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– Salió de allá hace muchos años -dijo Nieves-. Raro que le notara el cantito.

– Es que tengo un oído de seda, como todos los mangaches -dijo el sargento-. Yo cantaba muy bien de muchacho, señora.

Lalita había oído que los norteños tocaban bien la guitarra y que eran de buen corazón, ¿cierto?, y el sargento, claro: ninguna mujer resistía las canciones de su pueblo, señora. En Piura cuando un hombre se enamoraba, iba a buscar a los amigos, todos sacaban guitarras y la muchacha caía a punta de serenatas. Había grandes músicos, señora, él conocía a muchos, a un viejo que tocaba el arpa, una maravilla, a un compositor de valses, y Adrián Nieves señaló a Lalita el interior de la cabaña: ¿no iba a salir ésa? Lalita encogió los hombros:

– Tiene vergüenza, no quiere salir -dijo-. No me hace caso. Bonifacia es como un venadito, sargento, de todo para las orejas y se asusta.

– Que al menos venga a dar las buenas noches al sargento -dijo Nieves.

– Déjenla, nomás -dijo el sargento-. Que no salga si no le provoca.

– No se puede cambiar de vida tan rápido -dijo Lalita-. Sólo ha estado entre mujeres, y la pobre tiene miedo a los hombres. Dice que son como víboras, le habrán enseñado eso las madrecitas. Ahora se ha ido a esconder a la chacra.

– Tienen miedo al hombre hasta que lo prueban -dijo Nieves-. Entonces cambian, se vuelven devoradoras.

Lalita se hundió en la habitación y, un momento después, regresó su voz, a ella no le caía, ligeramente enojada, nunca le habían dado miedo los hombres y no era devoradora, ¿por quién decía eso, Adrián? El práctico se rió a carcajadas y se inclinó hacia el sargento: era una buena mujer la Lalita pero, eso sí, tenía su carácter. Pequeño, muy delgado, de piel clara y ojos rasgados y vivaces, Aquilino salió a la terraza, buenas noches, traía el mechero porque estaba oscuro, y lo colocó sobre la baranda. Tras él, otros dos chiquillos -pantalones cortos, cabellos lacios, pies descalzos-, sacaron una mesita. El sargento los llamó y, mientras les hacía cosquillas y reía con ellos, Lalita y Nieves trajeron frutas, pescados cocidos al humo, yucas, qué buena cara tenía todo eso, señora, unas botellas de anisado. El práctico distribuyó raciones de comida a los tres chiquillos y éstos partieron, en dirección a la escalerilla de la chacra: sus churres eran muy graciosos, don Adrián, así decían en Piura a las criaturas, señora, y al sargento, en general, le gustaban los churres.

– Salud, sargento -dijo Nieves-. Por el gusto de tenerlo aquí.

– Bonifacia se asusta de todo pero es muy trabajadora -dijo Lalita-. Me ayuda en la chacra y sabe cocinar. Y cose muy bonito. ¿Vio los pantaloncitos de los chicos? Se los hizo ella, sargento.

– Pero tienes que aconsejarla -dijo el práctico-. Así, tan tímida, nunca encontrará marido. Usted no sabe lo callada que es, sargento, sólo abre la boca cuando le preguntamos algo.

– Eso me parece bien -dijo el sargento-. A mí no me gustan las loras.

– Entonces, Bonifacia le gustará mucho -dijo Lalita-. Se puede pasar la vida sin decir ni ay.

– Le voy a contar un secreto, sargento -dijo Nieves-. Lalita quiere casarlo con Bonifacia. Así me anda diciendo, por eso me hizo invitarlo. Cuídese, todavía está a tiempo.

El sargento adoptó una expresión entre risueña y nostálgica, señora, él había estado una vez por casarse. Acababa de entrar a la Guardia Civil y encontró una mujer que lo quería y él también a ella, su poquito. ¿Cómo se llamaba?, Lira, ¿qué pasó?, nada, señora, lo trasladaron de Piura y Lira no quiso seguirlo y así se acabó el romance.

– Bonifacia iría con su compañero a cualquier parte -dijo Lalita-. En la montaña, las mujeres somos así, no ponemos condiciones. Tiene que casarse con alguna de aquí, sargento.

– Ya ve usted, cuando a Lalita se le mete algo en la cabeza, no para hasta que se cumple -dijo Nieves-. Las loretanas son unas bandidas, sargento.

