– No tenía donde ir y la hemos recogido -dijo Nieves-. Pero no lo cuente, no quiere que sepan dónde está, porque es medio monja todavía, se muere de miedo de los hombres.
– ¿Has contado los días, viejo? -dijo Fushía-. Yo he perdido la noción del tiempo.
– Qué te importa el tiempo, para qué sirve eso -dijo Aquilino.
– Parece mil años que salimos de la isla -dijo Fushía-. Además, sé que es por gusto, Aquilino, tú no conoces a la gente. Ya verás, en San Pablo llamarán a la policía y se tirarán la plata.
– ¿Otra vez te estás poniendo triste? -dijo Aquilino-. Ya sé que el viaje es largo, pero qué quieres, hay que ir con cuidado. No te preocupes por San Pablo, Fushía, te he dicho que conozco a un tipo de ahí.
– Es que estoy rendido, hombre, no es broma corretear así, te has sacado la lotería conmigo -dijo el doctor Portillo-. Mira la cara de cansancio del pobre don Fabio. Pero al menos ya estamos en condiciones de informarte. Por lo pronto, agarra una silla, te vas a caer sentado con las noticias.
– Las plantaciones muy bien, muy bonitas, señor Reátegui -dijo Fabio Cuesta-. El ingeniero es amabilísimo y ya terminó el desmonte y la siembra. Todos dicen que es una región ideal para el café.
– Por ese lado todo anda normal -dijo el doctor Portillo-. Lo que está fallando es el negocio del jebe y de los cueros. Un asunto de bandidos, compadre.
– ¿Portillo? No me suena nada, Fushía -dijo Aquilino-. ¿Es un médico de Iquitos?
– Un abogado -dijo Fushía-. El que le ganaba todos sus pleitos a Reátegui. Un orgulloso, Aquilino, un soberbio.
– No es culpa de los patrones, señor Reátegui, le juro -dijo Fabio Cuesta-. Si ellos están más furiosos que nadie, ¿no ve que son los más perjudicados? Parece que los bandidos existen de verdad.
El doctor Portillo también había pensado, al principio, que los patrones estaban haciendo comercio a ocultas, Julio, que habían inventado a los bandidos para no venderle el jebe a él. Pero no eran ellos, lo cierto es que les cuesta cada vez más trabajo conseguir mercadería, compadre, él y don Fabio se metieron por todas partes, averiguaron, hay bandidos, y don Fabio se portó como un señor, se enfermó con tanto viaje y, a pesar de todo, siguió con él, julio, y claro que fue útil ir de brazo con la autoridad, el gobernador de Santa María de Nieva inspiraba respeto por allá.
– Tratándose del señor Reátegui, cualquier cosa -dijo Fabio Cuesta-. Eso y mucho más, usted lo sabe, don Julio. Lo que más lamento es esto de los bandidos, con lo que costó convencer a los patrones que en lugar de vender al banco, le vendieran a usted.
– Había que ver cómo me trataba -dijo Fushía-. Desde qué altura. ¿Crees que me invitó a su casa una sola vez en Iquitos? No sabes qué odio le tenía a ese abogaducho, Aquilino.
– Siempre lleno de odios, Fushía -dijo Aquilino-. Te pasa algo y te pones a odiar a alguien. Dios te va a castigar por esto también.
– ¿Más todavía? -dijo Fushía-. Si me está castigando desde antes que le hiciera nada, viejo.
– En la guarnición de Borja nos ayudaron mucho -dijo el doctor Portillo-. Nos dieron guías, prácticos. Tienes que agradecerle al coronel, julio, escríbele unas líneas.
– Una bellísima persona el coronel, señor Reátegui -dijo Fabio Cuesta-. Muy servicial, muy dinámico.
Ellos podían actuar contra los bandidos si recibían una orden de Lima, compadre, lo mejor es que Reátegui se diera un salto a la capital e hiciera gestiones, que intervinieran los milicos y se arreglaría todo. Sí, hombre, claro que era para tanto.
– No queríamos creerles, señor Reátegui -dijo Fabio Cuesta-. Pero todos los patrones nos juraban y requetejuraban lo mismo. No podía ser que se hubieran puesto de acuerdo.
Era muy sencillo, compadre: cuando los patrones llegaban a las tribus no encontraban nada, ni jebe ni cueros, sólo chunchos llorando y pataleando, nos robaron, nos robaron, bandidos, diablos, etcétera.
– Subió por el Santiago con don Fabio, que era gobernador de Santa María de Nieva, y con soldados de Borja -dijo Fushía-. Antes estuvieron donde los aguarunas, y también donde los achuales, averiguando.
– Pero si yo me los encontré en el Marañón -dijo Aquilino-. ¿Acaso no te conté? Estuve dos días con ellos.
