– ¿Con quién bailaba él? -dijo la Selvática.
– Con la Sandra -la Chunga la observaba con sus ojos apagados y hablaba despacio-: Muy pegaditos. Y se besaban. ¿Tienes celos?
– Era una pregunta, nomás -dijo la Selvática-. Yo no soy celosa.
Y Seminario, de repente, sólido, que se fueran, destemplado, o los sacaba a patada limpia, rugiente, a los cuatro juntos.
– Ni un ruido toda la noche, ni una luz -dijo el sargento-. ¿No le parece raro, mi teniente?
– Deben estar al otro lado -dijo el sargento Roberto Delgado-. La isla parece grande.
– Ya clarea -dijo el teniente-. Que traigan las lanchas, pero no hagan bulla.
Entre los árboles y el agua, los uniformes tenían una apariencia vegetal. Apiñados en el estrecho reducto, calados hasta los huesos, los ojos ebrios de fatiga, guardias y soldados se ajustaban los pantalones, las polainas. Los envolvía una claridad verdosa que se filtraba por el laberíntico ramaje y, entre las hojas, ramas y lianas, muchos rostros lucían picaduras, arañazos violetas. El teniente se adelantó hasta la orilla de la laguna, separó el follaje con una mano, con la otra se llevó los prismáticos a los ojos y escudriñó la isla: un barranco alto, laderas plomizas, árboles de troncos robustos y crestas frondosas. El agua reverberaba, ya se oía cantar a los pájaros. El sargento vino hacia el teniente, agazapado, bajo sus pies el bosque crujía y chasqueaba. Detrás de ellos, las siluetas difusas de guardias y soldados se movían apenas entre la maraña, silenciosamente destapaban cantimploras y encendían cigarrillos.
– Ya no discuten -dijo el teniente-. Nadie diría que se pasaron el viaje peleando.
– La mala noche los hizo amigos -dijo el sargento-. El cansancio, la incomodidad. No hay como esas cosas para que los hombres se entiendan bien, mi teniente.
– Vamos a hacerles una buena tenaza antes que sea día del todo -dijo el teniente-. Hay que emplazar un grupo en la orilla del frente.
– Sí, pero para eso hay que cruzar la cocha -dijo el sargento, apuntando la isla con un dedo-. Son como trescientos metros, mi teniente. Nos van a cazar como a palomitas.
El sargento Roberto Delgado y los otros se habían acercado. El barro y la lluvia igualaban los uniformes y sólo las cristinas y los quepís distinguían a los guardias de los soldados.
– Mandémosles un propio, mi teniente- dijo el sargento Roberto Delgado-. No les queda más remedio que rendirse.
– Sería raro que no nos hayan visto -dijo el sargento-. Los huambisas tienen el oído fino, como todos los chunchos. Puede ser que ahora mismo nos estén apuntando desde las lupunas.
– Lo veo y no lo creo -dijo el sargento Delgado-. Paganos viviendo entre lupunas, con el pánico que les tienen.
Soldados y guardias escuchaban: pieles lívidas, pequeños abcesos de sangre coagulada, ojeras, pupilas inquietas. El teniente se rascó la mejilla, había que ver, junto a su sien tres granitos formaban un triángulo cárdeno, ¿los dos sargentos se le cagaban de miedo?, y un mechón de pelos sucios le caía sobre la frente semioculta bajo la visera. ¿Qué? Tal vez sus guardias tendrían miedo, mi teniente, el sargento Roberto Delgado no sabía cómo se comía eso.
Brotó un murmullo y, en un mismo movimiento que agitó el follaje, el Chiquito, el Oscuro y el Rubio se apartaron de los soldados: era ofensa, mi teniente, no permitían, ¿con qué derecho?, y el teniente se tocó la cartuchera: le podría costar caro, si no estuvieran en misión vería.
– Sólo era una broma, mi teniente -tartamudeó el sargento Roberto Delgado-. En el Ejército les hacemos pasadas a los oficiales y ellos nunca se enojan. Yo creí que en la policía era lo mismo.
Un rumor de agua invadida sumergió sus voces y se oyó un cuidadoso chapaleo de remos, un desliz. Bajo la cascada de lianas y de juncos, aparecieron las lanchas. El práctico Pintado y el soldado que las conducían estaban sonrientes y ni sus gestos ni sus movimientos revelaban fatiga.
– Después de todo, tal vez sea mejor pedirles la rendición -dijo el teniente.
– Claro, mi teniente -dijo el sargento Roberto Delgado-. No se lo aconsejé por miedo, sino por estrategia. Si quieren escapar, desde aquí haremos tiro al blanco con ellos.
– En cambio, si vamos nosotros allá, pueden hacernos puré al cruzar la cocha -dijo el sargento-. Sólo somos diez y ellos quién sabe cuántos. Y qué armas tendrán.
El teniente se volvió y guardias y soldados quedaron tensos: ¿quién era el más antiguo? Algo anhelante en todos los rostros ahora, rictus en las bocas, parpadeos llenos de alarma, y el sargento Roberto Delgado señaló a un soldado bajito y cobrizo, que dio un paso al frente: soldado Hinojosa, mi teniente. Muy bien, que el soldado Hinojosa se llevara a los de Borja al otro lado de la laguna y los emplazara frente a la isla, sargento. El teniente se quedaría aquí con los guardias, vigilando la boca del caño.
