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La noche estaba fresca y clara, en la arena se dibujaban de trecho en trecho los perfiles retorcidos de los algarrobos. Avanzaban en una misma línea, Josefino frotándose las manos, los León silbando y Lituma, que iba cabizbajo, las manos en los bolsillos, a ratos elevaba el rostro y escrutaba el cielo con una especie de furor.

– Una carrera, como cuando éramos churres -dijo el Mono-. Una, dos, tres.

Salió disparado, su pequeña figura simiesca desapareció en las sombras. José franqueaba invisibles obstáculos, emprendía una carrera, iba y volvía, encaraba a Lituma y a Josefino:

– El cañazo es noble y el pisco traidor -rugía-. ¿Y a qué hora cantamos el himno?

Cerca ya de la barriada, encontraron al Mono, tendido de espaldas, resollando como un buey. Lo ayudaron a levantarse.

– El corazón se me sale, miéchica, parece mentira.

– Los años no pasan en balde, primo -dijo Lituma.

– Pero que viva la Mangachería -dijo José.

La casa de la Chunga es cúbica y tiene dos puertas. La principal da al cuadrado, amplio salón de baile cuyos muros están acribillados de nombres propios y de emblemas: corazones, flechas, bustos, sexos femeninos como medialunas, pingas que los atraviesan. También fotos de artistas, boxeadores y modelos, un almanaque, una imagen panorámica de la ciudad. La otra, puertecilla baja y angosta, da al bar, separado de la pista de baile por un mostrador de tablones, tras el cual se hallan la Chunga, una mecedora de paja y una mesa cubierta de botellas, vasos y tinajas. Y frente al bar, en un rincón, están los músicos. Don Anselmo, instalado sobre un banquillo, utiliza la pared como espaldar y sostiene el arpa entre las piernas. Lleva anteojos, los cabellos barren su frente, entre los botones de su camisa, en su cuello y en sus orejas asoman mechones grises. El que toca la guitarra y tiene la voz tan entonada es el huraño, el lacónico, el joven Alejandro que, además de intérprete, es compositor. El que ocupa la silla de fibra y manipula un tambor y unos platillos, el menos artista, el más musculoso de los tres, es Bolas, el ex camionero.

– No me abracen así, no tengan miedo -dijo Lituma-. No estoy haciendo nada, ¿no ven? Sólo buscándola. Qué hay de malo en que quiera mirarla. Suéltenme.

– Ya se iría, primito -dijo el Mono-. Qué te importa. Piensa en otra cosa. Vamos a divertirnos, a festejar tu regreso.

– No estoy haciendo nada -repitió Lituma-. Sólo acordándome. ¿Por qué me abrazan así, inconquistables?

Estaban en el umbral de la pista de baile, bajo la espesa luz que derramaban tres lamparillas envueltas en celofán azul, verde y violeta, frente a una apretada masa de parejas. Grupos borrosos atestaban los rincones, y de ellos venían voces, carcajadas, choques de vasos. Un humo inmóvil, transparente, flotaba entre el techo y las cabezas de los bailarines, y olía a cerveza, humores y tabaco negro. Lituma se balanceaba en el sitio, Josefino lo tenía siempre del brazo pero los León lo habían soltado.

– ¿Cuál fue la mesa, Josefino? ¿Aquélla?

– Ésa misma, hermano. Pero ya pasó, ahora comienzas otra vida, olvídate.

– Anda saluda al arpista, primo -dijo el Mono-. Y al Joven y a Bolas que siempre te recuerdan con cariño.

– Pero no la veo -dijo Lituma-. Por qué se me esconde, si no voy a hacerle nada. Sólo mirarla.

– Yo me encargo, Lituma -dijo Josefino-. Palabra que te la traigo. Pero tienes que cumplir; lo pasado, pisado. Anda a saludar al viejo. Yo voy a buscarla.

La orquesta había dejado de tocar, las parejas de la pista eran ahora una compacta masa, inmóvil y siseante. Alguien discutía a gritos junto al bar. Lituma avanzó hacia los músicos, tropezando, don Anselmo del alma, con los brazos abiertos, viejo, arpista, escoltado por los León, ¿ya no se acuerda de mí?

– Si no te ve, primo -dijo José-. Dile quién eres. Adivine, don Anselmo.

– ¿Qué cosa? -la Chunga se paró de un salto y la mecedora siguió moviéndose-. ¿El sargento? ¿Tú lo has traído?

