, y a la madre Angélica, ¿era así como cumplía? Don Fabio se pone de pie, se frota las manos, así eran las niñas, sensibles, lloraban de todo, hijita, que hiciera: un esfuerzo, ya vería lo bonito que era Iquitos, lo buena, lo santa que era la señora Reátegui y la superiora, don Julio, le rogaba, lo sentía. Esa chiquilla nunca fue difícil, no la reconocía. Bonifacia cálmate y Julio Reátegui no faltaba más, madre. Se había encariñado con la misión, no tenía nada de raro, y era preferible que no viniera en contra de su voluntad, preferible que se quedara con las madres. Se llevaría a la otra y que Portillo buscara un ama en Iquitos, pero, sobre todo, que no se preocupara, madre.