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Y así terminó de mangache don Anselmo. Pero no de la noche a la mañana, como un hombre que elige un lugar, hace su casa y se instala; fue lento, imperceptible. Al principio aparecía por las chicherías, el arpa bajo el brazo y los músicos (casi todos habían tocado para él alguna vez), lo aceptaban como acompañante. A la gente le gustaba oírlo, lo aplaudían. Y las chicheras, que le tenían estimación, le ofrecían comida y bebida y, cuando estaba borracho, una estera, una manta y un rincón para dormir. Nunca se lo veía por Castilla, ni cruzaba el Viejo Puente, como decidido a vivir lejos de los recuerdos y del arenal. Ni siquiera frecuentaba los barrios próximos al río, la Gallinacera, el camal, sólo la Mangachería: entre su pasado y él se interponía la ciudad. Y los mangaches lo adoptaron, a él, y a la hermética Chunga que, encogida en una esquina, el mentón en las rodillas, miraba hurañamente el vacío mientras don Anselmo tocaba o dormía. Los mangaches hablaban de don Anselmo, pero a él le decían arpista, viejo. Porque desde el incendio había envejecido: sus hombros se desmoronaron, se hundió su pecho, brotaron grietas en su piel, se hinchó su vientre, sus piernas se curvaron y se volvió sucio, descuidado. Todavía arrastraba las botas de sus buenas épocas, polvorientas, muy gastadas, su pantalón iba en hilachas, la camisa no conservaba ni un botón, tenía el sombrero agujereado y las uñas largas, negras, los ojos llenos de estrías y de legañas. Su voz se enronqueció, sus maneras se ablandaron. En un comienzo, algunos principales lo contrataban para tocar en sus cumpleaños, bautizos y matrimonios; con el dinero que ganó así, convenció a Patrocinio Naya que los alojara en su casa y les diera de comer una vez al día a él y a la Chunga, que ya comenzaba a hablar. Pero andaba siempre tan desastrado y tan bebido que los blancos dejaron de llamarlo y entonces se ganó la vida de cualquier manera, ayudando en una mudanza, cargando bultos o limpiando puertas. Se presentaba en las chicherías al oscurecer, de improviso, arrastrando a la Chunga con una mano, en la otra el arpa. Era un personaje popular en la Mangachería, amigo de todos y de ninguno, un solitario que se quitaba el sombrero para saludar a medio mundo, pero apenas cambiaba palabra con la gente, y su arpa, su hija y el alcohol parecían ocupar su vida. De sus antiguas costumbres, sólo el odio a los gallinazos perduró: veía uno y buscaba piedras y lo bombardeaba e insultaba. Bebía mucho, pero era un borracho discreto, nunca pendenciero, nada bullicioso. Se lo reconocía ebrio por su andar, no zigzagueante ni torpe, sino ceremonioso: las piernas abiertas, los brazos tiesos, el rostro grave, los ojos fijos en el horizonte.

Su sistema de vida era sencillo. Al mediodía abandonaba la choza de Patrocinio Naya y, a veces llevando a la Chunga de la mano, a veces solo, se lanzaba a la calle con una especie de urgencia. Recorría el dédalo mangache a paso vivo, iba y venía por los tortuosos, oblicuos senderos, y así subía hasta la frontera sur, el arenal que se prolonga hacia Sullana, o bajaba hasta los umbrales de la ciudad, esa hilera de algarrobos con una acequia que discurre al pie. Iba, regresaba, volvía, con breves escalas en las chicherías. Sin el menor embarazo entraba y, quieto, mudo, serio, esperaba que alguien le invitara un clarito, una copa de pisco: agradecía con la cabeza y luego salía y proseguía su marcha o paseo o penitencia, siempre al mismo ritmo febril hasta que los mangaches lo veían detenerse en cualquier parte, dejarse caer a la sombra de un alero, acomodarse en la arena, taparse la cara con el sombrero, y permanecer así horas, impávido ante las gallinas y las cabras que olisqueaban su cuerpo, lo rozaban con sus plumas y barbas, lo cagaban. No tenía reparo en detener a los transeúntes para pedirles un cigarrillo, y, cuando se lo negaban, no se enfurecía: continuaba su camino, altivo, solemne. En la noche, regresaba donde Patrocinio Naya en busca del arpa, y volvía a las chicherías, pero esta vez a tocar. Demoraba horas afinando las cuerdas, repasándolas con delicadeza y, cuando estaba muy ebrio, las manos no le obedecían y el arpa desentonaba, se ponía murmurador, los ojos se le entristecían.

Iba a veces al cementerio y allí se le vio rabioso por última vez, un dos de noviembre, cuando los municipales lo atajaron en la puerta. Los insultó, forcejeó con ellos, les lanzó piedras y por fin unos vecinos convencieron a los guardianes que lo dejaran entrar. Y fue en el cementerio, otro dos de noviembre, donde Juana Baura vio a la Chunga, que estaría por cumplir seis años, sucia, en harapos, correteando entre tumbas. La llamó, le hizo cariños. Desde entonces, la lavandera venía de cuando en cuando a la Mangachería, arreando el piajeno cargado de ropa, y preguntaba por el arpista y por la Chunga. A ella le traía comida, un vestido, zapatos, a él cigarrillos y unas monedas que el viejo corría a gastar en la chichería más cercana. Y un día dejó de verse a la Chunga en las callejuelas mangaches y Patrocinio Naya contó que Juana Baura se la había llevado, para siempre, a la Gallinacera. El arpista seguía su vida, sus caminatas. Estaba más viejo cada día, más mugriento y rotoso, pero todos se habían habituado a verlo, nadie volvía el rostro cuando los cruzaba, calmo y rígido, o cuando tenían que desviarse para no pisar su cuerpo tumbado en la arena, bajo el sol.