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– Y también cólera -Nieves manoteó torpemente la tranca de la puerta-: Sobre todo cuando la insulta.

A solas era todavía peor, aj, se te caen los dientes, aj, tienes toda la cara picada, aj, tu cuerpo ya no es el de antes, aj, se te chorrea, pronto vas a estar como las viejas huambisas, aj, y todo lo que se le ocurría, ¿le daba pena?, y Nieves cállese.

– Pero creía en ti y eso que te conocía -dijo Aquilino-. Yo llegaba a la isla y la Lalita pronto me sacará de aquí, si este año hay mucho jebe nos iremos al Ecuador y nos casaremos. Sea buenito, don Aquilino, venda la mercadería a buen precio. Pobre Lalita.

– No se largó antes porque esperaba que me hiciera rico -dijo Fushía-. Qué bruta, viejo. No me casé con ella cuando era durita y sin granos, y creía que iba a casarme con ella cuando ya no calentaba a nadie.

– A Adrián Nieves lo calentó -dijo Aquilino-. Si no, no se la hubiera llevado.

– ¿Y a ellas también se las va a llevar al Ecuador el patrón? -dijo Nieves-. ¿También se va a casar con ellas?

– Su mujer soy yo sola -dijo Lalita-. Las otras son sirvientas.

– Diga lo que diga, yo sé que eso le duele -dijo Nieves-. No tendría alma si no le doliera que le meta otras mujeres a su casa.

– No las mete a mi casa -dijo Lalita-. Duermen en el corral con los animales.

– Pero se las tira en su delante -dijo Nieves-. No se haga la que no me entiende.

Se volvió a mirarla y Lalita se había aproximado al canto de la barbacoa, tenía las rodillas juntas, los ojos bajos y Nieves no quería ofender, tartamudeó y miró de nuevo por la ventana, le había dado cólera cuando dijo que se iba a ir con el patrón al Ecuador, el cielo color añil, las fogatas, los cocuyos chispeantes entre los helechos: le pedía perdón, él no quería ofender, y Lalita levantó los ojos:

– ¿Acaso no te las da a ti y al Pantacha cuando no le gustan? -dijo-. Tú haces lo mismo que él.

– Yo estoy solo -balbuceó Nieves-. Un cristiano necesita estar con mujeres, por qué me compara con el Pantacha, además me gusta que me hable de tú.

– Sólo al principio, aprovechándose de mis viajes -dijo Fushía-. Las rasguñaba, a una de las achuales la dejó sangrando. Pero después se acostumbró y eran como sus amigas. Les enseñaba cristiano, se entretenía con ellas. No es como tú crees, viejo.

– Y todavía te quejas -dijo Aquilino-. Todos los cristianos sueñan con eso que tú has tenido. ¿A cuántos conoces que cambiaran así de mujer, Fushía?

– Pero eran chunchas -dijo Fushía-, chunchas, Aquilino, aguarunas, achuales, shapras, pura basura, hombre.

– Y, además, son como animalitos -dijo Lalita-, se encariñan conmigo. Más bien me dan pena del miedo que les tienen a los huambisas. Si tú fueras el patrón, serías como él, hasta me insultarías.

– ¿Acaso me conoce para que me juzgue? -dijo Nieves-. Yo no le haría eso a mi compañera. Menos si fuera usted.

– Aquí el cuerpo se les afloja rápido -dijo Fushía-. ¿Es mi culpa acaso si la Lalita envejeció? Y, además, hubiera sido tonto desperdiciar la ocasión.

– Por eso te las robabas tan chicas -dijo Aquilino-. Para que fueran duritas ¿no?

– No sólo por eso -dijo Fushía-; a mí me gustan las doncellitas como a cualquier hombre. Sólo que esos perros de los paganos no las dejan crecer sanas, a las más criaturas ya las han roto, la shapra fue la única sanita que encontré.

– Lo único que me duele es acordarme de cómo era yo, en Iquitos -dijo Lalita-. Los dientes blancos, igualitos, y ni una mancha siquiera en la cara.

– Le gusta inventarse cosas para sufrir -dijo Nieves-. ¿Por qué no deja el patrón que los huambisas se acerquen a este lado? Porque a todos se les van los ojos cuando usted pasa.

– También al Pantacha y a ti -dijo Lalita-. Pero no porque sea bonita, sino porque soy la única cristiana.

– Yo siempre he sido educado con usted -dijo Nieves-. ¿Por qué me iguala con el Pantacha?

– Tú eres mejor que el Pantacha -dijo Lalita-. Por eso he venido a visitarte. ¿Ya no tienes fiebre?