– Qué simpáticos son ustedes -dijo el sargento-. En Santa María de Nieva dicen qué huraños los Nieves, nunca se juntan con nadie. Y, sin embargo, señora, en tanto tiempo que llevo aquí, ustedes son los primeros que me invitan a su casa.

– Es que a nadie le gustan los guardias, sargento -dijo Lalita-. ¿No ve que son tan abusivos? Arruinan a las muchachas, las enamoran, las dejan encinta y se mandan mudar.

– ¿Y entonces cómo quieres casar a Bonifacia con el sargento? -dijo Nieves-. Una cosa no va con la otra.

– ¿No me dijiste acaso que el sargento era distinto? -dijo Lalita-. Pero quién sabe si será cierto.

– Es cierto, señora -dijo el sargento-. Soy un hombre derecho, un buen cristiano, como dicen acá. Y un amigo como no hay dos, ya verá. Les estoy muy agradecido, don Adrián, de veras, porque me siento muy contento en su casa.

– Puede volver cuando quiera -dijo Nieves-. Venga a visitar a Bonifacia. Pero no se meta con la Lalita, porque soy muy celoso.

– Y con razón, don Adrián -dijo el sargento-. Es tan buena moza la señora, que yo también sería celoso.

– Muy bonita su atención, sargento dijo Lalita-. Pero ya sé que lo dice por decir, ya no soy buena moza. Antes sí, de joven.

– Pero si usted es una muchacha todavía -protestó el sargento.

– Ya no me fío -dijo Nieves-. Será mejor que no venga cuando yo no esté, sargento.

En la chacra, los perros seguían ladrando y, a ratos, se oían las voces de los chiquillos. Los insectos revoloteaban en torno al mechero de resina, los Nieves y el sargento bebían, charlaban, bromeaban, ¡práctico Nieves!, los tres volvieron la cabeza hacia el follaje de la ribera: la noche ocultaba la trocha que subía hasta Santa María de Nieva. ¡Práctico Nieves! Y el sargento: era el Pesado, qué pesado, qué le pasaba, a qué venía a molestarlo a estas horas, don Adrián. Los tres chiquillos invadieron la terraza. Aquilino fue hacia el práctico y le habló en voz baja: que subiera.

– Parece que hay que salir de viaje, sargento -dijo el práctico Nieves.

– Estará borracho -dijo el sargento-. No hay que hacerle caso al Pesado, cuando toma se le ocurren cosas.

La escalerilla crujió, tras el Aquilino surgió la gruesa silueta del Pesado, vaya, mi sargento, al fin lo encontraba, el teniente y los muchachos lo andaban buscando por todas partes, y que tuvieran buenas noches.

– Estoy franco -gruñó el sargento-. ¿Qué quieren conmigo?

– Las encontraron a las pupilas -dijo el Pesado-. Una cuadrilla de materos, cerca de un campamento, río arriba. Hace un par de horas llegó un propio a la misión. Las madres han levantado a todo el mundo, sargento. Parece que una de las criaturas está con fiebre.

El Pesado estaba en mangas de camisa, se hacía aire con el quepí, y ahora Lalita lo acosaba a preguntas. El práctico y el sargento se habían puesto de pie, sí, qué vaina, señora, había que irlas a buscar ya mismo. Ellos querían esperar hasta mañana, pero las monjitas convencieron a don Fabio y al teniente, y el sargento ¿iban a partir de noche? Sí, mi sargento, las madres tenían miedo que los materos se pasaran por las armas a las mayorcitas.

– Las madrecitas tienen razón -dijo Lalita-. Las pobres, tantos días en el monte. Apúrate Adrián, anda.

– Qué vamos a hacer -dijo el práctico-. Tómese un trago con el sargento, mientras voy a echar gasolina a la lancha.

– Me caerá bien, gracias -dijo el Pesado-. Qué vida nos dan ¿no es cierto, sargento? Siento haberlos interrumpido en media comida.

– ¿Las encontraron a todas? -dijo una voz, desde el tabique. Ellos miraron: una melena corta, un borroso perfil, un busto de mujer recortado junto a la ventana. La luz del mechero llegaba ralamente hasta allí.

– Menos a dos -dijo el Pesado, inclinándose hacia la ventana-. Menos a ésas de Chicais.

– ¿Por qué no las trajeron en vez de mandar avisar? -dijo Lalita-. Pero menos mal que las encontraron, gracias a Dios que las encontraron.