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– La ingratitud es lo peor, Bonifacia -dijo la superiora lentamente-. Hasta los animales son agradecidos. ¿No has visto a los frailecillos cuando les tiran unos plátanos?

Los rostros, las manos, los velos de las madres parecían fosforescentes en la penumbra de la despensa; Bonifacia seguía inmóvil.

– Algún día te darás cuenta de lo que has hecho y te arrepentirás -dijo la madre Angélica-. Y si no te arrepientes, te irás al infierno, perversa.

Las pupilas duermen en una habitación larga, angosta, honda como un pozo; en las paredes desnudas hay tres ventanas que dan sobre el Nieva, la única puerta comunica con el ancho patio de la misión. En el suelo, apoyados contra la pared, están los catrecitos plegables de lona: las pupilas los enrollan al levantarse, los despliegan y tienden en la noche. Bonifacia duerme en un catre de madera, al otro lado de la puerta, en un cuartito que es como una cuña entre el dormitorio de las pupilas y el patio. Sobre su lecho hay un crucifijo y, al lado, un baúl. Las celdas de las madres están al otro extremo del patio, en la residencia: una construcción blanca, con techo de dos aguas, muchas ventanas simétricas y un macizo barandal de madera. Junto a la residencia están el refectorío y la sala de labores, que es donde aprenden las pupilas a hablar en cristiano, deletrear, sumar, coser y bordar. Las clases de religión y de moral se dan en la capilla. En una esquina del patio hay un local parecido a un hangar, que colinda con la huerta de la misión; su alta chimenea rojiza destaca entre las ramas invasoras del bosque: es la cocina.

– Eras de este tamaño pero ya se podía adivinar lo que serías -la mano de la superiora estaba a medio metro del suelo-. Sabes de qué hablo ¿no es cierto?

Bonifacia se ladeó, alzó la cabeza, sus ojos examinaron la mano de la superiora. Hasta ese rincón de la despensa llegaba el parloteo de los loros de la huerta. Por la ventana, el ramaje de los árboles se veía oscuro ya, inextricable. Bonifacia apoyó los codos en la tierra: no sabía, madre.

– ¿Tampoco sabes todo lo que hemos hecho por ti, no? -estalló la madre Angélica que iba de un lado a otro, los puños cerrados-. ¿Tampoco sabes cómo eras cuando te recogimos, no?

– Cómo quieres que sepa -susurró Bonifacia-. Era muy chica, mamita, no me acuerdo.

– Fíjese la vocecita que pone, madre, qué dócil parece -chilló la madre Angélica-. ¿Crees que vas a engañarme? ¿Acaso no te conozco? Y con qué permiso me sigues diciendo mamita.

Después de las oraciones de la noche, las madres entran al refectorio y las pupilas, precedidas por Bonifacia, se dirigen al dormitorio. Tienden sus camas y, cuando están acostadas, Bonifacia apaga las lamparillas de resina, echa llave a la puerta, se arrodilla al pie del crucifijo, reza y se acuesta.

– Corrías a la huerta, arañabas la tierra y, apenas encontrabas una lombriz, un gusano, te lo metías a la boca -dijo la superiora-. Siempre andabas enferma y ¿quiénes te curaban y te cuidaban? ¿Tampoco te acuerdas?

– Y estabas desnuda -gritó la madre Angélica- y era por gusto que yo te hiciera vestidos, te los arrancabas y salías mostrando tus vergüenzas a todo el mundo y ya debías tener más de diez años. Tenías malos instintos, demonio, sólo las inmundicias te gustaban.

Había terminado la estación de las lluvias y anochecía rápido: detrás del encrespamiento de ramas y hojas de la ventana, el cielo era una constelación de formas sombrías y de chispas. La superiora se hallaba sentada en un costal, muy erguida, y la madre Angélica iba y venía, agitando el puño, a veces se corría la manga del hábito y asomaba su brazo, una delgada viborilla blanca.

– Nunca hubiera imaginado que serías capaz de una cosa así -dijo la superiora-. ¿Cómo ha sido, Bonifacia? ¿Por qué lo hiciste?

– ¿No se te ocurrió que podían morirse de hambre o ahogarse en el río? -dijo la madre Angélica-. ¿Que cogerían fiebres? ¿No pensaste en nada, bandida?