Era el segundo o tercer viaje que hacía a la isla. Y don Fabio, y ese otro, cómo dijiste ¿Portillo?, me comían a preguntas y yo pensaba ahora las pagas todas, Aquilino. Sentía un miedo.
– Lástima que no llegaran -{lijo Fushía-. La cara que habría puesto el abogaducho si me ve, y lo que le hubiera contado al perro de Reátegui. ¿Y qué es de don Fabio, viejo? ¿Ya se murió?
– No, sigue de gobernador en Santa María de Nieva -dijo Aquilino.
– No soy tan tonto -dijo el doctor Portillo-. Lo primero que pensé, si no son los patrones son los chunchos, están repitiendo la broma de Urakusa, lo de la cooperativa. Por eso fuimos hasta las tribus. Pero no eran los chunchos, tampoco.
– Las mujeres nos recibían llorando, señor Reátegui -dijo Fabio Cuesta-. Porque los bandidos no sólo se llevan el caucho, la leche caspi y las pieles, sino también las muchachitas, claro.
No estaba mal pensado como negocio, compadre: Reátegui adelantaba la plata a los patrones, los patrones adelantaban la plata a los chunchos, y cuando los chunchos volvían del monte con el jebe y con los cueros, los cabrones les caían encima y se quedaban con todo. Sin haber invertido un centavo, compadre, ¿no era un negocio redondo?, que fuera a Lima e hiciera gestiones, Julio, y lo más pronto mejor.
– ¿Por qué siempre has buscado negocios sucios y peligrosos? -dijo Aquilino-. Es como una manía tuya, Fushía.
– Todos los negocios son sucios, viejo -dijo Fushía-. Lo que pasa es que yo no tuve un capitalito para comenzar, si tienes plata puedes hacer los peores negocios sin peligro.
– Si yo no te hubiera ayudado, habrías tenido que irte al Ecuador, nomás -dijo Aquilino-. No sé por qué te ayudé. Me has hecho pasar unos años terribles. He vivido asustado, Fushía, con el corazón en la boca.
– Me ayudaste porque eres buena gente -dijo Fushía-. Lo mejor que he conocido, Aquilino. Si fuera rico te dejaría todo mi dinero, viejo.
– Pero no eres, ni lo serás nunca -dijo Aquilino-. Y para qué me serviría ya tu dinero, si me moriré de un momento a otro. En eso nos parecemos un poco, Fushía, estamos llegando al final tan pobres como nacimos.
– Hay toda una leyenda ya sobre los bandidos -dijo el doctor Portillo-. Hasta en las misiones nos han hablado. Pero ni los frailes ni las monjas saben gran cosa, tampoco.
– En un pueblo aguaruna del Cenepa, una mujer nos dijo que ella los había visto -dijo Fabio Cuesta-. Y que había huambisas entre ellos. Pero sus informaciones no servían de mucho. Los chunchos, usted sabe, señor Reátegui.
– Que hay huambisas entre ellos es un hecho -dijo el doctor Portillo-. Todos son formales en eso, los han reconocido por el idioma y los vestidos. Pero los huambisas están ahí para machucar, ya sabes que les gusta la pelea. Sólo que no hay modo de saber quiénes son los blancos que los dirigen. Dos o tres, dicen.
– Uno de ellos es serrano, don Julio -dijo Fabio Cuesta-. Nos lo dijeron los achuales, que chapurrean algo de quechua.
– Pero aunque no lo reconozcas, has tenido suerte, Fushía -dijo Aquilino-. Nunca te agarraron. Sin estas desgracias, hubieras podido pasarte la vida en la isla.
– Se lo debo a los huambisas -dijo Fushía-; después de ti, ellos son los que más me ayudaron, viejo. Y ya ves cómo les he respondido.
– Pero hay motivos de sobra, ni a ellos ni a ti les convenía que te quedaras en la isla -dijo Aquilino-. Cómo eres, Fushía. Te lamentas por haber dejado al Pantacha y a los huambisas, y, en cambio, tus maldades no te parecen maldades.
También eso estaba debidamente comprobado, compadre: las compras de jebe no habían bajado en la región, incluso habían aumentado en Bagua, a pesar de que ellos no vendían ni la mitad que antes. Porque los bandidos eran muy vivos, señor Reátegui, ¿sabía lo que hacían? Vendían lejos sus robos, seguro por medio de terceras personas. Qué les importaría rematar el jebe baratito si a ellos les salía gratis. No, no, compadre, los administradores del Banco Hipotecario no habían visto caras nuevas, los proveedores eran los de siempre. Hacían bien sus cosas, los zamarros, no se arriesgaban. Se habrían conseguido un par de patrones que les comprarían los robos a bajo precio, y ellos los revendían al banco, como eran conocidos no había control posible.