¿Y para qué había venido entonces el sargento Roberto Delgado, mi teniente? El oficial se quitó el quepí, ¿para qué? se alisó los cabellos con la mano, se lo iba a decir y, al calzarse de nuevo la gorra, el mechoncito de su frente había desaparecido: los dos sargentos irían a pedirles la rendición. Que tiraran las armas y formaran en el barranco, las manos en la cabeza, sargento, los llevaría Pintado. Los sargentos se miraron, sin hablar, soldados y guardias, mezclados otra vez, susurraban y en sus ojos ya no había temor sino alivio, chispas burlonas. Precedidos por Hinojosa los soldados subieron a una de las lanchas que bailoteó y se hundió algo. El práctico levantó la pértiga y, de nuevo, un delicado chasquido, la vibración del ramaje, las cristinas desaparecieron bajo los helechos y los bejucos y el teniente examinó las camisas de los guardias, Chiquito, que se la quitara: la suya era la más blanca. El sargento la amarraría en su fusil y, ya sabía, si se les ponían malditos, bala, sin contemplaciones. Los sargentos estaban en la lancha y, cuando el Chiquito les alcanzó su camisa, Pintado impulsó la embarcación con la tangana. La dejó flotar lentamente entre el follaje pero, apenas ingresaron a la laguna, encendió el motor y, con el ruido monótono, el aire se pobló de aves que escapaban de los árboles, bulliciosamente. Un resplandor anaranjado crecía detrás de las lupunas, también en la espesura del contorno se reflejaban las primeras lanzas del sol, y las aguas de la cocha se veían limpias y quietas.
– Ah, compañero, yo estaba por casarme -dijo el sargento.
– Pero levanta más ese fusil -dijo el sargento Delgado-, que vean bien la camisa.
Cruzaron la laguna sin apartar la mirada del barranco y de las lupunas. Pintado mantenía el rumbo con una mano y con la otra se rascaba la cabeza, la cara, los brazos, aquejado de una repentina y generalizada picazón. Divisaban ya una playita angosta, fangosa, con arbustos pelados y unos troncos flotantes que debían servir de embarcadero. En la orilla opuesta, atracaba la lancha de los soldados y éstos descendían a la carrera, se apostaban en descubierto, apuntaban a la isla con sus fusiles. Hinojosa tenía buena voz, bonitos esos huaynitos que había cantado anoche en quechua ¿no? Sí, pero qué pasaba que no se los veía, ¿por qué no salían? El Santiago estaba lleno de huambisas, compañero, los que los vieron venir les avisarían y habrían tenido tiempo de sobra para escaparse por los caños. La lancha enfiló hacia el embarcadero. Amarrados con gruesos bejucos, los troncos flotantes hervían de musgo, hongos y líquenes. Los tres hombres contemplaban el barranco casi vertical, las lupunas curvas y jibosas: no había nadie, mis sargentos, pero qué susto habían pasado. Los sargentos saltaron, chapotearon en el barro, comenzaron a trepar, los cuerpos aplastados contra la pendiente. El sargento llevaba el fusil en alto, un viento caliente hacía ondear la camisa del Chiquito y, cuando pisaron la cumbre, un sol hiriente les hizo cerrar los ojos y frotárselos. Trenzas de lianas cubrían los espacios entre lupuna y lupuna, un denso humor putrefacto bañaba sus rostros cada vez que espiaban entre la maleza. Por fin hallaron una abertura, avanzaron enterrados hasta la cintura en yerba salvaje y rumorosa, luego siguieron una trocha que se estiraba, sinuosa, minúscula, entre avenidas de árboles, se perdía y reaparecía junto a un matorral o a un plumero de helechos. El sargento Roberto Delgado se ponía nervioso, carajo, que alzara bien ese fusil y vieran que iban con bandera blanca. Las copas de los árboles formaban una compacta bóveda que sólo filamentos de sol perforaban a ratos, jirones dorados que eran como vibraciones y había voces de invisibles pájaros por todas partes. Los sargentos se protegían el rostro con las manos, pero siempre recibían hincones, desgarrones ardientes. la trocha terminó de pronto, en un claro de superficie lisa y arenosa, limpia de yerba y ellos vieron las cabañas: ah, compañero, mira eso. Altas, sólidas, estaban sin embargo medio devoradas por el bosque. Una había perdido el techo y un agujero como una llaga redonda tiznaba su fachada; de la otra emergía un árbol, disparaba impetuosamente sus brazos peludos por las ventanas y los tabiques de ambas desaparecían bajo costras de hiedra. En todo el derredor había yerba alta; las escalerillas derruidas, prisioneras de enredaderas, servían de asiento a tallos y raíces, y en los escalones y pilotes se divisaban también nidos, hinchados hormigueros. Los sargentos merodeaban en torno a las cabañas, alargaban los pescuezos para ver el interior.