Выбрать главу

– No me abras el apetito, Pesado -bostezó el Oscuro-. Fíjate que ahora tengo que dormir con el Chiquito.

El práctico Nieves alimentaba el fuego con ramitas. Ya oscurecía. El sol agonizaba a lo lejos, aleteando entre los árboles como un ave rojiza, y el río era una plancha inmóvil, metálica. En los matorrales de la ribera croaban las ranas y en el aire había vapor, humedad, vibraciones eléctricas. A veces, un insecto volador era atrapado por las llamas de la fogata, devorado con un chasquido sordo. Con las sombras, el bosque enviaba hacia las carpas olores de germinación nocturna y música de grillos.

– No me gusta, en Chicais casi me enfermo -repitió el Chiquito con una mueca de fastidio-. ¿No se acuerdan de la vieja de las tetas? Mal hecho arrancharle así a sus criaturas. Me he soñado dos veces con ellas.

– Y eso que a ti no te rasguñaron como a mí -dijo el Rubio, riendo; pero se puso serio y añadió-: Era por su bien, Chiquito. Para enseñarles a vestirse, a leer y a hablar en cristiano.

– ¿O prefieres que se queden chunchas? -dijo el Oscuro.

– Y, además, les dan de comer y las vacunan, y duermen en camas -dijo el Pesado-. En Nieva viven como no han vivido nunca.

– Pero lejos de su gente -dijo el Chiquito-. ¿A ustedes no les dolería no ver más a la familia?

No era lo mismo Chiquito, y el Pesado sacudió compasivamente su cabeza: ellos eran civilizados y las chunchitas ni siquiera sabían qué quería decir familia. El sargento se llevó el cigarrillo a la boca y lo encendió inclinándose hacia la fogata.

– Además, sólo les dolerá al principio -dijo el Rubio-. Para eso están las madrecitas, que son buenísimas.

– Quién sabe lo que pasa adentro de la misión -gruñó el Chiquito-. A lo mejor son malísimas.

Alto ahí, Chiquito: que se lavara la boca antes de hablar de las madres. El Pesado permitía todo, pero eso sí, más respeto con las creencias. También el Chiquito levantó la voz: claro que era católico, pero hablaba mal de quien le diera la gana, y qué pasaba.

– ¿Y si me enojo? -dijo el Pesado-. ¿Y si te cae un sopapo?

– Nada de peleas -el sargento arrojó una bocanada de humo-. Deja de dártelas de matón, Pesado.

– Yo entiendo razones, pero no amenazas, mi sargento -dijo el Chiquito-. ¿Acaso no tengo derecho a decir lo que pienso?

– Tienes -dijo el sargento-. Y en parte yo estoy de acuerdo contigo.

El Chiquito miró a los guardias burlonamente, ¿veían?, y a boca de jarro al Pesado: ¿quién tenía razón?

– Es una cosa para discutirse -dijo el sargento-. Yo creo que si las churres se escaparon de la misión, es porque no se acostumbran ahí.

– Pero, mi sargento, eso qué tiene que ver -protestó el Pesado-. ¿Usted no hizo mataperradas de chico?

– ¿Usted también preferiría que siguieran siendo chunchas, mi sargento? -dijo el Oscuro.

– Está muy bien que las culturicen -dijo el sargento-. Sólo que por qué a la fuerza.

– Y qué van a hacer las pobres madres, mi sargento -dijo el Rubio-. Usted sabe cómo son los paganos. Dicen sí, sí, pero a la hora de mandar a sus hijas a la misión, ni de a vainas, y desaparecen.

– Y si ellos no quieren civilizarse, qué nos importa -dijo el Chiquito-. Cada uno con sus costumbres y a la mierda.

– Te compadeces de las criaturas porque no sabes cómo las tratan en sus pueblos -dijo el Oscuro-. A las recién nacidas les abren huecos en las narices, en la boca.

– Y cuando los chunchos están masateados se las tiran delante de todo el mundo -dijo el Rubio-. Sin importarles la edad que tengan, y a la primera que encuentran, a sus hijas, a sus hermanas.

– Y las viejas las rompen con las manos a las muchachitas -dijo el Oscuro-. Y después se comen las telitas para que les traiga suerte. ¿No es verdad, Pesado?

– Verdad, con las manos -dijo el Pesado-. Si lo sabré yo. No me ha tocado ni una virgencita hasta ahora. Y eso que he probado chunchas.

