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Y ese mismo sábado unos vecinos recuperaron el cadáver y, envuelto en una sábana, lo llevaron al rancho de la lavandera. El velorio congregó a muchos hombres y mujeres de la Gallinacera en el solar de Juana Baura y ésta lloró toda la noche, una y otra vez besó las manos, los ojos, los pies de la muerta. Al amanecer unas mujeres sacaron a Juana de la habitación y el padre García ayudó a instalar los restos en el ataúd comprado por colecta popular. Ese domingo el padre García ofició la misa en la capilla del Mercado, y encabezó el cortejo fúnebre, y del cementerio regresó a la Gallinacera junto a Juana Baura: los vecinos lo vieron cruzar la plaza de Armas rodeado de mujeres, pálido, los ojos fulminantes, los puños crispados. Mendigos, lustrabotas, vagabundos se sumaron al cortejo y al llegar al Mercado éste ocupaba todo el ancho de la calle. Allí, subido en una banca, el padre García comenzó a vociferar y, en el contorno, se abrían puertas, las placeras abandonaban sus puestos para oírlo y a dos municipales que trataban de despejar el lugar los insultaron y los apedrearon. Los gritos del padre García se oían en el camal y, en La Estrella del Norte, los forasteros callaron, sorprendidos: ¿de dónde venía ese rumor, adónde iban tantas mujeres? Secreta, femenina, pertinaz corría una voz por la ciudad y, mientras tanto, bajo un cielo de turbios gallinazos, el padre García seguía hablando. Vez que callaba, se oía chillar a Juana Baura, arrodillada a sus pies. Entonces las mujeres comenzaron a agitarse sordamente, a murmurar. Y cuando llegaron los guardias con sus varas de la ley, un mar embravecido les salió al paso, el padre García a la cabeza, iracundo, un crucifijo en la mano derecha, y cuando quisieron cerrar el camino a las mujeres, hubo lluvia de piedras, amenazas: los guardias retrocedían, se refugiaban en las casas, otros caían y el mar los embestía, sumergía, dejaba atrás. Así entraron las enfurecidas olas a la plaza de Armas, rugientes, encrespadas, armadas de palos y de piedras y, a su paso, caían las tranqueras de las puertas, se cerraban los postigos, los principales se precipitaban a la catedral y los forasteros, guarecidos en los pórticos, presenciaban atónitos el avance del torrente. ¿Había forcejeado con los guardias el padre García? ¿Lo habían agredido? Su sotana desgarrada mostraba un pecho flaco y lechoso, unos largos brazos huesudos. Llevaba siempre el crucifijo en alto y daba roncas voces. Y así pasó el torrente por La Estrella del Norte, salpicó piedras y los cristales de la cantina volaron en pedazos, y cuando las mujeres entraron al Viejo Puente, el añoso esqueleto crujió, se bamboleó como un beodo y, al franquear el Río Bar y pisar Castilla, muchas mujeres tenían ya antorchas en las manos, corrían y de las bocas de las chicherías salían gentes, más rugidos, más antorchas. Llegaron al arenal y creció una polvareda, un gigantesco trompo ingrávido, dorado, y en el corazón de la espiral se divisaban rostros de mujeres, puños, llamas.