– No perdamos tiempo, Bonifacia -dijo la superiora-. Dímelo todo.
– Estaba en la capilla -dijo la madre Angélica-. Las madres la descubrieron.
– Te he hecho una pregunta, Bonifacia -dijo la superiora-. ¿Qué esperas?
Vestía una túnica azul, un estuche que ocultaba su cuerpo desde los hombros hasta los tobillos, y sus pies descalzos, del color de las tablas cobrizas del suelo, yacían juntos: dos animales chatos, policéfalos.
– ¿No has oído? -dijo la madre Angélica-. Habla de una vez.
El velo oscuro que enmarcaba su rostro y la penumbra del despacho acentuaban la ambigüedad de su expresión, entre huraña e indolente, y sus ojos grandes miraban fijamente el escritorio; a veces, la llama del mechero agitada por la brisa que venía de la huerta, descubría su color verde, su suave centelleo.
– ¿Te robaron las llaves? -dijo la madre superiora.
– ¡No cambiarás nunca, descuidada! -la mano de la madre Angélica revoloteó sobre la cabeza de Bonifacia-. ¿Ves en qué han terminado tus negligencias?
– Déjeme a mí, madre -dijo la superiora-. No me hagas perder más tiempo, Bonifacia.
Sus brazos colgaban a sus costados y mantenía la cabeza baja, la túnica revelaba apenas el movimiento de su pecho. Sus labios rectos y espesos estaban soldados en una mueca hosca y su nariz se dilataba y fruncía ligeramente, a un ritmo muy parejo.
– Voy a enfadarme, Bonifacia, te hablo con consideración y tú como si oyeras llover -dijo la superiora-. ¿A qué hora las dejaste solas? ¿No cerraste con llave el dormitorio?
– ¡Habla de una vez, demonio! -la madre Angélica estrujó la túnica de Bonifacia-. Dios te ha de castigar ese orgullo.
– Tienes todo el día para ir a la capilla pero en la noche tu deber es cuidar a las pupilas -dijo la superiora-. ¿Por qué saliste del cuarto sin permiso?
Dos breves golpecillos sonaron en la puerta del despacho, las madres se volvieron, Bonifacia alzó un poco los párpados y, un segundo, sus ojos fueron más grandes, verdes e intensos.
Desde las colinas del pueblo se divisa, cien metros más allá, en la banda derecha del río Nieva, la cabaña de Adrián Nieves, su chacrita, y después sólo un diluvio de lianas, matorrales, árboles de ramas tentaculares y altísimas crestas. No lejos de la plaza está el poblado indígena, aglomeración de cabañas erigidas sobre árboles decapitados. El lodo devora allí la yerba salvaje y circunda charcos de agua hedionda que hierven de renacuajos y de lombrices. Aquí y allá, diminutos y cuadriculados, hay yucales, sembríos de maíz, huertas enanas. Desde la misión un sendero escarpado desciende hasta la plaza. Y detrás de la misión un muro terroso resiste el empuje del bosque, la furiosa acometida vegetal. En ese muro hay una puerta clausurada.
– Es el gobernador, madre -dijo la madre Patrocinio-. ¿Se puede?
– Sí, hágalo pasar, madre Patrocinio -dijo la superiora.
La madre Angélica levantó el mechero y rescató de la oscuridad del umbral a dos figuras borrosas. Envuelto en una manta, una linterna en la mano, don Fabio entró haciendo venias:
– Estaba acostado y salí como pude, madre, discúlpeme esta facha -dio la mano a la superiora, a la madre Angélica-. Cómo ha podido pasar esto, le juro que no podía creerlo. Ya me imagino cómo se sienten, madre.
Su cráneo calvo parecía húmedo, su rostro flaco sonreía a las madres.
– Siéntese, don Fabio -dijo la superiora-. Le agradezco que haya venido. Alcáncele una silla al gobernador, madre Angélica.
Don Fabio se sentó y la linterna que pendía de su mano izquierda se encendió: una redondela dorada sobre la alfombra de chambira.
