Ya se oye el arpa -dijo Lituma-. ¿O estoy soñando, inconquistables?
– Todos la oímos, primo -dijo José-. O todos estamos soñando.
El Mono escuchaba, la cara ladeada, los ojos enormes y admirados:
– ¡Es un artista! ¿Quién dice que no es el más grande?
– Lástima, nomás, que esté tan viejo -dijo José-. Sus ojos ya no le sirven, primo. Nunca anda solo, el Joven y el Bolas tienen que llevarlo del brazo.
La casa de la Chunga está detrás del Estadio, poco antes del descampado que separa a la ciudad del Cuartel Grau, no lejos del matorral de los fusilicos. Allí, en ese paraje de yerba calcinada y tierra blanda, bajo las ramas nudosas de los algarrobos, en los amaneceres y crepúsculos se apostan los soldados ebrios. A las lavanderas que vuelven del río, a las criadas del barrio de Buenos Aires que van al Mercado, las atrapan entre varios, las tumban sobre la arena, les echan las faldas por la cara, les abren las piernas, uno tras otro se las tiran y huyen. Los piuranos llaman atropellada a la víctima, y a la operación fusilico, y al vástago resultante lo llaman hijo de atropellada, fusiliquito, siete leches.
– Maldita la hora en que me fui a la montaña -dijo Lituma-. Si me hubiera quedado aquí, me habría casado con la Lira y sería hombre feliz.
– No tan feliz, primo -dijo José-. Si vieras lo que parece ahora la Lira.
– Una vaca lechera -dijo el Mono-. Una panza que parece un bombo.
– Y paridora como una coneja -dijo José-. Ya tiene como diez churres.
– La una puta, la otra una vaca lechera -dijo Lituma-. Qué buen ojo con las mujeres, inconquistable.
– Colega, me has prometido y estás faltando a tu palabra -dijo Josefino-. Lo pasado, pisado. Si no, no te acompañamos donde la Chunga. ¿Vas a estar tranquilito, no es cierto?
– Como operado, palabra -dijo Lituma-. Ahora estoy bromeando, nomás.
– ¿No ves que a la menor locura te friegas, hermano? -dijo Josefino-. Ya tienes antecedentes, Lituma. Te encerrarían de nuevo, y quién sabe por cuánto tiempo esta vez.
– Cómo te preocupas por mí, Josefino -dijo Lituma.
Entre el Estadio y el descampado, a medio kilómetro de la carretera que sale de Piura y se bifurca luego en dos rectas superficies oscuras que cruzan el desierto, una hacia Palta, la otra hacia Sullana, hay una aglomeración de chozas de adobe, latas y cartones, un suburbio que no tiene ni los años ni la extensión de la Mangachería, más pobre que ésta, más endeble, y es allí donde se yergue, singular y céntrica como una catedral, la casa de la Chunga, llamada también la Casa Verde. Alta, sólida, sus muros de ladrillo y su techo de calamina se divisan desde el Estadio. Los sábados en la noche, durante los combates de box, los espectadores alcanzan a oír los platillos de Bolas, el arpa de don Anselmo, la guitarra del Joven Alejandro.
– Te juro que la oía, Mono -dijo Lituma-. Clarito, era de partir el alma. Como la oigo ahora, Mono.
– Qué mala vida te darían, primito -dijo el Mono.
– No hablo de Lima, sino de Santa María de Nieva -dijo Lituma-. Noches como la muerte, Mono, cuando estaba de guardia. Nadie con quien hablar. Los muchachos estaban roncando, y, de repente, ya no oía a los sapos ni a los grillos, sino el arpa. En Lima, no la oí nunca.