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La música había terminado, los León aplaudían, Lituma y la Selvática volvieron al mostrador, la Chunga llenaba los vasos, Josefino seguía bebiendo solo. Bajo los anodinos chorritos de luz azul, verde y violeta, unas ralas parejas continuaban en la pista, evolucionando con aire maquinal y letárgico, al compás de los murmullos y los diálogos del contorno. Quedaba poca gente, también, en las mesas de los rincones; el grueso de hombres y de habitantas y toda la euforia de la noche, se habían concentrado en el bar. Amontonados y ruidosos tomaban cerveza, las carcajadas de la mulata Sandra parecían alaridos y un gordo de bigote y gafas enarbolaba su vaso amarillo como una bandera, había ido a la campaña del Ecuador de soldado raso, sí señor, y no se olvidaba del hambre, los piojos, el heroísmo de los cholos, ni de las niguas que se metían bajo las uñas y no querían salir ni a cañones, sí señor, y el Mono, súbitamente, a voz en cuello: ¡viva el Ecuador! Hombres y habitantas enmudecieron, los risueños ojazos del Mono distribuían guiños pícaros a derecha e izquierda y, después de unos segundos de indecisión y de estupor, el gordo apartó a José, cogió al Mono de las solapas, lo sacudió como un trapo, ¿por qué se metía con él?, que repitiera si tenía pantalones, que fuera macho y el Mono se acomodaba la ropa.