– No hubo forma, Chunga -dijo Josefino-. Llegó hoy día y se puso terco, no pudimos atajarlo. Pero ya sabe y le importa un carajo.

Lituma estaba en los brazos de don Anselmo, el joven y Bolas le daban palmadas en la espalda, los tres hablaban a la vez y se los oía desde el bar, excitados, sorprendidos, conmovidos. El Mono se había sentado ante los platillos, los hacía tintinear y José examinaba el arpa.

– O llamo a la policía -dijo la Chunga-. Sácalo ya mismo.

– Está borrachisísimo, Chunga, apenas puede caminar, ¿no lo estás viendo? -dijo Josefino-. Nosotros lo cuidamos. No habrá ningún lío, palabra.

– Ustedes son mi mala suerte -dijo la Chunga-. Tú sobre todo, Josefino. Pero no se va a repetir lo de la vez pasada, te juro que llamo a la policía.

– Ningún lío, Chunguita -dijo Josefino-. Palabra. ¿La Selvática está arriba?

– Dónde va a estar -dijo la Chunga-. Pero si hay lío, puta de tu madre, te juro.

– Aquí me siento bien, don Adrián -dijo el sargento-. Así son las noches de mi tierra. Tibias y claritas.

– Es que no hay como la montaña -dijo Nieves-. Paredes estuvo el año pasado en la sierra y volvió diciendo es triste, ni un árbol, sólo piedras y nubes.

La luna, muy alta, iluminaba la terraza y en el cielo y el río había muchas estrellas; tras el bosque, suave valla de sombras, los contrafuertes de la cordillera eran unas moles violáceas. Al pie de la cabaña, entre los juncos y los helechos, chapoteaban las ranas y, en el interior, se oía la voz de Lalita, el chisporroteo del fogón. En la chacra, los perros ladraban muy fuerte: se peleaban por las ratas, sargento, cómo las cazaban, si viera. Se ponían bajo los plátanos haciéndose los dormidos y, cuando una se les acercaba, bum, al pescuezo. El práctico les había enseñado.

– En Cajamarca la gente come cuyes -dijo el sargento-. Los sirven con uñas, ojitos y bigotes. Son igualitos que las ratas.

– Una vez Lalita y yo hicimos un viaje muy largo, por el monte -dijo Nieves-. Tuvimos que comer ratas. La carne huele mal, pero es blandita y blanca como la del pescado. El Aquilino se intoxicó, casi se nos muere.

– ¿Se llama Aquilino el mayorcito? -dijo el sargento-. ¿El que tiene los ojitos chinos?

– Ese mismo, sargento -dijo Nieves-. ¿Y en su pueblo hay muchos platos típicos?

El sargento alzó la cabeza, ah, don Adrián, unos segundos quedó como extasiado, si entrara a una picantería mangache y probara un seco de chabelo. Se moriría del gusto, palabra, nada en el mundo se podía comparar y el práctico Nieves asintió: no había como la tierra de uno. ¿A veces no le daban ganas de volver a Piura al sargento? Sí, todos los días, pero uno no hacía sus gustos cuando era pobre, don Adrián: ¿él había nacido aquí, en Santa María de Nieva?

– Más abajo -dijo el práctico-. El Marañón es muy ancho ahí, y con la niebla no se ve la otra orilla. Pero ya me acostumbré en Nieva.

– Ya está lista la comida -dijo Lalita, desde la ventana. Sus cabellos sueltos caían en cascada sobre el tabique y sus brazos robustos parecían mojados-. ¿Quiere comer ahí afuera, sargento?

– Me gustaría, si no es molestia -dijo el sargento-. En su casa me siento como en mi tierra, señora. Sólo que nuestro río es más angostito y ni siquiera tiene agua todo el año. Y, en vez de árboles, hay arenales.

– No se parece en nada, entonces -rió Lalita-. Pero seguro que Piura también es lindo como aquí.

– Quiere decir que hay el mismo calorcito, los mismos ruidos -dijo Nieves-. A las mujeres la tierra no les dice nada, sargento.

– Era por bromear -dijo Lalita-. ¿Pero usted no se habrá molestado, no, sargento?

Qué ocurrencia, a él le gustaban las bromas, lo hacían entrar en confianza y, a propósito, ¿la señora era de Iquitos, no es cierto? Lalita miró a Nieves, ¿de Iquitos? Y, un instante, mostró su rostro: piel metálica, sudor, granitos. Al sargento le había parecido por la manera de hablar, señora.