– Un secreto que usted ni se huele, mi sargento -dijo el Pesado, bajando la voz-. Pero que no oigan los otros.
El Oscuro, el Chiquito y el Rubio conversaban en el mostrador con Paredes, que les servía unas copas de anisado. Un chiquillo salió de la cantina con tres ollitas de barro, cruzó la desierta plaza de Santa María de Nieva y se perdió en dirección a la comisaría. Un sol fuerte doraba las capironas, los techos y los tabiques de las cabañas, pero no llegaba hasta la tierra, porque una bruma blancuzca, flotante, que parecía venir del río Nieva, lo contenía a ras del suelo y lo opacaba.
– No están oyendo -dijo el sargento-. ¿Cuál es el secreto?
– Ya sé quién es la que está donde los Nieves -el Pesado escupió unas pepitas negras de papaya y se limpió con el pañuelo la cara sudada-, esa que nos dio tanta curiosidad la otra noche.
– ¿Ah, sí? -dijo el sargento-. ¿Y quién es?