El sargento agitó las manos: le estaban haciendo cargamontón al Chiquito y eso no valía.

– Usted porque está de su parte, mi sargento -dijo el Rubio.

– Lo que pasa es que esas churres me apenan -confesó el sargento-. Todas, las que están en la misión, porque seguro sufrirán lejos de su gente. Y las otras, por lo mal que viven en sus pueblos.

– Se nota que es usted piurano, mi sargento -dijo el Oscuro-. Todos los de su tierra son unos sentimentales.

– Y a mucha honra -dijo el sargento-. Y ayayay si alguien habla mal de Piura.

– Sentimentales y también regionalistas -dijo el Oscuro-. Pero en eso los arequipeños se los ganan a los piuranos, mi sargento.

Era de noche ya y la fogata chisporroteaba, el práctico Nieves seguía arrojándole ramitas, hojas secas. El termo de anisado iba de mano en mano y los guardias habían encendido cigarrillos. Todos transpiraban, y en sus ojos se repetían, minúsculas, danzantes, las lenguas de la fogata.

– Pero son lo más limpio que hay -dijo el Chiquito-. Y, en cambio, ¿vieron bañarse alguna vez a las madres en el viaje a Chicais?

El Pesado se atoró: ¿otra vez con las madres?, comenzó a toser fuertemente, carajo ¿otra vez se metía con las madres?

– Me resongas pero no me contestas -dijo el Chiquito-. ¿Es cierto o no es cierto lo que digo?

– Qué bruto eres -dijo el Rubio-. ¿Querías que las monjitas se bañaran delante de nosotros?

– A lo mejor se bañaron a escondidas -dijo el Oscuro. -No las vi nunca -dijo el Chiquito-. Ni tampoco ustedes las vieron.

– Ni tampoco las viste hacer sus necesidades -dijo el Rubio-. Eso no significa que se aguantaran la caca y los meaditos todo el viaje.

Un momento, el Pesado las había visto: cuando estaban acostados, ellas se levantaban sin hacer ruido y se iban al río como fantasmitas. Los guardias rieron, y el sargento este Pesado, ¿las espiaba?, ¿quería verlas calatas?

– Mi sargento, por favor -dijo el Pesado, confuso-. No diga barbaridades, cómo se le ocurre. Lo que pasa es que soy desvelado y por eso las vi.

– Cambiemos de tema -dijo el Oscuro-. No hay que hacer esas bromas con las madres. Y, además, no lo vamos a convencer a éste. Eres terco como una mula, Chiquito.

– Y un pelotudo -dijo el Pesado-. Comparar a las chunchas con las monjitas, me das pena, te juro.

– Ahora sí se acabó -dijo el sargento, atajando al Chiquito que iba a hablar-. Vamos a dormir para partir temprano.

Quedaron callados, los ojos fijos en las llamas. El termo de anisado dio todavía una vuelta. Luego, se levantaron, entraron a las carpas, pero un momento después el sargento volvió hacia la fogata con un cigarrillo en la boca. El práctico Nieves le alcanzó una pajita prendida.

– Siempre tan callado, don Adrián -dijo el sargento-. ¿Por qué no discutió también?

– Estuve oyendo -dijo Nieves-. No me gustan las discusiones, sargento. Y, además, prefiero no meterme con ellos.

– ¿Con los muchachos? -dijo el sargento-. ¿Le han hecho algo? ¿Por qué no me avisó, don Adrián?

– Son orgullosos, desprecian a los que hemos nacido aquí -dijo el práctico, en voz baja-. ¿No ha visto cómo me tratan?

– Son creídos como todos los limeños -dijo el sargento-. Pero no hay que hacerles caso, don Adrián. Y, si alguna vez le faltan, me lo dice y yo los pongo en su sitio.

– En cambio, usted es una buena persona, sargento -dijo Nieves-. Hace tiempo que estoy por decírselo. El único que me trata con educación.

– Porque lo estimo mucho, don Adrián -dijo el sargento-. Siempre le he dicho que me gustaría ser su amigo. Pero usted no se junta con nadie, es un solitario.

– Ahora será mi amigo -sonrió Nieves-. Un día de éstos vendrá a comer a mi casa y le presentaré a Lalita. Y a esa que hizo escapar a las niñas.

– ¿Cómo? ¿La Bonifacia esa vive con ustedes? -dijo el sargento-. Yo creía que se había ido del pueblo.