– ¿No te acuerdas que no bajé al embarcadero a recibirte? -dijo Fushía-. ¿Que tú viniste y me encontraste en la cabaña del jebe? Fue esa vez, viejo.

– Sí me acuerdo -dijo Aquilino-. Parecías durmiendo despierto. Creí que el Pantacha te había dado cocimiento.

– ¿Y no te acuerdas que me emborraché con el anisado que trajiste? -dijo Fushía.

– También me acuerdo -dijo Aquilino-. Querías quemar las cabañas de los huambisas. Parecías diablo, tuvimos que amarrarte.

– Es que traté como diez días y no le podía a esa perra -dijo Fushía-, ni a la Lalita ni a las chunchas, viejo, de volverse loco, viejo. Me ponía a llorar solo, viejo, quería matarme, cualquier cosa, diez días seguidos y no les podía, Aquilino.

– No llores, Fushía -dijo Aquilino-. ¿Por qué no me contaste lo que te pasaba? Tal vez te hubieras curado, entonces. Hubiéramos ido a Bagua, el médico te habría puesto inyecciones.

– Y las piernas se me dormían, viejo -dijo Fushía-, les pegaba y nada, les prendía fósforos y como muertas, viejo.

– Ya no te amargues con esas cosas tristes -dijo Aquilino-. Fíjate, acércate al borde, mira cuántos pececitos voladores, esos que tienen electricidad. Fíjate cómo nos siguen, qué bonitas se ven las chispitas en el aire y debajo del agua.

– Y después ronchas, viejo -dijo Fushía-, y ya no podía quitarme la ropa delante de la perra esa. Tener que disimular todo el día, toda la noche, y no tener a quién contárselo Aquilino, chuparme esa desgracia yo solito.

Y en eso rascaron el tabique y Lalita se puso de pie. Fue hasta la ventana y, la cara pegada a la tela metálica, comenzó a gruñir. Afuera alguien gruñía también, suavemente.

– El Aquilino está enfermito -dijo Lalita-. Vomita todo lo que come el pobre. Voy a verlo. Si mañana no ha vuelto todavía, vendré a hacerte la comida.

– ojalá que no hayan vuelto -dijo Nieves-. No necesito que me cocine, me basta con que venga a verme.

– Si yo te digo tú, puedes decirme tú -dijo Lalita-. Al menos cuando no haya nadie.

– Los podría coger a montones si tuviera una red, Fushía -dijo Aquilino-. ¿Quieres que te ayude a levantarte para que los veas?

– Y después los pies -dijo Fushía-. Caminar cojeando, viejo, y en eso a pelarme como las serpientes, pero a ellas les sale otra piel y a mí no, viejo, yo punta llaga, Aquilino, no es justo, no es justo.

– Ya sé que no es justo -dijo Aquilino-. Pero ven, hombre, mira qué lindos los pececitos eléctricos.

Todos los días, Juana Baura y Antonia salían de la Gallinacera a la misma hora, hacían siempre el mismo recorrido. Dos cuadras rectas, polvorientas, y era el Mercado: las placeras comenzaban a tender sus mantas al pie de los algarrobos, a ordenar sus mercancías. A la altura de la tienda Las Maravillas -peines, perfumes, blusas, polleras, cintas y pendientes- doblaban a la izquierda y, doscientos metros adelante, aparecía la plaza de Armas, una ceñida ronda de palmeras y de tamarindos. La abordaban por la bocacalle opuesta a La Estrella del Norte. Durante el trayecto, una de las manos de Juana Baura hacía adiós a los conocidos, la otra iba en el brazo de Antonia. Al llegar a la plaza, Juana observaba las bancas de varillas y elegía la más sombreada para la joven. Si la muchacha permanecía impasible, la lavandera regresaba a su casa trotando suavemente, desataba su piajeno, reunía la ropa por lavar y emprendía la marcha hacia el río. Si, por el contrario, las manos de Antonia asían las suyas con ansiedad, Juana tomaba asiento a su lado y la calmaba con mimos. Repetía su silenciosa interrogación hasta que la muchacha la dejaba partir. Volvía a buscarla a mediodía, la ropa ya fregada y, a veces, Antonia retornaba a la Gallinacera subida en el asno. No era raro que Juana Baura encontrase a la joven dando vueltas en torno a la glorieta con una vecina cariñosa, no era raro que un lustrabotas, un mendigo o jacinto le dijeran: la llevaron donde fulano, a la iglesia, al Malecón. Entonces Juana Baura volvía sola a la Gallinacera y Antonia aparecía al atardecer, de la mano de una sirvienta, de un principal caritativo.