– Ya salieron a buscarlas, madre -dijo el gobernador-. El teniente también. No se preocupe, seguro que las encuentran esta misma noche.
– Esas pobres criaturas por ahí, de su cuenta, don Fabio, figúrese -suspiró la superiora-. Felizmente que no llueve. No sabe qué susto nos hemos llevado.
– Pero cómo ha sido esto, madre -dijo don Fabio-. Todavía me parece mentira.
– Un descuido de ésta -dijo la madre Angélica, señalando a Bonifacia-. Las dejó solas y se fue a la capilla. Se olvidaría de cerrar la puerta.
El gobernador miró a Bonifacia y su rostro asumió un aire severo y dolido. Pero un segundo después sonrió e hizo una venia a la superiora.
– Las niñas son inconscientes, don Fabio -dijo la superiora-. No tienen noción de los peligros. Eso es lo que más nos inquieta. Un accidente, un animal.
– Ah, qué niñas -dijo el gobernador-. Ya ves, Bonifacia, tienes que ser más cuidadosa.
– Pídele a Dios que no les pase nada -dijo la superiora-. Si no, qué remordimientos tendrías toda tu vida, Bonifacia.
– ¿No las sintieron salir, madre? -dijo don Fabio-. Por el pueblo no han pasado. Se irían por el bosque.
– Se salieron por la puerta de la huerta, por eso no las sentimos -dijo la madre Angélica-. Le robaron la llave a esta tonta.
– No me digas tonta, mamita -dijo Bonifacia, los ojos muy abiertos-. No me robaron.
– Tonta, tonta rematada -dijo la madre Angélica-. ¿Todavía te atreves? Y no me digas mamita.
– Yo les abrí la puerta -Bonifacia despegó apenas los labios-. Yo las hice escapar, ¿ves que no soy tonta?
Don Fabio y la superiora alargaron las cabezas hacia Bonifacia, la madre Angélica cerró, abrió la boca, roncó antes de poder hablar:
– ¿Qué dices? -roncó de nuevo-. ¿Tú las hiciste escapar?
– Sí, mamita -dijo Bonifacia-. Yo las hice.
Ya te estás poniendo triste otra vez, Fushía -dijo Aquilino-. No seas así, hombre. Anda, conversa un poco para que se te pase la tristeza. Cuéntame de una vez cómo fue que te escapaste.
– ¿Dónde estamos, viejo? -dijo Fushía-. ¿Falta mucho para entrar al Marañón?
– Hace rato que entramos -dijo Aquilino-. Ni cuenta te diste, roncabas como un bendito.
– ¿Entraste de noche? -dijo Fushía-. ¿Cómo no he sentido los rápidos, Aquilino?
– Estaba tan claro que parecía madrugada, Fushía -dijo Aquilino-: El cielo purita estrella y el tiempo era el mejor del mundo, no se movía ni una mosca. De día hay pescadores, a veces una lancha de la guarnición, de noche es más seguro. Y cómo ibas a sentir los rápidos si me los conozco de memoria. Pero no pongas esa cara, Fushía. Puedes levantarte si quieres, debes estar acalorado ahí debajo de las mantas. No hay nadie, somos los dueños del río.
– Me quedo aquí nomás -dijo Fushía-. Estoy sintiendo frío y me tiembla todo el cuerpo.
– Sí, hombre, como te sientas mejor -dijo Aquilino-. Anda, cuéntame de una vez cómo fue que te escapaste. ¿Por qué te habían metido adentro? ¿Qué edad tenías?
Él había estado en la escuela y por eso el turco le dio un trabajito en su almacén. Le llevaba las cuentas, Aquilino, en unos librotes que se llaman el Debe y el Haber. Y aunque era honrado entonces, ya soñaba con hacerse rico. Cómo ahorraba, viejo, sólo comía una vez al día, nada de cigarrillos, nada de trago. Quería un capitalito para hacer negocios. Y así son las cosas, al turco se le metió en la cabeza que él le robaba, pura mentira, y lo hizo llevar preso. Nadie quiso creerle que era honrado y lo metieron a un calabozo con dos bandidos. ¿No era la cosa más injusta, viejo?