Bonifacia sollozó. La despensa se había impregnado de ese olor a tierra ácida y vegetales húmedos que aparecía y se acentuaba con las sombras. Olor espeso y picante, nocturno, parecía cruzar la ventana mezclado a los chirridos de grillos y cigarras, muy nítidos ya.

– Eras como un animalito y aquí te dimos un hogar, una familia y un nombre -dijo la superiora-. También te dimos un Dios. ¿Eso no significa nada para ti?

– No tenías qué comer ni qué ponerte -gruñó la madre Angélica-, y nosotras te criamos, te vestimos, te educamos. ¿Por qué has hecho eso con las niñas, malvada?

De cuando en cuando, un estremecimiento recorría el cuerpo de Bonifacia de la cintura a los hombros. El velo se le había soltado y sus cabellos lacios ocultaban parte de su frente.

– Deja de llorar, Bonifacia -dijo la superiora-. Habla de una vez.

La misión despierta al alba, cuando al rumor de los insectos sucede el canto de los pájaros. Bonifacia entra al dormitorio agitando una campanilla: las pupilas saltan de los catrecillos, rezan avemarías, se enfundan los guardapolvos. Luego se reparten en grupos por la misión, de acuerdo a sus obligaciones: las menores barren el patio, la residencia, el refectorio; las mayores, la capilla y la sala de labores. Cinco pupilas acarrean los tachos de basura hasta el patio y esperan a Bonifacia. Guiadas por ella bajan el sendero, cruzan la plaza de Santa María de Nieva, atraviesan los sembríos y, antes de llegar a la cabaña del práctico Nieves, se internan por una trocha que serpea entre capanahuas, chontas y chambiras y desemboca en una pequeña garganta, que es el basural del pueblo. Una vez por semana, los sirvientes del alcalde Manuel Águila hacen una gran fogata con los desperdicios. Los aguarunas de los alrededores vienen a merodear cada tarde por el lugar, y unos escarban la basura en busca de comestibles y de objetos caseros mientras otros alejan a gritos y a palazos a las aves carniceras que planean codiciosamente sobre la garganta.

– ¿No te importa que esas niñas vuelvan a vivir en la indecencia y en el pecado? -dijo la superiora-. ¿Que pierdan todo lo que han aprendido aquí?

– Tu alma sigue siendo pagana, aunque hables cristiano y ya no andes desnuda -dijo la madre Angélica-. No sólo no le importa, madre, las hizo escapar porque quería que volvieran a ser salvajes.

– Ellas querían irse -dijo Bonifacia-, se salieron al patio y vinieron hasta la puerta y en sus caras vi que también querían irse con esas dos que llegaron ayer.

– ¡Y tú les diste gusto! -gritó la madre Angélica-. ¡Porque les tenías cólera! ¡Porque te daban trabajo y tú odias el trabajo, perezosa! ¡Demonio!

– Cálmese, madre Angélica -la superiora se puso de pie.

La madre Angélica se llevó una mano al pecho, se tocó la frente: las mentiras la sacaban de quicio, madre, lo sentía mucho.

– Fue por las dos que trajiste ayer, mamita -dijo Bonifacia-. Yo no quería que las otras se fueran, sólo esas dos porque me dieron pena. No grites así, mamita, después te enfermas., siempre que te da rabia te enfermas.

Cuando Bonifacia y lis pupilas de la basura regresan a la misión, la madre Griselda y sus ayudantas han preparado el refrigerio de la mañana: fruta, café y un panecillo que se elabora en el horno de la misión. Después del refrigerio, las pupilas van a la capilla, reciben lecciones de catecismo e historia sagrada y aprenden las oraciones. A mediodía vuelven a la cocina y, bajo la dirección de la madre Griselda -colorada, siempre movediza y locuaz-, preparan la colación del mediodía: sopa de legumbres, pescado, yuca, dos panecillos, fruta y agua del destiladero. Después, las pupilas pueden corretear una hora por el patio y la huerta, o sentarse a la sombra de los frutales. Luego suben a la sala de labores. A las novatas, la madre Angélica les enseña el castellano, el alfabeto y los números. La superiora tiene a su cargo los cursos de historia y de geografía, la madre Ángela el dibujo y las artes domésticas y la madre Patrocinio las matemáticas. Al atardecer, las madres y las pupilas rezan el rosario en la capilla y éstas vuelven a repartirse en grupos de trabajo: la cocina, la huerta, la despensa, el refectorio. La colación de la noche es más ligera que la de la mañana.